Al final o cerca del final de casi cada cuento de Alice Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida atención— que en realidad el cuento era otra cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás, hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos, las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la emancipación sexual.
Ahora, a los 81 años, es lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado. Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices. En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final. Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las palabras y un poco más allá de ellas.
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