Antonio Muñoz Molina Foto de Sofía Moro |
Antonio Muñoz Molina
“Si se desprecia lo bueno que se tiene,
esto se puede perder”
La biografía propia y la de España están en la obra del escritor Antonio Muñoz Molina, que recibe el Príncipe de Asturias de las Letras este viernes.
Cuando José Hierro advirtió al Príncipe de Asturias, en el otoño de 1981, de los peligros que corría la democracia española, habían pasado ocho meses del golpe de Estado de Tejero, los militares seguían conspirando, los terroristas asesinaban, España aún estaba desprendida de Europa. Todo estaba pendiente de un hilo; nada era sólido, sino la esperanza de salir de la bruma.
Hierro recibía en ese momento el primer Premio Príncipe de Asturas de las Letras, y era la primera vez que don Felipe de Borbón presidía un acto público. El poeta calvo de voz de aguardiente fue el maestro civil ante un alumno al que quizá todavía peinaba su madre.
Treinta y dos años después, este 25 de octubre, en una España otra vez marcada por la bruma, Antonio Muñoz Molina recibirá en el mismo lugar, ante aquel muchacho que ya tiene 45 años, el mismo premio. El escritor de Úbeda acaba de publicar un relato que es como un poema amargo sobre este país en el que aspira a reinar don Felipe. Todo lo que era sólido (Seix Barral) es la crónica de una devastación. Muñoz Molina levanta acta, sin vuelo en el verso, como diría Hierro. Ahora le toca a él el discurso y quién sabe si tendrá el mismo ánimo que entonces impulsó al poeta a decirle al heredero cómo se ve el país en que aquel terminará reinando.
Desde muy joven (Beatus ille, El invierno en Lisboa, El jinete polaco), su biografía literaria se mide con el triunfo, en España y en el mundo; ha ganado premios aquí y en todas partes (el último, el Premio Jerusalén, en Israel, por el conjunto de su obra), y la Academia lo eligió para el selecto club cuando aún era un chiquillo. Desde aquella juventud granadina en la que recibió las primeras buenas noticias literarias (Pere Gimferrer lo llamó para decirle que Beatus ille saldría en Seix Barral, para él este ya fue un premio) hasta este tiempo, en su manera de ser he observado muy pocos cambios. Ya entonces, en torno a 1986, cuando lo conocí, era tímido y deferente. Sabías que no aceptaría un lugar común, y las bromas ante él no debían mezclarse con las cosas serias o las palabras mayúsculas.
Tiene una memoria que es a la vez el ritmo con el que escribe. Detrás de lo que dice hay una lectura cuya digestión no se le ha atragantado. Se fue haciendo en un pueblo, en la huerta y en el mercado, y aunque habita ahora en Madrid y en Nueva York, aquel lugar en el que su padre lo ponía a trabajar y a vender es su punto de referencia. Sigue en sus libros y en el cuidado con que habla de ese tiempo, como si aún viviera en él, en sus nombres propios y en sus calles chiquitas.
Hay algunas fidelidades honrosas, que están mucho antes, y muy por encima, de la literatura: sus padres, sus hijos, Elvira Lindo, su mujer, escritora también. Su padre murió ya, su madre vive; ella irá a Oviedo, cómo no; el padre se regocijaba cuando sabía por otros cómo había llegado su hijo a ser el escritor que ya era. “Pero podría haber sido también un buen hortelano”, dijo el padre una vez. Tuvo maestros, desde el de su escuela hasta Juan Carlos Onetti, pero en esa adolescencia forjó el carácter riguroso que ahora lo distingue. Mucha gente dice que es demasiado serio. Lo que no quiere es hablar por hablar. Eso aquí está penado.
“Recibir el cariño de Onetti”, dice, “es una de las cosas más bonitas de mi vida como aprendiz de escritor”. Era su maestro, y no lo conocía. El jinete polaco había tenido alguna reseña desabrida; un amigo le había negado el saludo porque había ganado el Planeta. Era un tiempo confuso, además, porque él estaba cambiando de vida, “vivía un poco a salto de mata, como flotando. Una mañana lo llamó un amigo para decirle que comprara EL PAÍS. “Lo compré, me encontré el artículo de Onetti y ese sí que fue un premio para mí”.
No es posible imaginarlo como Onetti, echado en la cama, viviendo al revés de todo el mundo. Muñoz Molina es andariego y ciclista; es lento andando, como si se mandara a andar y a pensar al mismo tiempo. Pero sí hay algo de aquel Onetti que luego conoció. La entrega incondicional al oficio, el cuidado de cada palabra, “no hay una sola palabra que se pueda descuidar”. Eso no quiere decir, subraya, que no seas natural, “pero en Onetti no hay nunca un solo descuido, no hay una sola concesión a la rutina del lenguaje. Y hay en él una ternura enorme, una compasión hacia los seres humanos, hacia la debilidad de la gente, hacia los que están arruinados. Y una admiración muy grande por la belleza. Una mezcla de maravilla y de pena: eso estaba en su carácter radical. Lo admiraba y lo sigo admirando”.
Hasta tal punto que ese retrato se lee también como un autorretrato. En Muñoz Molina están, además, la música y la pintura. Escribió Elvira Lindo cuando le dieron el premio que ahora recogerá: “Si Antonio fuera un pintor, sería Caravaggio; si fuera un músico, sería John Coltrane”. La música es su raíz, incluso biográfica. Escribe dejándose llevar, “el propio arte de escribir desata a la vez los argumentos y los recuerdos”. La escritura como una corriente de memoria. Él vive en memoria de esa corriente.
Mesa de trabajo de Antonio Muñoz Molina Foto de Sofía Moro |
Esa corriente nace en la calle de Úbeda donde vivía. Fuente de las Risas, qué nombre. “Ese es el paraíso de mi vida”. El origen siempre está ahí. “Todo tiene que ver absolutamente con la circunstancia de mi origen y de mi vida. De lo que he ido viendo mientras crecía. Cómo era el mundo cuando nosotros empezábamos a asomarnos a él y en qué se convirtió”. Ese es el aliento que hay detrás de El viento de la Luna, que ocurre cuando él era un adolescente y las referencias eran la puerta de la calle, la casa, los libros, y la Luna, el hombre que llega a la Luna.
Entonces Muñoz Molina era “completamente feliz”, jugaba en la calle, era feliz con nada. El mundo era la calle. El padre era “una presencia muy tranquila. Me llevaba a la huerta, él iba delante en la yegua, yo detrás”. El abuelo, Manuel Molina García, había sido cantaor, vendedor ambulante, campesino… “Le gustaba mucho usar palabras rimbombantes, a veces equivocadamente. Le hablaba del doctor Negrín, “me llenó la cabeza de nombres, de palabras que no sabía qué significaban, pero que eran extraordinariamente poderosas. Como guardia de asalto. Contaba una frase que según él le había dicho Gil Robles a Azaña en las Cortes y de la que yo no entendía nada: ‘Te doy mi voto y el de minoría si eso sirve para que le cierres el paso al comunismo…’. Se emocionaba con todos los himnos, lloraba mucho, era franquista y antifranquista, era muy curioso y siempre estaba contando cosas. Siempre. Mi abuela le reñía”. Al viejo le gustaba gastarle bromas. Le decía: “¿En qué se parece un muchacho de bien a un teatro?”. Perplejidad y respuesta, risas: “En que lo descomponen las malas compañías”.
Vivimos después de que se rompiera todo lo que parecía sólido. En tiempos de Hierro salíamos del epicentro de lo que pudo haber sido una hecatombe
El padre era más callado, me parecía. Pero no, el hijo dice que no. “Corre la especie de que entonces todo el mundo andaba callado. Yo los oía hablar, todo el mundo trabajando, cavando en un tajo, arrancando patatas y diciendo historias que yo almacenaba en mi cabeza. Imaginaba que sería como mi padre, cavando”. El padre le fue enseñando el oficio, aunque fue incapaz de enseñarle a vender las verduras… La madre es “una mujer con mucha capacidad para estar sola; según han pasado los años, ha notado más la rebelión contra las circunstancias que le impidieron desarrollarse como persona. Las condiciones que le impidieron ir a la escuela o que le hicieron vivir en un mundo en el que las mujeres estaban sometidas a los maridos. Ella siente eso muy fuerte”.
El chico era tímido (como ahora), expuesto al miedo que le producían algunas presencias (la policía, por ejemplo), la gente que grita, alguien que lo aborde por la calle, el portero de un edificio… Se le daban bien las redacciones, el abuelo tenía en la casa libros que el nieto devoró, uno a uno, y así se fue haciendo este hombre que tengo delante, consecuencia de esa vida y de dos maestros (don Florentín, don Luis Molina), y de los libros. El padre le dejó una enseñanza, que está en el centro de su rigor: “Aunque no te paguen, las cosas hay que hacerlas bien”. Acaso eso esté en el aliento de Todo lo que era sólido, su rebeldía ante este mundo mal hecho. Le pregunté si no será que esta hecatombe que vivimos desde hace una docena de años es una consecuencia de lo que fue mal hecho. Me dijo: “En términos ambientales y de desigualdad, esta es una época muy amenazadora”.
–¿Y aquí, qué pasa? ¿Seguimos con las brumas amenazadoras de las que Hierro habló hace 32 años?
–Nosotros ahora estamos en una situación muy difícil, pero hemos avanzado muchísimo, y no reconocer esos avances es una especie de nihilismo que además no me creo… No creo en el nihilismo, lo que sí me creo es que si se desprecia lo bueno que se tiene, esto se puede perder, y después queda esa cosa tan triste que es la nostalgia de lo perdido que no se puede defender.
Vivimos después de que se rompiera todo lo que parecía sólido. En tiempos de Hierro salíamos del epicentro de lo que pudo haber sido una hecatombe. Luego vino la Transición, una esperanza. “Cuando la gente dice que hay que acabar con la Transición, yo me pregunto si hay que acabar también con la asistencia sanitaria universal, con la igualdad entre hombres y mujeres, con todas las cosas que han sucedido en este tiempo”. Ahora hay que saber “qué podemos salvar y de qué tenemos que desprendernos”. Ante el Príncipe quizá le oigamos hablar de cómo se puede hacer sólida la esperanza que quede.
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