Me senté a esperar en el banco del andén. Cuando el tren llegó la estación estaba abierta, pero ahora ya la habían cerrado. Una mujer sentada en la otra punta del banco sujetaba entre las rodillas una bolsa de malla llena de paquetes envueltos en papel pringado de grasa. Carne, carne cruda. Se olía de lejos.
Al otro lado de las vías esperaba el tren, vacío.
No aparecieron más pasajeros, y al cabo de un rato el jefe de estación sacó la cabeza y gritó: «Sanatorio». Al principio no le entendí bien, pensé que llamaba a alguien, porque otro hombre con uniforme salió por el lado opuesto del edificio. Cruzó las vías y se montó en el vagón. La mujer que llevaba los paquetes se levantó y lo siguió, así que hice lo mismo. Se oyeron unos gritos al otro lado de la calle en el momento en que se abrían las puertas de una edificación chata con tejas de madera oscura, y varios hombres salieron en tropel, encasquetándose las gorras mientras las fiambreras metálicas del almuerzo les chocaban contra el muslo. Por el jaleo que armaban cabía imaginar que el tranvía saliera en cualquier momento, dejándolos allí. Sin embargo, cuando se acomodaron en el vagón el tren siguió inmóvil mientras contaban cuántos eran y le decían al conductor que aún no podía irse, que faltaba alguien. Entonces uno se acordó de que el compañero al que esperaban tenía el día libre. El tranvía se puso en marcha, aunque no quedó claro si el conductor había prestado atención a lo que le decían, o siquiera le importaba.
Todos los hombres bajaron en un aserradero en medio del bosque, un trayecto que no le habría llevado más de diez minutos a pie, y poco después el lago apareció ante nuestros ojos, cubierto de nieve. Enfrente, un edificio blanco apaisado de madera. La mujer puso en orden los paquetes de la carne y se levantó, y yo la seguí. El maquinista volvió a gritar «Sanatorio» y se abrieron las puertas. Un par de mujeres esperaban para subir. Saludaron a la mujer de la carne y ella comentó que hacía un día crudo.
Todos me evitaron con la mirada cuando me apeé detrás de la mujer de la carne.
Por lo visto no había que esperar a nadie en aquella última parada, porque las puertas se cerraron de golpe y el tren empezó a retroceder.
Entonces se hizo el silencio, el aire parecía de hielo. Abedules de aspecto quebradizo con marcas negras en la corteza blanca, y unos arbustos silvestres de hoja perenne encogidos como osos adormilados. El borde del lago no era liso, el hielo formaba pequeñas crestas irregulares, como si las olas se hubieran congelado en el instante de romper en la orilla. Y a lo lejos el edificio, con premeditadas hileras de ventanas y porches acristalados a ambos extremos. Todo austero y nórdico, un paisaje en blanco y negro bajo la alta cúpula de nubes.
De cerca, la corteza de abedul no era negra, después de todo. Ocre ceniciento, azul ceniciento, gris ceniza.
La quietud y la inmensidad de un hechizo.
—¿Adónde vas? —me dijo la mujer de la carne—. Las horas de visita acaban a las tres.
—No estoy de visita —le dije—. Soy la maestra.
—Bueno, aun así no te dejarán entrar por la puerta principal —dijo la mujer, con cierta satisfacción—. Mejor ven conmigo. ¿No traes maleta?
—El jefe de estación me ha dicho que me la acercaría luego.
—Por cómo estabas ahí plantada, parecía que te habías perdido.
Le dije que me había detenido porque era precioso.
—Habrá quien lo crea. A menos que estén muy enfermos o muy ocupados.
No dijimos nada más hasta que entramos en la cocina, en uno de los extremos del edificio. Ya empezaba a necesitar guarecerme bajo un techo. Ni siquiera me dio tiempo a echar un vistazo alrededor, porque me hicieron prestar atención a las botas.
—Vale más que te las quites, antes de dejar el suelo lleno de pisadas.
Sin una silla donde sentarme, me las saqué como pude y las coloqué en la estera donde la mujer había dejado las suyas.
—Cógelas y llévatelas de aquí, que no sé dónde van a ponerte. Vale más que no te quites el abrigo, porque en el guardarropa no hay calefacción.
Ni calefacción, ni más luz que la que entraba por un ventanuco alto que no dejaba ver el exterior. Era como cuando en la escuela nos castigaban y nos mandaban al guardarropa. El mismo olor a los abrigos que nunca se acababan de secar, a botas que se calaban y empapaban los calcetines manchados, los pies sucios.
Me encaramé en un banco, pero ni así pude ver nada por la ventana. En una repisa, entre gorras y bufandas desperdigadas, encontré una bolsa de higos y dátiles secos. Alguien los habría robado y los habría metido allí para llevárselos a casa. Me entró un hambre repentina. No había comido nada desde la mañana, aparte de un bocadillo reseco de queso en el Ontario Northland. Pensé si era ético robarle a un ladrón. De todos modos los higos se me quedarían pegados en los dientes y me delatarían.
Bajé justo a tiempo. Alguien entraba en el guardarropa. No era ninguno de los empleados
de la cocina, sino una colegiala con un grueso abrigo de invierno y el pelo envuelto en una bufanda. Llegó como un vendaval: tiró unos libros sobre el banco de madera con tal impulso que se desparramaron por el suelo, se arrancó la bufanda dejando al descubierto una mata de pelo y, con el mismo impulso se quitó las botas a patadas y las mandó a la otra punta del guardarropa. Por lo visto no la habían interceptado en la puerta de la cocina para que se las quitara.
—Uy, no quería darte —se disculpó la chica—. Cuando entras de fuera está tan oscuro que no sabes ni dónde pisas. ¿No te estás helando? ¿Has venido a pedir trabajo?
—Estoy esperando a que me reciba el doctor Fox.
—Ah, entonces no tendrás que esperar mucho, he venido con él en coche desde el pueblo. No estarás enferma, ¿verdad? P orque no visita aquí, hay que ir al pueblo.
—Soy la maestra.
—¿Ah, sí? ¿Eres de Toronto?
—Sí.
Se hizo un silencio, quizá de respeto.
O no. Más bien le daba un repaso a mi abrigo.
—Qué bonito. ¿El cuello es de pieles?
—Astracán persa. Bueno, en realidad es de imitación.
—Pues a mí me daba el pego. No sé para qué te han metido aquí, se te congelará el culo. Uy, perdón. Si quieres ver al doctor, puedo acompañarte. Sé dónde está todo, vivo aquí prácticamente desde que nací. Mi madre lleva la cocina. Me llamo Mary, ¿y tú?
—Vivi. Vivien.
—Si eres maestra, debería ser señorita algo, ¿no? ¿Señorita qué?
—Señorita Hyde.
—¿No serás la doctora Jekyll? —saltó Mary—. Perdón, se me acaba de ocurrir. Me gustaría que fueras mi maestra, pero tengo que ir al colegio del pueblo. Las normas son así de estúpidas. Como no tengo tuberculosis...
Mientras hablaba me condujo por la puerta del fondo del guardarropa, que daba a un pasillo corriente de hospital. Linóleo encerado. Pintura verde mate, un olor antiséptico.
—Ahora que estás aquí a lo mejor conseguiré que Reddy me cambie.
—¿Quién es Reddy?
—Reddy Fox. Un personaje de un libro para niños. Anabel y yo empezamos a llamar así al doctor, porque es pelirrojo como el zorro del cuento.
—¿Quién es Anabel?
—Nadie. Está muerta.
—Vaya, lo siento.
—No es culpa tuya. Por aquí suele pasar. Este año he empezado el bachillerato. Anabel no llegó a ir a la escuela. Cuando hacía primaria, Reddy convenció a la maestra del pueblo de que me dejara pasar mucho tiempo en casa, para hacerle compañía a Anabel.
Se detuvo frente a una puerta entreabierta y silbó.
—Eh. He traído a la maestra.
Contestó un hombre.
—De acuerdo, Mary. Has cumplido por hoy.
—Vale. Oído.
Se apartó de un salto y me dejó cara a cara frente a un hombre enjuto de mediana altura, con el pelo muy corto de un tono rojizo claro que brillaba a la luz artificial del pasillo.
—Ya ha conocido a Mary —dijo—. Tiene mucha labia. No está en su clase, así que no tendrá que soportarla a diario. Con ella no hay medias tintas: o la adoras, o no la soportas.
A primera vista me pareció que sería entre diez y quince años mayor que yo, y al principio me habló como lo haría un hombre de más edad. Un jefe que trata de calar a su futura empleada. Me preguntó por mi viaje, y si alguien se había ocupado de mi maleta. Quería saber qué me parecía la idea de vivir allí arriba, en los bosques, viniendo de Toronto, si no me aburriría.
De ninguna manera, le dije, y añadí que aquello me parecía precioso.
—Es como... es como estar en una novela rusa.
Me miró con atención por primera vez.
—¿De veras? ¿Y en qué novela rusa?
Tenía unos ojos vivarachos, de un gris claro, azulados. Enarcaba una ceja, que parecía la visera de una gorra.
No es que no conociera novelas rusas. Había leído algunas de cabo a rabo, y otras las había dejado a medias. Sin embargo, al ver su ceja enarcada, la expresión divertida pero provocadora de su cara, solo logré recordar Guerra y paz. No quería decirlo, porque era el título que cualquiera recordaría.
—Guerra y paz.
—Bueno, me parece que aquí solo tenemos la paz. Aunque supongo que si fuera buscando la guerra se habría enrolado en uno de esos escuadrones de mujeres y estaría al otro lado del charco.
Me enfadé y me sentí humillada, porque mi intención no había sido lucirme. O no solamente. Había querido expresar el efecto maravilloso que me había provocado aquel paisaje.
Evidentemente era de esas personas que tendían trampas con las preguntas.
—Supongo que esperaba ver llegar a una maestra mayor salida de a saber qué rincón perdido —dijo, con un leve tono de disculpa—. Como si todo el mundo con una edad y unos méritos razonables tuviera que estar atrapado por el sistema en estos tiempos. No estudió magisterio, ¿verdad? Dígame, ¿qué pensaba hacer después de licenciarse en letras?
—Trabajar en mi doctorado —dije escuetamente.
—Entonces, ¿qué le hizo cambiar de idea?
—Pensé que era hora de ganar un poco de dinero.
—Una idea sensata. Aunque me temo que aquí no ganará mucho. Perdone la indiscreción, solo quería asegurarme de que no va a salir corriendo y dejarnos en la estacada. ¿No tiene planes de matrimonio?
—No.
—De acuerdo. De acuerdo. No la pondré en más aprietos. No la habré desalentado, ¿verdad?
La pregunta me había hecho desviar la mirada.
—No.
—Vaya al vestíbulo, al despacho de la enfermera jefe, y ella le dirá todo lo que precisa saber. Usted comerá con las enfermeras. Le asignarán un cuarto. Trate de no resfriarse, eso sí. Supongo que no tiene experiencia con la tuberculosis.
—Bueno, he leído...
—Ya, ya sé. Ha leído La montaña mágica. —Saltó otra trampa, que pareció infundirle nuevas energías—. Quiero creer que las cosas han avanzado un poco desde entonces. Tome, he escrito algunas cosas sobre los chavales de aquí y lo que me parecía que puede hacer con ellos. A veces prefiero expresarme por escrito. La enfermera jefe la pondrá al corriente.
Aún no llevaba allí una semana y todos los acontecimientos del primer día parecían únicos e improbables. No había vuelto a pisar la cocina, ni el guardarropa contiguo donde los empleados dejaban la ropa y escondían sus hurtos, y quizá no volviera a pisarlos. También el despacho del doctor estaba fuera de los límites, dado que para cualquier pregunta, queja y reajuste del día a día había que acudir al despacho de la enfermera jefe. Era una mujer bajita y recia, de cara sonrosada, con gafas de montura al aire y un característico resuello. Parecía que todo lo que se le dijera la dejara perpleja y supusiera un problema, pero se hacía cargo o lo proveía. A veces comía en el comedor con las enfermeras, donde se le servía un banquete especial, y aguaba la fiesta. Por lo general se quedaba en sus dependencias.
Además de ella eran tres las enfermeras tituladas, con ninguna de las cuales me llevaba menos de treinta años. Habían renunciado a la jubilación para cumplir con su deber en tiempos de guerra. Luego estaban las auxiliares de enfermería, que eran de mi edad o incluso más jóvenes, en su mayoría casadas o comprometidas, o con vistas a estarlo, por lo general con hombres que servían en el ejército. En ausencia de las enfermeras y la matrona, hablaban sin parar. A mí no me hacían ni caso. No querían saber cómo era Toronto, aunque quizá algún conocido hubiera ido allí de luna de miel, y tampoco les importaba cómo me iban las clases o lo que hacía antes de empezar a trabajar en el sanatorio. No es que fueran groseras: me pasaban la mantequilla (lo llamaban mantequilla, pero en realidad era una margarina a la que se le añadía un colorante naranja que venía aparte y cada cual mezclaba en su cocina, pues era lo único que permitían las leyes en aquellos tiempos) y me advirtieron de que no comiera el pastel de carne, porque según los rumores era de marmota. Solo descartaban todo lo que pasara en otros lugares, o en otras épocas, o que tuviera que ver con desconocidos. Era una lata y un fastidio. A la menor oportunidad quitaban las noticias de la radio e intentaban poner música.
«Dance with a dolly with a hole in her stockin...»
Ni a las enfermeras ni a las auxiliares les gustaba la CBC, la emisora que desde pequeña había creído que llevaba la cultura al interior del país. Aun así, al doctor Fox le tenían un respeto reverencial, porque había leído muchos libros.
También decían que no había nadie como él para echar un rapapolvo cuando le venía en gana.
No pude dilucidar si creían que había una relación entre leer muchos libros y echar un rapapolvo.
Enfoques pedagógicos habituales fuera de lugar aquí. Algunos de estos niños se reincorporarán al mundo o sistema, y otros no.
Mejor no excederse con la presión. O sea: hacer exámenes, memorizar, categorizar no tiene sentido.
Omitir directamente los conocimientos de comercio mercantil de la primaria. Quienes lo necesiten se pondrán al día más adelante, o se las apañarán. Más bien incidir en técnicas simples, exposición de hechos y demás elementos necesarios para entender el mundo.
¿Qué hay de los llamados «niños superiores»? Desagradable término. Si son inteligentes desde un cuestionable punto de vista académico, no tendrán dificultad para ponerse al día.
Olvide los ríos de Sudamérica, al igual que la Carta Magna.
Mejor dibujar, música, cuentos.
Juegos sí, pero cuidado con sobreexcitarse o con un exceso de rivalidad.
El reto es mantenerse entre el estímulo y el aburrimiento. El aburrimiento es la condena de la hospitalización.
Si la enfermera jefe no puede suministrarle lo que necesita a veces, el conserje lo tendrá escondido en alguna parte.
Bon voyage.
El número de niños que acudían a clase variaba. Podían ser quince, o menos de media docena. Solo mañanas, de nueve a doce, descansos incluidos, si no les subía la fiebre o tenían que hacerles alguna prueba. Aunque eran críos tranquilos y de trato fácil, no mostraban especial interés en nada. Enseguida se habían dado cuenta de que aquella era una escuela de mentirijillas, donde no se les exigía aprender nada, del mismo modo que no tenían horarios ni había que memorizar las cosas. Esa libertad no les subía los humos, no los aburría hasta ningún extremo preocupante, tan solo los volvía dóciles y lánguidos. Cantaban cánones sin subir la voz. Jugaban al tres en raya. Había una sombra de derrota sobre el aula improvisada.
Decidí seguir las palabras del doctor al pie de la letra. O al menos en parte, como con aquello de que el aburrimiento era el enemigo.
En el cuchitril del conserje había visto una bola del mundo. Pedí que me la trajeran. Empecé con geografía elemental. Los océanos los continentes, los climas. ¿Y por qué no los vientos y las corrientes marinas? ¿Los países y las ciudades? ¿O el trópico de Cáncer y el trópico de Capricornio? ¿Por qué no, después de todo, los ríos de Sudamérica?
A pesar de que algunos niños habían aprendido antes esas cosas, las tenían prácticamente olvidadas. El mundo caía abruptamente más allá del lago y los bosques. Pensé que los animaría reencontrarse con las cosas que sabían, como viejos conocidos. No les eché encima todo de golpe, por supuesto, y procuré ir despacio con los que nunca habían aprendido esas cosas por haber caído enfermos demasiado pronto.
Planteado como un juego, funcionaba. Los dividía en equipos, les pedía que contestaran cuando yo señalaba aquí o allá con el puntero. Vigilaba que la emoción no durara más de la cuenta. Sin embargo, un día que el doctor entró, justo después de la cirugía de la mañana, me sorprendió con las manos en la masa. Como no podía zanjar el juego de golpe, dejé que decayera por sí solo. El doctor se sentó, con cansancio visible y aire retraído. No hizo ninguna objeción. Al cabo de unos momentos se sumó al juego, pero empezó a dar respuestas disparatadas, no solo equivocando los nombres, sino inventándoselos. De pronto su voz empezó a apagarse poco a poco. Cada vez era menos audible, primero un murmullo, y al final un susurro, hasta que dejó de oírse. Así, a través del absurdo, acabó conquistando la clase. Todo el mundo empezó a articular palabras mudas, imitándolo. Todos los ojos estaban fijos en sus labios.
De repente dejó escapar un gruñido grave que los hizo romper en carcajadas.
—¿Por qué diantre me miráis así? ¿Eso es lo que os enseña la maestra? ¿A quedaros embobados mirando a la pobre gente que no molesta a nadie?
La mayoría rieron, pero algunos niños ni por esas dejaron de mirarlo. Esperaban con avidez nuevas payasadas.
—Venga. Id a portaros mal a otra parte. Luego se disculpó conmigo por interrumpir la clase. Comencé a explicarle mis razones para tratar de hacer algo más parecido al colegio de verdad.
—Pero estoy de acuerdo con usted en cuanto a la presión —dije con vehemencia—. Estoy de acuerdo con lo que decía en sus instrucciones. Solo pensé que...
—Qué instrucciones? Ah, solo eran algunas ideas que se me pasaban por la cabeza. No pretendía que se las tomara como las tablas de la ley.
—Quiero decir que, mientras la enfermedad lo permita...
—Estoy seguro de que tiene razón, no creo que importe mucho.
—Los notaba un poco apáticos.
—No hay ninguna necesidad de hacer un mundo —dijo haciendo ademán de irse. — Entonces se volvió y, con escaso convencimiento, como si se disculpara añadió—: Podemos hablarlo en otro momento.
Ese momento, pensé, no llegará nunca. Era obvio que, además de tonta, me tomaba por una latosa.
A la hora del almuerzo supe por las auxiliares que aquella mañana alguien no había salido con vida de una operación. Al ver que mi enojo no estaba justificado, me sentí aún más tonta.
Todas las tardes eran libres. Mis alumnos bajaban a dormir largas siestas, y a mí a veces me apetecía hacer lo mismo. En mi habitación me helaba: todo el edificio parecía igual de frío, mucho más que el apartamento de Avenue Road de mis abuelos, y eso que ellos ponían los radiadores al mínimo por patriotismo. Las mantas del sanatorio eran finas, y me extrañaba que no hubiera algo de más abrigo para los enfermos de tuberculosis.
Claro que yo no estaba enferma. Puede que se escatimaran recursos con la gente sana.
A pesar de la modorra, no conseguía dormirme. Arriba se oía el traqueteo de camas hasta los porches descubiertos, donde exponían a los pacientes al frío gélido de la tarde.
El edificio, los árboles, el lago, nunca volverían a ser los mismos del primer día, cuando me cautivaron con su misterio y autoridad. Aquel primer día me había sentido invisible. Ahora costaba creer que fuera cierto.
Ahí está la maestra. ¿Qué hace? Está mirando el lago.
¿Por qué?
No tiene nada mejor que hacer. Hay gente con suerte.
De vez en cuando me saltaba el almuerzo, aunque contara como parte del sueldo. Iba a Amundsen y comía en una cafetería. El café era sucedáneo de achicoria y malta, y el mejor bocadillo era el de salmón en lata, cuando lo había. La ensalada de pollo había que revisarla bien, para quitar los pedacitos de piel y cartílago. A pesar de todo, allí me sentía más cómoda, pensando que nadie me conocía.
Aunque quizá en eso me equivocaba.
Como la cafetería no disponía de lavabo de señoras, había que ir al hotel de al lado y cruzar la puerta de la cervecería, un antro bullicioso del que salía un olor a cerveza y bourbons y una vaharada de humo de cigarrillos y puros capaz de tumbarte de un golpe.
Y a pesar de todo no me incomodaba entrar allí. Los leñadores, los hombres del aserradero, jamás te aullarían como hacían los soldados y los aviadores en Toronto. Era un mundo de hombres, que hablaban de sus asuntos con voces roncas, que no iban allí en busca de mujeres. Más bien a librarse de su compañía, por un rato o para siempre.
El doctor tenía una consulta en la calle principal. Era un local pequeño de una sola planta, así que debía de vivir en otra parte. Por las auxiliares sabía que no estaba casado. En la única calle lateral creí identificar la que probablemente fuera su casa: una vivienda de fachada estucada con una ventana en la buhardilla, encima de la puerta de entrada, con la repisa llena de libros apilados. A pesar de cierto aire sombrío, se advertía pulcritud, una comodidad mínima pero precisa, a la medida de un hombre que vive solo y que lleva una vida ordenada.
Al final de aquella única calle residencial estaba el colegio, un edificio de dos plantas. Abajo, los alumnos de primaria, y arriba, los de secundaria. Una tarde vi de refilón a Mary, enfrascada en una guerra de bolas de nieve. Al parecer eran chicas contra chicos.
—¡Eh, profe! —gritó Mary al verme, y lanzó al tuntún las bolas que acaparaba entre las manos antes de cruzar la calle brincando—. ¡Hasta mañana! —les anunció a los otros chavales sin volverse del todo, como advirtiéndoles que no la persiguieran—. ¿Vas para casa? —me preguntó—. Yo también. Antes volvía con Reddy en coche, pero últimamente acaba muy tarde. ¿Qué haces, vas en tranvía?
Le dije que sí.
—Ah, pues si quieres te enseño el otro camino, y así te ahorras el dinero —me propuso—. El camino del bosque.
Me llevó por un sendero estrecho pero transitable, que bordeaba el pueblo y atravesaba el bosque, pasando por el aserradero.
—Reddy va siempre por aquí —dijo—. Es un poco empinado, pero para ir al sanatorio se acorta camino.
Pasamos el aserradero, y más abajo había unos rebajes feos en medio del bosque con unas cuantas barracas que, a juzgar por la leña amontonada y los cordeles de tender la ropa y el humo de las chimeneas, debían de estar habitadas. De una de las casuchas salió corriendo un gran perro lobo que empezó a ladrar y gruñir con fiereza.
—Cierra ese hocico —le chilló Mary. Y en un visto y no visto le lanzó una bola de nieve entre los ojos. El perro empezó a dar vueltas a nuestro alrededor, y Mary preparó otra bola, que lo alcanzó en el lomo. Salió gritando una mujer con delantal.
—¡Por poco lo matas!
—Pues vaya una pena —dijo Mary.
—¡Como te coja mi marido...!
—Estaría bueno. Si ese viejo tuyo no atina ni en el cagadero.
El perro nos siguió a cierta distancia, con algunas amenazas no del todo sinceras.
—No te preocupes, puedo encargarme de cualquier perro —dijo Mary—. Hasta podría encargarme de un oso, si nos lo encontráramos.
—Pero ¿los osos no hibernan en esta época del año?
El perro me había dado un buen susto, aunque me hacía la despreocupada.
—Ya, pero nunca se sabe. Una vez uno salió antes de tiempo y anduvo rondando por los cubos de basura del sanatorio. Mi madre se lo encontró de frente al darse media vuelta. Reddy sacó la escopeta y lo mató.
—Antes Reddy nos llevaba a Anabel y a mí en trineo, y a veces también a otros niños, y tenía un silbido especial para espantar a los osos. Era un sonido demasiado agudo para el oído humano.
—¿De veras? ¿Tú viste el silbato?
—No, no era un silbato. Era un silbido que hacía con la boca.
Pensé en la actuación del doctor Fox en la clase.
—No sé, igual solo lo decía para que Anabel no tuviera miedo. Como ella no podía montar a caballo, Reddy tiraba de ella en un trineo. Yo me ponía detrás y a veces me montaba, y Reddy decía, no sé qué pasa con este trasto, que pesa una tonelada. Entonces se daba la vuelta muy rápido, pero nunca me pillaba. Y le preguntaba a Anabel, cómo pesas tanto, qué has desayunado, chica, pero ella nunca se chivó. Si iban otros niños no me subía, solo me gustaba cuando estábamos Anabel y yo. Ella era mi mejor amiga, nunca tendré otra igual.
—¿Y esas chicas de la escuela? ¿No son tus amigas?
—Voy con ellas porque no hay nadie más. Para mí no significan nada.
«Anabel y yo cumplíamos años el mismo mes. En junio. Cuando cumplimos once años Reddy nos llevó en barca por el lago. Nos enseñó a nadar. Bueno, a mí. A Anabel siempre había que aguantarla, no podía aprender de verdad. Un día Reddy se alejó nadando y le llenamos los zapatos de arena. Y luego, cuando cumplimos doce, no pudimos ir a ningún sitio así, pero nos llevó a su casa y merendamos pastel. Ella ni lo probó, así que con Reddy fuimos tirando pedacitos por la ventanilla del coche para dar de comer a las gaviotas. Graznaban como locas y se peleaban. Nos moríamos de la risa, y Reddy tuvo que parar y agarrar a Anabel para que no le diera una hemorragia».
«Y después —dijo—, después ya no me dejaron verla más. A mi madre nunca le gustó que me juntara con niños con tuberculosis, pero Reddy la había convencido diciéndole que se encargaría de que dejara de verla llegado el momento. Y cuando lo hizo me puse hecha una furia, aunque de todos modos con Anabel ya no me podía divertir, estaba demasiado enferma. Te enseñaré su tumba. Todavía no hay lápida ni nada. Cuando Reddy tenga un poco de tiempo haremos algo. Si hubiéramos seguido el camino, en lugar de bajar por aquí, habríamos llegado al cementerio donde está enterrada. Ahí solo ponen a los muertos que nadie reclama para llevárselos a casa».
Volvíamos a caminar sobre terreno llano, nos acercábamos al sanatorio.
—Ah —dijo—, casi me olvido. —Sacó un puñado de boletos—. El día de San Valentín representamos una obra en el colegio. Se titula Pinafore. Tengo todas estas entradas para vender, y a lo mejor quieres comprarme la primera. Yo salgo cantando.
Acerté al adivinar la casa de Amundsen donde vivía el doctor. Me llevó allí a cenar. Me pareció que se le ocurrió de improviso invitarme, un día al cruzarnos por el pasillo. Quizá se sentía obligado al recordar que había sugerido reunimos alguna vez para comentar cuestiones didácticas.
Me propuso quedar la misma noche que se representaba Pinafore, y yo ya me había comprado la entrada.
—Bueno, yotambién —me contestó cuando se lo dije—. Eso no significa que haya que ir.
—Me siento un poco comprometida con Mary.
—Bueno, así ya podrá no sentirse en compromiso. La obra será espantosa, créame.
Aunque no pude ver a Mary, para avisarla, hice lo que el doctor Fox me dijo. Me quedé esperándolo donde me pidió, en el porche de la puerta principal. Llevaba mi mejor vestido, de crespón verde oscuro con botoncitos de perla y cuello de encaje auténtico, y había conseguido embutir los zapatos de ante con tacón alto en las botas para la nieve. Esperé más allá de la hora convenida; al principio me inquietaba que la enfermera jefe me viera allí plantada al salir de su despacho, y luego que el doctor hubiera olvidado la cita.
Al final llegó, todavía abrochándose el abrigo, y se disculpó.
—Siempre aparece algún cabo suelto a última hora —dijo mientras rodeábamos el edificio hasta su coche, bajo las estrellas—. ¿Puede caminar bien? —Cuando le dije que sí aunque me preocupaban los zapatos de ante, no se ofreció a darme el brazo.
Tenía un coche viejo y destartalado, como la mayoría en aquellos tiempos. Sin calefacción. Cuando dijo que íbamos a su casa, me tranquilicé. No veía cómo nos las arreglaríamos entre el gentío del hotel, y esperaba no tener que pasar con los bocadillos de la cafetería.
Al entrar me dijo que no me quitara el abrigo hasta que se caldeara un poco el ambiente. Prendió la estufa de leña sin pérdida de tiempo.
—Seré su portero, su cocinero y su sirviente —dijo—. Enseguida se estará a gusto aquí dentro, y la comida no me llevará mucho tiempo. No hace falta que me ayude, prefiero cocinar solo. ¿Dónde quiere esperar? Puede ir a la sala de estar y echar un vistazo a los libros. Supongo que con el abrigo puesto será soportable. La casa se calienta con estufas de leña, y solo enciendo las de los cuartos que se van a usar. El interruptor está detrás de la puerta. ¿No le importa que ponga las noticias? Es una costumbre que tengo.
Fui a la sala de estar, con la impresión de acatar una orden. Al ver que dejaba abierta la puerta de la cocina, el doctor la cerró.
—Solo hasta que aquí dentro se caliente un poco —dijo, antes de concentrarse en las noticias de aquel último año de la guerra, que el locutor de la CBC daba con un dramatismo lúgubre, casi litúrgico.
Habría preferido quedarme en la cocina, porque no había oído aquella voz desde que me fui de casa de mis abuelos, pero había un sinfín de libros en los que perder la mirada. No solo en las estanterías, sino también apilados en las mesas, las sillas, las repisas de las ventanas e incluso en el suelo. Tras echar una ojeada, llegué a la conclusión de que debía de comprar los libros por lotes, y que lo más probable es que estuviera suscrito a varios círculos de lectores. Los Clásicos de Harvard. Los tratados de historia de Will y Ariel Durant. Las mismas colecciones de las estanterías de mi abuelo. A primera vista no abundaban tanto la novela y la poesía, aunque descubrí varios clásicos infantiles sorprendentes.
Libros sobre la guerra de Secesión, la guerra de Sudáfrica, las guerras napoleónicas, las guerras del Peloponeso, las campañas de Julio César. Exploraciones de la Amazonia y el Ártico, Shackleton atrapado en el hielo, El funesto destino de Franklin, La partida de Donner, Las tribus perdidas, Ciudades enterradas del África Central, Newton y la alquimia, Secretos del Hindú Kush. Libros que hablaban de alguien ávido de conocimiento, por acaparar grandes masas dispersas del saber. Quizá no muy firme y exigente en sus gustos.
Así que cuando me preguntó «¿Qué novela rusa?» tal vez no se apoyara en una plataforma tan sólida como imaginé.
Cuando me avisó de que la cena estaba lista, abrí la puerta armada de un escepticismo recién descubierto.
—¿Con quién coincide, con Naphta o con Settembrini? —le pregunté.
—¿Perdón?
— En La montaña mágica. ¿A quién prefiere, a Naphta o a Settembrini?
—Si le soy sincero, los dos me han parecido siempre un par de charlatanes. ¿Y usted?
—Settembrini me parece más humano, pero Naphta es más interesante.
—¿Eso fue lo que le dijeron en la escuela?
—No lo leí en la escuela —dije con frialdad.
Me miró de reojo, enarcando la ceja.
—Disculpe. Si hay algo aquí que le interesa, tómese la libertad. Tómese la libertad de venir aquí en su tiempo libre. Podría dejarle preparada una estufa eléctrica, pues supongo que no tiene experiencia con las estufas de leña. Pensémoslo, ¿de acuerdo? Buscaré una llave de sobras que tengo por ahí.
—Gracias.
De cena, costillas de cerdo con puré de patatas y guisantes de lata. De postre había una tarta de manzana de la pastelería, que hubiera ganado con un golpe de horno.
Quiso que le hablara de la vida en Toronto, la universidad, mis abuelos. Imaginaba que me habían criado en la senda de la virtud, ¿verdad?
—Mi abuelo es un párroco protestante liberal, al estilo de Paul Tillich.
—¿Y usted? ¿La nietecita liberal?
—No.
—Touché. ¿Le parezco grosero?
—Depende. Si me lo pregunta como empleada, no.
—Entonces continuaré. ¿Tiene novio?
—Sí.
—En las fuerzas armadas, supongo.
En la Marina, dije. Me pareció acertado porque así se explicaría que nunca supiera dónde estaba ni recibiera cartas con regularidad. Sería comprensible que no volviera de permiso.
El doctor se levantó y fue a por el té.
—¿En qué clase de embarcación está?
—Una corbeta. —Otro acierto. Al cabo de un tiempo podría decir que había muerto, porque las corbetas solían acabar torpedeadas.
—Un muchacho valiente. ¿Leche o azúcar en el té?
—Nada, gracias.
—Estupendo, porque no tengo ni una cosa ni la otra. ¿Sabe que cuando miente se le nota? Se pone colorada.
Si no lo había hecho ya, me sonrojé entonces. Sentí que el calor me subía desde los pies y el sudor me resbalaba por las axilas. Ojalá no estropeara el vestido.
—Siempre me pongo colorada cuando tomo té.
—Ah, ya veo.
Las cosas no podían ir a peor, así que decidí plantarle cara. Volví las tornas y empecé a interrogarlo sobre sus operaciones.
¿Extirpaba los pulmones, tal como había oído decir?
Si hubiera seguido con las burlas o dándose ínfulas —tal vez ese era el ridículo concepto que tenía de la seducción— creo que me habría puesto el abrigo y me habría lanzado a la intemperie. Quizá se dio cuenta. Empezó a hablar de la toracoplastia, y explicó que para el paciente no era una cirugía fácil, no se quita así como así un pulmón que falla. Curiosamente, ya Hipócrates conocía la técnica, aunque hacía poco tiempo que se había extendido la práctica de extirpar el lóbulo.
—P ero ¿no pierde a algunos pacientes? —dije.
Debió de parecerle que era el momento de bromear de nuevo.
—Desde luego. Cuando salen corriendo y se esconden en el bosque, no sabemos dónde se meten... Saltan al lago... Ah, ¿o se refiere a si mueren? A veces las cosas se tuercen. Sí.
Dijo que se avistaban grandes cambios en el horizonte. La cirugía que se practicaba hoy en día pronto quedaría tan obsoleta como las sangrías. Hay un nuevo fármaco en camino. Estreptomicina. Ya se ha usado en ensayos. Aún plantea problemas, naturalmente. Toxicidad en el sistema nervioso. P ero ya encontrarán la manera de lidiar con eso.
—Y entonces los matasanos como yo nos quedaremos sin trabajo.
Lavó él los platos, y yo sequé. Me anudó un paño de cocina a la cintura, para protegerme el vestido. Tras atar las dos puntas, me posó una mano en la parte superior de la espalda. Con los dedos separados ejerció una presión tan firme que casi pareció que examinara mi cuerpo con interés profesional. Al irme a la cama todavía notaba la presión de aquellos dedos, con una intensidad creciente desde el dedo meñique hasta el duro pulgar. Me gustó. Fue más importante que el beso que me dio en la frente, justo antes de salir de su coche. Un beso con los labios secos, breve y formal, impuesto con autoridad precipitada.
La llave de su casa apareció en el suelo de mi habitación; la había deslizado por debajo de la puerta en mi ausencia. Aunque de todos modos no iba a usarla. Si el ofrecimiento hubiera venido de cualquier otra persona, no habría dejado pasar la oportunidad. Y menos sabiendo que había una estufa. En cambio, la presencia de ese hombre nunca me haría sentir cómoda, ni antes ni después; siempre sería un placer tenso y enervante, más que gozoso. Me hacía temblar aun cuando no hiciera frío, y no creía que en su casa hubiera podido leer una sola palabra.
Creí que Mary me regañaría por haberme perdido su Pinafore. Pensé en decirle que no me encontraba bien, que me había resfriado, pero me acordé de que allí los resfriados eran un asunto serio, que requería mascarillas y desinfectante, que entrañaba el destierro. Y pronto entendí que de todos modos ocultar mi visita a la casa del médico sería una causa perdida. No era un secreto para nadie, hasta las enfermeras debían de saberlo, aunque no lo comentaran, bien por altivez y discreción, bien porque ya no les interesaban esos líos. En cambio las auxiliares quisieron sonsacarme.
—¿Qué, lo pasaste bien en la cena de la otra noche?
Hablaban con cordialidad, como si lo aprobaran. Daba la impresión de que mis peculiaridades de pronto sumaran fuerzas con las peculiaridades del doctor, que ya eran de sobra conocidas y se respetaban. Mejoró mi reputación. Por rara que fuera, parecía que al menos podía conseguir a un hombre.
Mary no apareció por allí en toda la semana.
«Hasta el sábado», acordamos justo antes de que me administrara el beso. Así que volví a esperarlo en el porche de la entrada, y esta vez no llegó tarde. Fuimos en coche hasta su casa y esperé en la sala de estar mientras él encendía el fuego. Reparé en la estufa eléctrica, cubierta de polvo.
—No aceptaste mi ofrecimiento —me dijo tuteándome—. ¿Creíste que no era sincero? Yo nunca hablo por hablar.
Le dije que no había querido ir al pueblo por miedo a encontrarme con Mary.
—Por no haber ido al concierto.
—A ver si vas a vivir tu vida en función de Mary —me reprochó.
El menú fue muy parecido al anterior. Chuletas de cerdo, puré de patatas, maíz en lugar de guisantes. Esta vez me dejó ayudarlo en la cocina, incluso me pidió que pusiera la mesa.
—Y de paso sabrás dónde están las cosas. Todo sigue un orden lógico, creo.
Así pude verlo trabajar en los fogones. La facilidad con que se concentraba, la economía de sus movimientos, me provocaron una sucesión de chispazos y escalofríos.
Acabábamos de empezar a comer cuando llamaron a la puerta. En cuanto se descorrió el cerrojo, Mary irrumpió en la vivienda.
Dejó una caja de cartón en la mesa para quitarse el abrigo, bajo el que llevaba un traje rojo y amarillo.
—Feliz día de San Valentín, aunque con retraso —dijo—. Como no vinisteis al concierto, el concierto viene aquí. Y también traigo un regalo.
Su magnífico equilibrio le permitía aguantarse en un solo pie mientras se sacaba las botas a patadas, primero una, luego la otra. Las quitó de en medio y empezó a brincar alrededor de la mesa, cantando con su joven voz, lastimera y vigorosa a un tiempo.
I’m called Little Buttercup, Poor Little Buttercup,
Though I can never tell why.
But still I’m called Little Buttercup
Poor Little Buttercup, Dear Little Buttercup...
Antes de que empezara a cantar, el doctor se levantó y se metió en la cocina a rascar la sartén donde había preparado las chuletas de cerdo.
Cuando Mary acabó la canción aplaudí.
—Qué traje tan precioso —le dije.
Y lo era. Falda roja, enaguas de un amarillo vivo, delantal blanco de volantes, corpiño bordado.
—Me lo ha hecho mi madre.
—¿El bordado también?
—Claro. Se quedó despierta hasta las cuatro de la mañana para tenerlo listo el día de la obra.
Siguió dando vueltas y zancadas para lucir el vestido. Se oía el ruido de loza en la cocina. Volví a aplaudir. Ambas queríamos solo una cosa. Queríamos que el doctor volviera y dejara de ignorarnos. Que dijera, aunque a desgana, una palabra de cortesía.
—Y mira qué más traigo —dijo Mary, rasgando la caja—. Para un enamorado. —Eran galletas de San Valentín, en forma de corazón y cubiertas con un generoso baño rojo.
—Qué espléndido —dije, y Mary siguió con sus cabriolas.
I am the Captain of the Pinafore.
And a right good captain, too!
You're very, very good, and be it understood
I command a right good crew.
El doctor se volvió al fin y la chica lo saludó.
—De acuerdo —dijo él—. Ya basta. Ella no le hizo caso.
Then give three cheers and one cheer more
For the hardy captain of the Pinafore...
—He dicho que ya basta.
For the gallant captain of the Pinafore...
—Mary. Estamos cenando. Y nadie te ha invitado a venir. ¿Lo entiendes? No estás invitada.
Por fin la chica se calló, aunque apenas un momento.
—Vale, al cuerno contigo. No eres muy amable, que digamos.
—Y más vale que te dejes de tanta galleta. Mejor que ni las pruebes. Vas camino de ponerte tan rolliza como un cerdo.
Mary hinchó los mofletes como si fuera a echarse a llorar, pero se contuvo.
—Mira quién habla. El bizco —saltó.
—Basta ya.
—Es que es verdad.
El doctor cogió las botas del suelo y se las plantó delante.
—Póntelas.
Ella obedeció con los ojos llenos de lágrimas, moqueando. Sorbió con fuerza con la nariz. Aunque el doctor le acercó el abrigo, no la ayudó al ver que se retorcía para meter los brazos y encontrar los botones.
—Muy bien. Y ahora dime, ¿cómo has venido?
Ella se negó a responder.
—Andando, ¿no? ¿Dónde está tu madre?
—Tiene partida de euchre.
—Bueno, puedo llevarte a casa. Así no tendrás ocasión de tirarte por un terraplén de nieve y congelarte por pura autocompasión.
No dije nada. Mary no me miró ni una sola vez. Era un momento demasiado tenso para despedidas.
Cuando oí que el coche arrancaba, empecé a quitar la mesa. No habíamos llegado al postre, que otra vez era tarta de manzana. Quizá no conociera más tipos de tarta, o era la única que hacían en la panadería.
Me comí una de las galletas en forma de corazón, y el baño me pareció empalagoso. No tenía sabor a moras o a cereza, era solo azúcar con colorante rojo. Me comí otra, y otra.
Sabía que por lo menos tendría que haberle dicho adiós a Mary. Haberle dado las gracias. Aunque daba igual. Me dije que daba igual. La escena no iba dirigida a mí. O quizá solo muy de refilón.
Me sorprendía que él hubiera sido tan cruel. Y con alguien tan necesitado. Aunque en cierto modo lo había hecho por mí. Para disfrutar del rato que pasaba conmigo. La idea me halagó, y me avergoncé por ello. No sabía lo que le diría cuando volviera.
No quiso que dijera nada. Me llevó a la cama. ¿Era algo que estaba en las cartas desde el principio, o le sorprendió casi tanto como a mí? Mi virginidad cuando menos no pareció sorprenderlo, porque trajo una toalla, además del condón, y le puso empeño, toda la delicadeza que pudo. Mi pasión quizá sí fuera una sorpresa para ambos. La imaginación resultó ser, a fin de cuentas, una escuela tan buena como la experiencia.
—Tengo intención de casarme contigo —me dijo.
Antes de llevarme a casa tiró por la nieve todas las galletas, todos aquellos corazones rojos, para alimentar a los pájaros del invierno.
Así que quedó apalabrado. Nuestro repentino compromiso, aunque él recelara de la palabra, quedó apalabrado entre los dos. A mis abuelos no les diría nada. La boda se celebraría cuando se las arreglara para conseguir un par de días libres. Sería una boda monda y lironda, dijo. Me pidió que entendiera que la idea de una ceremonia en presencia de gente con una mentalidad tan pacata, y para colmo aguantar sus burlas y sonrisitas, era más de lo que estaba dispuesto a soportar.
Tampoco era partidario de los anillos de diamantes. Le dije que nunca había querido tener uno, y era cierto, porque nunca lo había pensado. Perfecto, ya sabía que no era de esas chicas preocupadas por convenciones estúpidas.
Sería mejor que no volviéramos a cenar juntos, no solo por las habladurías, sino por lo que costaba conseguir carne para dos con una sola cartilla de racionamiento. Mi cartilla no podía usarla, porque se la había entregado a la encargada de la cocina, la madre de Mary, en cuanto empecé a comer en el sanatorio.
Mejor no llamar la atención.
Claro que todo el mundo sospechaba algo. Las enfermeras mayores de pronto fueron cordiales conmigo, e incluso la jefa procuraba esbozar una sonrisa cuando me veía. Empecé a acicalarme modestamente, sin apenas proponérmelo. Solía quedarme absorta, en un gesto aterciopelado, con la mirada baja. La verdad es que no se me ocurrió que esas mujeres curtidas por la edad aguardaran a ver el giro de aquella relación íntima, y que no dudarían en poner el grito en el cielo si el doctor decidía abandonarme.
Fueron las auxiliares las que se pusieron de mi parte sin reservas, y bromeaban diciendo que veían campanas de boda en los posos del té.
El mes de marzo fue nefasto y ajetreado tras las puertas del hospital. Siempre era el peor mes, según las auxiliares. A la gente le daba por morirse, justo después de haber superado los embates del invierno. Cuando un niño no se presentaba en clase, no sabía si era porque había empeorado drásticamente o solo guardaba cama ante la sospecha de un resfriado. Me había hecho con una pizarra portátil y había escrito los nombres de todos los niños en los márgenes. Ahora ni siquiera tenía que borrar a los que iban a ausentarse una temporada. Otros niños lo hacían por mí, sin mencionar nada. Conocían el protocolo mejor que yo.
Aun así, el doctor encontró tiempo para hacer algunos preparativos. Me pasó una nota por debajo de la puerta avisándome de que lo tuviera todo listo para la primera semana de abril. A menos que hubiera una verdadera crisis, podría conseguir un par de días.
Vamos a Huntsville.
Ir a Huntsville: la clave de que nos casamos.
Ha empezado el día que sin duda recordaré toda la vida. Llevo mi vestido de crespón verde recién sacado de la tintorería y enrollado con esmero en mi pequeño bolso de viaje. Mi abuela me enseñó que el truco para que la ropa no se arrugue es enrollarla bien prieta en lugar de doblarla. Supongo que me tendré que cambiar en algún lavabo. Voy mirando las veras del camino por si hubiera alguna flor silvestre temprana con la que hacerme un ramo. ¿Me pondría objeciones a que llevara ramo? Aún es pronto para las caléndulas, de todos modos. Por la carretera serpenteante desierta no se ven más que píceas negras raquíticas, islotes de enebro invasor y tremedales. Y como una cuchillada corta la carretera un amasijo de esas rocas que ya me parecen familiares, hierro ensangrentado entre lajas de granito.
La radio del coche está encendida y suena una música triunfal, porque los Aliados se acercan cada vez más a Berlín. Alister, el doctor Fox, dice que se están retrasando para dejar que los rusos entren primero. Y que luego lo lamentarán.
Ahora que estamos lejos de Amundsen, me doy cuenta de que puedo llamarlo Alisten. Es el trayecto más largo que hemos hecho, me excitan su indiferencia viril, ahora que sé con qué rapidez puede darse un vuelco, y la despreocupación y la habilidad con que conduce. Aunque jamás se me ocurriría reconocerlo, me parece excitante que sea cirujano. Creo que ahora mismo podría ofrecerme a él en cualquier tremedal o agujero cenagoso, o dejar que me aplastara la columna vertebral contra cualquier roca a la vera del camino, si exigiera un encuentro vertical. Sé también que esos sentimientos debo reservarlos para mí.
Me concentro en el futuro. Espero que en Huntsville encontremos a un cura y que nos case en un salón modesto, aunque con una elegancia parecida al salón de mis abuelos y los salones que he conocido toda la vida. Recuerdo que la gente seguía acudiendo a mi abuelo con propósitos matrimoniales incluso después de que se retirara. Mi abuela se ponía un poco de colorete y sacaba la chaqueta azul marino de raso que guardaba para hacer de testigo en tales ocasiones.
Descubro, sin embargo, que hay otras maneras de casarse, y otra aversión de mi futuro esposo en la que no se me había ocurrido pensar. No quiere tener nada que ver con los curas. En el ayuntamiento de Huntsville rellenamos los formularios, donde se da fe de que ambos somos solteros, y concertamos cita para que nos case el juez de paz ese mismo día.
Hora de comer. Alister se para frente a un restaurante que podría ser un primo hermano de la cafetería de Amundsen.
—¿Te va bien aquí?
Al verme la cara cambia de opinión.
—¿No? —pregunta—. De acuerdo. Acabamos almorzando en el gélido comedor de una de las casas de comidas más refinadas que anuncian platos de pollo. Los platos están helados, no hay más comensales, ni música de fondo, solo el tintineo de nuestros cubiertos mientras tratamos de despiezar el pollo correoso. Seguro que piensa que nos hubiera ido mejor en el restaurante que sugería él.
A pesar de todo tengo el valor de preguntar por el lavabo de señoras, y allí, venciendo un aire aún más frío que el del comedor, sacudo mi vestido verde, me lo pongo, me retoco el pintalabios y me arreglo el pelo.
Cuando salgo, Alister se levanta para recibirme, sonríe al estrecharme la mano y dice que estoy preciosa.
Volvemos al coche caminando de la mano, entumecidos. Me abre la puerta, se monta por el otro lado y se acomoda para arrancar el coche. Aun así, no llega a darle al contacto.
El coche está aparcado delante de una ferretería. Se venden palas de quitar la nieve a mitad de precio. En el escaparate sigue colgado el cartel de que allí se afilan patines.
Al otro lado de la calle hay una casa de madera pintada de un amarillo aceitoso. Los escalones de la entrada no deben de ser seguros, porque dos tablones clavados en forma de equis impiden el paso.
El camión aparcado delante del coche de Alister es de un modelo de antes de la guerra, con un estribo y una franja de óxido en el guardabarros. Un hombre con peto de trabajo sale de la ferretería y se monta en el vehículo. El motor arranca quejumbroso y, tras varios traqueteos y saltos, el camión se aleja. Llega una camioneta de reparto con el nombre del establecimiento en letras impresas y aparca en el hueco libre. Al ver que le falta espacio, el conductor se baja y da unos golpecitos en la ventanilla de Alister. Alister se sorprende: si no hubiera estado tan enfrascado hablando, habría reparado en el problema. Baja la ventanilla y el hombre pregunta si hemos aparcado para comprar en la tienda. Si no, ¿podríamos mover el coche?
—Nos vamos —dice Alister, el hombre sentado a mi lado que iba a casarse conmigo pero ya no va a casarse—. Ya nos íbamos.
Ha hablado en plural. Por un instante me aferró a ese «nosotros» implícito, hasta que me doy cuenta de que es la última vez. La última vez que hablará de mí y de él en plural.
No es el «nosotros» lo que importa, no es eso lo que me revela la verdad. Es el tono de hombre a hombre con que se dirige al conductor del camión, la disculpa serena y razonable latente de su voz. En ese momento deseé volver a lo que estaba diciendo antes, cuando ni siquiera había reparado en la camioneta que quería aparcar. Aunque lo que decía era terrible, en la firmeza con que agarraba el volante, en la firmeza y en la vehemencia y en su voz había dolor. Más allá de lo que dijera o lo que quisiera expresar, en ese momento hablaba desde las mismas honduras que cuando estuvo en la cama conmigo. Después de hablar con el otro hombre, ya no. Sube la ventanilla y se concentra en sacar el coche del espacio angosto sin rozar la camioneta.
Y, apenas un momento después, me alegraría incluso de volver a ese instante, cuando alargó el cuello para mirar atrás. Mejor eso que conducir como conduce ahora, por la calle principal de Huntsville, como si no hubiera más que decir ni nada que arreglar.
No puedo, ha dicho.
Ha dicho que no puede seguir adelante. No puede explicarlo.
Solo que es una equivocación.
Pienso que nunca podré volver a ver eses con florituras como las del cartel de «Se afilan cuchillas» sin oír su voz. O tablones clavados toscamente en forma de equis como los que atraviesan la escalinata de la casa amarilla, enfrente de la tienda.
—Voy a llevarte a la estación. Te compraré un billete a Toronto. Estoy seguro de que hay un tren a Toronto a última hora de la tarde. Se me ocurrirá alguna historia verosímil y haré que alguien se ocupe de recoger tus cosas. Tendrás que darme tu dirección de Toronto, porque me parece que no la guardé. Ah, y te escribiré una carta de recomendación. Has hecho un buen trabajo. De todos modos no hubieras acabado el curso... No te lo había dicho, pero van a trasladar a los niños. Se avecinan grandes cambios.
Habla con un tono distinto, próximo a la alegría. Un alivio casi bullicioso. Se esfuerza por ocultarlo, quiere contener el alivio hasta que me haya ido.
Miro las calles con la sensación de que me llevan al matadero. Aún no. Aún falta un poco. Aún no he oído su voz por última vez. Aún no.
Conoce el camino. Me pregunto en voz alta a cuántas chicas ha dejado antes en un tren.
—Vamos, no seas así —dice.
Con cada curva siento que me arrancan la vida a pedazos.
Hay un tren a Toronto a las cinco de la tarde. Me ha dicho que espere en el coche mientras va a preguntar. Sale con el billete en la mano y me da la impresión de que camina más ligero. Debe de haberse dado cuenta, porque al acercarse de nuevo al coche sus movimientos son más reposados.
—En la estación se está mejor, con la calefacción. Hay una sala de espera reservada para mujeres.
Me ha abierto la puerta del coche.
—¿O prefieres que me quede hasta que te marches? Quizá podamos tomar un pedazo de tarta en algún sitio decente. La comida ha sido espantosa.
El comentario me saca de mi ensimismamiento. Camino delante de él hasta la estación. Me indica la sala de espera para señoras con el dedo. Enarca una ceja y trata de hacer una última broma.
—Aunque no lo sepas, quizá hoy haya sido uno de los días más afortunados de tu vida.
En la sala de espera de las mujeres elijo un banco desde donde se vea la puerta principal de la estación. Por si vuelve. Me dirá que todo ha sido una broma. O una prueba, como en uno de esos dramas medievales.
O tal vez haya cambiado de idea. Mientras conducía por la carretera, al ver la pálida luz primaveral sobre las rocas que tan poco tiempo antes contemplábamos juntos. Al darse cuenta de la locura que ha cometido, gira en seco y vuelve a toda velocidad.
Falta por lo menos una hora para que el tren a Toronto entre en la estación, pero pasa sin que apenas me dé cuenta. Y ni siquiera cuando llega el tren cesan las fantasías. Llego a mi compartimento como si arrastrara grilletes. Con la cara pegada a la ventanilla miro el andén por última vez, mientras el silbato anuncia la salida del tren. Y quizá aún no sea demasiado tarde para bajarme de un salto y cruzar la estación corriendo hasta la calle, donde Alister acaba de aparcar el coche y sube las escaleras pensando, que no sea demasiado tarde, por favor, que no sea demasiado tarde.
Voy corriendo a su encuentro. No es demasiado tarde.
Y ¿qué es ese jaleo? De pronto el tren se llena con los gritos y los chillidos de una pandilla que sube en el último momento y pasa junto a los asientos a trompicones. Son chicas con los trajes de deporte del instituto, van desternillándose de risa por las molestias que causan, mientras el revisor, contrariado, las apremia para que se sienten.
Una de ellas, quizá la más vocinglera, es Mary.
Aparto la mirada inmediatamente.
Pero ahí está, llamándome a gritos y queriendo saber dónde he estado.
He ido a ver a una amiga, le digo.
Se deja caer a mi lado y me dice que han jugado a baloncesto contra el equipo de Huntsville. Ha sido un desmadre. Han perdido.
—Hemos perdido, ¿no? —pregunta en voz alta, con una alegría bullanguera, y las otras gruñen y se ríen por lo bajo. Menciona el resultado, que desde luego es bochornoso.
—Qué elegante vas —me dice, aunque no le importa mucho, y parece que acepta mi explicación sin verdadero interés.
Apenas parece oírme cuando le digo que voy a Toronto a visitar a mis abuelos, salvo porque comenta que deben de ser viejísimos. Ni una palabra sobre Alister. Ni siquiera una mala palabra. No puede haber olvidado lo que pasó, solo habrá arreglado la escena para guardarla en un armario, junto a otras sombras del pasado. O quizá realmente sea capaz de lidiar con la humillación hasta extremos temerarios.
Ahora recuerdo a aquella chica con gratitud, aunque en aquel momento no pudiera sentir lo mismo. De haber estado sola, ¿qué habría hecho al llegar a Amundsen? Puede que hubiera saltado del tren y corrido hasta su casa, queriendo saber por qué, por qué. Qué vergüenza hubiera pesado sobre mí para siempre. En cambio, cuando el tren paró, las chicas del equipo apenas tuvieron tiempo de recoger sus cosas mientras saludaban desde las ventanillas a los que habían ido a esperarlas y el revisor les advertía que, si no espabilaban, acabarían en Toronto.
Durante años pensé que volvería a encontrarme con Alister. Vivía, y aún vivo, en Toronto, y creía que todo el mundo acababa en Toronto alguna vez, aunque fuera de paso. Claro que eso no garantiza que vayas a ver a esa persona, suponiendo que lo desearas.
Al fin sucedió. Cruzando una calle concurrida, donde ni siquiera se podía aminorar el paso. Caminando en direcciones opuestas. Mirando al mismo tiempo, visiblemente impresionados, nuestros rostros maltratados por el tiempo.
—¿Cómo estás? —me gritó.
—Bien —contesté. Y, por si acaso, añadí —: Feliz.
En aquel momento era verdad solo en general. Arrastraba una especie de discusión farragosa con mi marido, por el pago de una deuda en la que se había metido uno de sus hijos. Aquella tarde había ido a ver una exposición en una galería de arte, para despejarme.
Me contestó una vez más.
—Bien hecho.
Aún pareció que podríamos abrirnos paso entre el gentío, que en un momento estaríamos juntos. Tan inevitable, sin embargo, como que seguiríamos nuestro camino. Y eso hicimos. No hubo un grito entrecortado, ni una mano en el hombro cuando llegué a la acera. Solo el destello que capté en uno de sus ojos, apenas más abierto que el otro. El ojo izquierdo, tal como lo recordaba, siempre el izquierdo, que le daba aquella expresión de extrañeza, alerta y asombro, como si se le acabara de ocurrir una idea tan descabellada que diera risa.
Para mí fue igual que cuando me marché de Amundsen en aquel tren, todavía aturdida y perpleja.
La verdad es que en el amor nada cambia demasiado.
Alice Munro
Mi querida vida
Lumen, Barcelona, 2013
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