Grava
En aquella época vivíamos al lado de una cantera de grava. No una de esas excavaciones enormes con maquinaria monstruosa, sino un foso de escasa envergadura con el que un granjero debía de haberse sacado un dinero años atrás. De hecho el foso era tan poco profundo que hacía pensar que en un principio iba destinado a otros fines: los cimientos de una casa, quizá, que al final no pasó de ahí.
Mi madre era la que insistía en llamar la atención sobre el asunto.
—Vivimos al lado de la antigua cantera de grava, al final de la calle de la estación de servicio —explicaba siempre, y se reía, feliz de haber cortado todos los lazos con la otra casa, la otra calle, el marido, con su vida anterior.
Apenas recuerdo esa vida. O más bien recuerdo nítidamente piezas sueltas, pero me faltan las conexiones necesarias para formar una imagen completa. De la casa del pueblo lo único que retengo es el papel estampado con ositos que cubría las paredes de mi antigua habitación. En la casa nueva, que en realidad era una caravana, mi hermana Caro y yo dormíamos en camitas estrechas, una encima de la otra. Al principio Caro me hablaba mucho de la otra casa, queriendo que recordara tal o cual cosa. Solía ser cuando nos acostábamos, y por lo general la conversación acababa sin que yo consiguiera recordar y con ella enfurruñada. A veces me parecía recordar algo, pero por llevar la contraria o por miedo a meter la pata fingía que no.
Cuando nos mudamos a la caravana era verano. Nos llevamos a la perra. Blitzee.
—Aquí Blitzee está encantada —decía mi madre.
Y era verdad. ¿Qué perro no iba a estar encantado de cambiar la calle de un pueblo, aunque tuviera jardines espaciosos y casas grandes, por el campo abierto? Se acostumbró a ladrarle a cualquier coche que pasara, como si fuera la dueña del camino, y de vez en cuando traía una ardilla o un puercoespín que cazaba por ahí. Al principio Caro se llevó varios disgustos, y Neal tuvo que hablar con ella de la naturaleza de los perros y la cadena de la vida, en la que unos animales se comían a otros.
—Ya le damos comida para perros —protestó Caro.
—¿Y si no se la diéramos? —insistió Neal—. Imagínate que un día desaparecemos todos y tiene que valerse por sí misma.
—Yo no voy a desaparecer —dijo Caro—. Siempre la voy a cuidar.
—¿Ah, eso crees? —dijo Neal, pero al verlo venir nuestra madre intervino. Neal siempre tenía a punto el tema de Estados Unidos y la bomba atómica, y nuestra madre no creía que estuviéramos preparadas para eso todavía. Lo que ella no sabía es que cuando Neal lo mencionaba me pensaba que se refería a una bomba atómica. Aunque me daba cuenta de que algo no encajaba del todo, no me apetecía hacer preguntas para que se rieran de mí.
Neal era actor. En el pueblo se había instalado un grupo de teatro profesional que durante el verano hacía representaciones al aire libre, una novedad de la época que despertaba el entusiasmo de algunos y la inquietud de otros que temían que atrajera chusma. Mi madre y mi padre eran de los que estaban a favor, y ella, que tenía más tiempo, se implicó activamente. Mi padre era agente de seguros y viajaba mucho. Mi madre se involucró en varias iniciativas para recaudar fondos y se ofreció voluntaria como acomodadora en el teatro. Era lo bastante guapa y joven para que la tomaran por una de las actrices. Además había empezado a vestirse como una actriz, con chales y faldas largas y colgantes. Llevaba el pelo natural y ya no usaba maquillaje. En aquel momento yo no entendí esos cambios, ni siquiera sé si reparé en ellos. Mi madre era mi madre. En cambio, Caro tuvo que darse cuenta. Y mi padre debió de verlos también, aunque, por lo que sé de su carácter y de lo que sentía por mi madre, probablemente estaba orgulloso de ver cómo la favorecía aquel estilo liberador y las buenas migas que hacía con la gente del teatro. Más adelante, al hablar de aquella época, decía que él siempre había sido partidario de las artes. Imagino la vergüenza que debió de sentir mi madre, tratando de reír para ocultar el bochorno, si mi padre pronunció esa frase solemne delante de sus amigos de la farándula.
Hasta que tuvo lugar un acontecimiento previsible, y que quizá fue buscado, aunque desde luego mi padre no se lo esperaba. No sé si entre las demás voluntarias se dieron casos parecidos. En cambio sé, aunque no lo recuerdo, que mi padre se echó a llorar y estuvo un día entero persiguiendo a mi madre por la casa, sin querer perderla de vista y negándose a creerla. Y que mi madre, en lugar de decirle algo para que se sintiera mejor, le dijo algo que lo hundió más aún.
Le dijo que el bebé era de Neal.
¿Estaba segura?
Y tanto. Llevaba las cuentas.
¿Qué pasó después?
Mi padre dejó de llorar. Tenía que volver al trabajo. Mi madre recogió nuestras cosas y nos fuimos a vivir a la caravana de Neal, en medio del campo. Más tarde mi madre nos dijo que ella también había llorado, pero que por encima de todo se sintió viva. Quizá por primera vez en su vida, se sintió viva de verdad. Fue como poder empezar de cero. Abandonó la cubertería de plata y la porcelana y sus proyectos de decoración y su jardín de flores y hasta los libros de su biblioteca. En adelante iba a vivir, no a leer. La ropa quedó colgada en el armario, los zapatos de tacón colocados en sus hormas. El anillo de diamantes y la alianza matrimonial en la cómoda. Los camisones de seda en el correspondiente cajón. Se proponía ir desnuda por el campo, al menos mientras durara el buen tiempo.
No funcionó, porque cuando lo intentó Caro se escondió en su cama e incluso Neal dijo que la idea no le enloquecía.
¿Y qué pensaba Neal de todo esto? Más adelante diría que su filosofía era recibir con los brazos abiertos lo que viniera. Todo es un regalo. Damos y recibimos.
Desconfío de la gente que habla así, aunque sé que no tengo derecho.
En realidad Neal no era actor. Se había metido para probar y ver qué podía descubrir de sí mismo. Antes de abandonar la universidad actuó en el coro de Edipo rey y le gustó el hecho de entregarse, de mezclarse entre los otros. Luego un día, en Toronto, tropezó por la calle con un amigo que tenía una prueba con una nueva compañía de teatro que iba de pueblo en pueblo durante la temporada de verano. Sin nada mejor que hacer, Neal lo acompañó y, en lugar de su amigo, fue él quien consiguió el trabajo. Haría de Banquo. Hay veces que el fantasma de Banquo se hace visible en escena, y hay veces que no. En esa ocasión querían una versión visible y Neal tenía el porte adecuado. Un porte excelente. Un fantasma sólido.
De todos modos estaba pensando en pasar el invierno en nuestro pueblo, antes de que mi madre destapara su sorpresa. Ya le había echado el ojo a la caravana. Sabía de carpintería lo necesario para conseguir trabajillos en las reformas del teatro, y con eso se las arreglaría hasta la primavera. Más allá de eso no quería pensar en el futuro.
Caro ni siquiera tuvo que cambiarse de colegio. La recogía el autocar al final del corto trecho junto a la cantera de grava. Tuvo que hacerse amiga de los niños del campo, y quizá dar algunas explicaciones a sus amigos del pueblo del año anterior, pero si eso le causó algún inconveniente nunca me enteré.
Blitzee esperaba siempre en la carretera a que volviera.
Yo no fui al jardín de infancia porque mi madre no tenía coche, pero no me importaba no estar con otros niños. Me bastaba con Caro cuando volvía a casa. Y mi madre a menudo estaba de humor para las travesuras. Cuando cayó la primera nevada del invierno hicimos juntas un muñeco de nieve.
—¿Quieres que lo llamemos Neal? —me preguntó.
Vale, dije, y lo adornamos con varias cosas para que quedara divertido. Entonces decidimos que cuando Neal llegara con su coche, yo saldría de la caravana y diría: ¡Ha venido Neal, ha venido Neal!, señalando al muñeco de nieve. Aunque cuando lo hice, Neal salió del coche enfadado y gritando que me podía haber atropellado.
Fue una de las únicas veces que vi a Neal actuar como un padre.
Aquellos cortos días de invierno tuvieron que ser raros para mí: en el pueblo, las luces se encendían al anochecer. Pero los niños se adaptan a los cambios. A veces pensaba en nuestra otra casa. No es que la echara de menos o quisiera volver a vivir allí, solo me preguntaba qué habría sido de ella.
Los buenos ratos que mi madre pasaba con Neal se alargaban hasta bien entrada la noche. Si me despertaba y tenía que ir al lavabo, la llamaba y ella venía de buena gana pero sin prisas, envuelta en un pañuelo o un chal, y en un olor que me hacía pensar en la luz de las velas y en la música. Y en el amor.
Hubo también un episodio inquietante, pero que en ese momento no traté de entender a fondo. Aunque Blitzee, nuestra perra, no era muy grande, tampoco parecía que pudiera caber debajo del abrigo de Caro. No sé cómo se las arregló mi hermana. Y no una vez, sino dos. Se llevó a la perra escondida debajo del abrigo en el autocar, y en lugar de ir directa a la escuela, volvió con Blitzee a nuestra antigua casa del pueblo, que estaba a menos de una manzana. Ahí fue donde mi padre encontró a la perra, en la galería acristalada, que no se cerraba con llave, al volver de su solitario almuerzo. Fue una gran sorpresa que llegara hasta allí, que encontrara el camino a casa como los perros de los cuentos. Caro fue la que armó más alboroto y dijo que aquella mañana no había visto a la perra. Sin embargo, cometió el error de volver a intentarlo, y esta vez, aunque nadie en el autocar o en el colegio sospechó nada, nuestra madre se lo olió.
No recuerdo si fue nuestro padre quien trajo a Blitzee. No lo imagino en la caravana, ni siquiera en la puerta o en el camino que llevaba hasta allí. Quizá Neal fuera a la casa del pueblo a recogerla, aunque esa situación no es menos difícil de imaginar.
Si ha dado la impresión de que Caro siempre estaba triste o conspirando, la verdad es que no era así. Ya he dicho que intentaba sonsacarme cosas de noche en la cama, pero no es que estuviera quejándose a todas horas. No iba con su carácter estar malhumorada. Le importaba demasiado causar una buena impresión. Le gustaba caer bien a la gente; le gustaba entrar en un sitio y dejar en el aire la promesa de algo que bien podría ser alegría. Era algo que le preocupaba más que a mí.
Ahora pienso que Caro era la que más se parecía a nuestra madre.
Seguro que trataron de sondearla por lo de la perra. Creo conservar un recuerdo vago.
—Quería hacer una broma.
—¿Preferirías irte a vivir con tu padre?
Creo que se lo preguntaron y que ella dijo que no.
Yo no le pregunté nada. No me parecía raro lo que había hecho. Supongo que los hermanos pequeños creen que el mayor tiene poderes excepcionales y no se asombran de nada de lo que haga.
Nos dejaban el correo en un buzón de hojalata clavado en un poste, junto a la carretera. Mi madre y yo íbamos hasta allí todos los días, salvo que estuviera especialmente tormentoso, para ver qué había. Solíamos ir cuando me despertaba de la siesta. A veces era la única vez que salíamos en todo el día. Por la mañana veíamos los programas para niños de la televisión. Más bien ella leía mientras yo veía la televisión; no había abandonado los libros por mucho tiempo. A mediodía calentábamos alguna sopa de lata para comer, y luego me ponía a dormir mientras ella leía un rato más. Ya tenía mucha barriga por el embarazo y cuando el bebé se movía yo lo notaba. Se iba a llamar Brandy —ya se llamaba Brandy—, fuera niño o niña.
Bajando un día por el camino a buscar el correo, cuando ya no faltaba mucho para llegar al buzón, mi madre se paró en seco.
—Silencio —me dijo, aunque yo no había dicho una palabra y ni siquiera jugaba a arrastrar las botas por la nieve.
—Si no digo nada —contesté.
—Chist. Da media vuelta.
—Pero no hemos cogido las cartas.
—Da igual. Tú camina.
Entonces me di cuenta de que Blitzee, que siempre caminaba a nuestro lado, poco más adelante o más atrás, había desaparecido de la vista. En cambio había otro perro al otro lado de la carretera, apenas a unos pasos del buzón.
Mi madre dejó entrar en la caravana a Blitzee, que nos estaba esperando, y en cuanto cerró la puerta llamó al teatro. Nadie contestó.
Luego llamó al colegio para pedir que el conductor del autocar acompañara a Caro hasta la puerta. Al parecer el conductor no pudo, porque había nevado desde la última vez que Neal despejó el camino, pero el hombre esperó hasta verla llegar a casa. Entonces no había ningún lobo a la vista.
Neal pensaba que no era un lobo. Y, si de verdad hubiera uno merodeando por allí, no sería ninguna amenaza para nosotras, con lo débil que estaría después de la hibernación.
Caro dijo que los lobos no hibernan.
—Los estudiamos en el colegio.
Nuestra madre quería que Neal se hiciera con una escopeta.
—¿Crees que voy a ir con una escopeta a matar a una pobre loba desgraciada que seguramente tiene un puñado de crías en el bosque y solo quiere protegerlas, igual que tú quieres proteger a las tuyas? —dijo sin levantar la voz.
—Solo dos —dijo Caro—. Solo paren dos crías por vez.
—Vale, vale. Estoy hablando con tu madre.
—Eso no lo sabes —dijo mi madre—. No sabes si tiene cachorros hambrientos.
Nunca había pensado que pudiera hablarle así.
—Calma, calma —dijo Neal—. Vamos a pensar un poco. Las armas son una cosa terrible. Si ahora fuera en busca de un arma, ¿qué estaría diciendo? ¿Que Vietnam no estuvo mal? ¿Que podría haberme ido a Vietnam?
—No eres estadounidense.
—Mira, no vas a conseguir que me cabree. Más o menos fue lo que dijeron, y la cuestión se zanjó sin que Neal consintiera hacerse con un arma. No volvimos a ver al lobo, si es que era un lobo. Creo que mi madre dejó de ir a buscar el correo, pero quizá era porque la barriga ya le pesaba demasiado.
La nieve fue desapareciendo por arte de magia. Los árboles seguían sin hojas y mi madre obligaba a Caro a ponerse el abrigo por las mañanas, pero al volver a casa del colegio mi hermana lo traía a rastras.
Mi madre dijo que seguro que llevaba gemelos, pero el médico le aseguró que no.
—Genial. Genial —dijo Neal completamente a favor de la idea de los gemelos—. Qué sabrán los médicos.
La cantera de grava se había llenado hasta el borde con el agua del deshielo y la lluvia, así que Caro tenía que rodearla cuando iba a coger el autocar de la escuela. Era un pequeño lago manso y resplandeciente bajo el cielo claro. Caro preguntó sin mucha esperanza si nos dejaban ir allí a jugar.
Nuestra madre dijo que ni loca.
—Por lo menos debe de tener cinco metros de profundidad.
—Quizá tres —dijo Neal.
—Justo en el borde no creo que sea tan profundo —dijo entonces Caro.
—Y tanto que sí. Cae en picado —dijo mi madre—. No es como ir a la playa, joder. No os acerquéis por allí y punto.
Había empezado a decir «joder» cada dos por tres, incluso puede que más que Neal, y en un tono más exasperado.
—¿Crees que es mejor que la perra tampoco se acerque? —le preguntó a Neal.
Neal dijo que con eso no había problema.
—Los perros saben nadar.
Un sábado. Caro vio conmigo El gigante amable, sin dejar de chafarme el programa con sus comentarios. Neal estaba tumbado en el sofá, que al desplegarse se convertía en la cama donde dormía con mi madre. Estaba fumando uno de sus cigarrillos especiales, que no se podían fumar en el trabajo, así que había que aprovechar los fines de semana. Caro a veces lo incordiaba para que le dejara probar uno. Una vez le dejó, con la condición de que no se lo contara a mi madre.
Pero yo estaba allí y se lo conté. Hubo alarma, aunque no se pelearon.
—Sabes muy bien que su padre me quitaría a las crías así de rápido —dijo nuestra madre—. Nunca más.
—Nunca más —dijo Neal, conciliador—. ¿Y qué pasa si él las envenena con esa basura de Rice Krispies?
Al principio no veíamos a nuestro padre, pero después de navidades empezamos a quedar con él los sábados. Nuestra madre siempre nos preguntaba luego si lo habíamos pasado bien. Yo siempre decía que sí, y convencida, porque pensaba que ir al cine o a ver el lago Hurón, o salir a comer a un restaurante era pasarlo bien. Caro también decía que sí, pero en un tono que insinuaba que no era asunto suyo. Entonces mi padre fue de vacaciones de invierno a Cuba (mi madre lo comentaba con cierta sorpresa, y quizá aprobación) y volvió arrastrando una gripe que hizo que las visitas se interrumpieran. Se suponía que en primavera continuarían, pero de momento no habían vuelto a repetirse.
Después de apagarnos el televisor, a Caro y a mí nos mandaron afuera a campear, como decía nuestra madre, y a respirar aire fresco. Nos llevamos a la perra.
Al salir lo primero que hicimos fue aflojarnos las bufandas que mi madre nos había enrollado al cuello y llevarías a rastras. (Aunque no creo que nosotras asociáramos las dos cosas, lo cierto era que cuanto más avanzaba el embarazo, más volvía a comportarse como una madre corriente, al menos cuando se trataba de bufandas que estaban de más o a comer a las horas.) Caro me preguntó qué quería hacer, y le dije que no lo sabía. Era una formalidad por su parte, pero yo lo decía de verdad. De todos modos dejamos que la perra nos guiara, y a Blitzee se le ocurrió ir a echar un vistazo a la cantera de grava. El viento azotaba el agua formando pequeñas olas, y enseguida nos entró frío, así que nos volvimos a enrollar las bufandas al cuello.
No sé cuánto tiempo estuvimos dando vueltas por el borde del agua, sabiendo que no nos podían ver desde la caravana. Al cabo de un rato me di cuenta de que me estaban dando instrucciones.
Tenía que volver a la caravana y decirles a Neal y a nuestra madre una cosa.
Que la perra se había caído al agua.
Que la perra se había caído al agua y a Caro le daba miedo que se ahogara.
Blitzee. Ahogada. Ahogada.
Pero Blitzee no se había caído al agua. Podría haberse caído. Y Caro podría saltar a rescatarla.
Me parece que me atreví a plantarle cara, algo así como que Blitzee no se ha caído, tú no has saltado, podría ser pero no ha pasado. También me acordé de que Neal había dicho que los perros no se ahogan.
Caro me ordenó que hiciera lo que me decía.
¿Por qué?
Quizá lo pregunté, o quizá me quedé allí sin obedecer, tratando de encontrar otro argumento.
En mi cabeza la veo levantar a Blitzee en brazos y tirarla al agua mientras la perra se debate por agarrarse a su abrigo. Luego la veo retroceder, veo a Caro retroceder para coger carrerilla y tirarse detrás. Sin embargo no recuerdo oír el ruido que hicieron al impactar en el agua, una después de la otra. Nada, ni un impacto fuerte ni uno apenas audible. Quizá fue porque ya iba camino de la caravana, supongo.
Cuando sueño con esto, siempre voy corriendo. Y en mis sueños no corro hacia la caravana, sino que vuelvo a la cantera de grava.
Veo a Blitzee luchando por mantenerse a flote, mientras Caro nada hacia ella, con fuerza, a punto de rescatarla. Veo su abrigo a cuadros marrón claro y su bufanda de tela escocesa y su expresión orgullosa de triunfo y las puntas de los rizos de su pelo rojizo oscurecidas por el agua. Tan solo tengo que mirar y estar contenta: después de todo, no hace falta que haga nada.
En realidad lo que hice fue subir la pequeña cuesta hasta la caravana. Y al llegar allí me senté. Como si en la caravana hubiera un porche o un banco, aunque de hecho no había ni lo uno ni lo otro. Me senté y esperé a ver qué pasaba.
Sé que fue así porque es un hecho. En cambio no sé qué me proponía o en qué estaba pensando. Quizá esperaba al siguiente acto del drama de Caro. O al de la perra.
No sé si me quedé allí sentada cinco minutos, o fueron más, o menos. No hacía demasiado frío.
Una vez lo hablé con una terapeuta profesional y durante un tiempo me convenció de que había intentado abrir la puerta de la caravana pero estaba cerrada. Cerrada por dentro, porque mi madre y Neal estaban haciendo el amor y habían cerrado para evitar interrupciones. Si hubiera golpeado a la puerta se habrían enfadado. A la terapeuta le satisfizo hacerme llegar a esa conclusión, y a mí también. Por un tiempo. Pero ya no creo que sea verdad. No creo que cerraran la puerta por dentro, porque sé que un día Caro entró y se rieron al verle la cara.
Quizá al acordarme de que Neal había dicho que los perros no se ahogan pensaba que no haría falta rescatar a Blitzee. Y que por lo tanto Caro no podría seguir con su juego. Tantos juegos, con Caro.
¿Acaso pensé que sabía nadar? A los nueve años, muchos niños saben. Y de hecho el verano anterior había hecho una clase, pero entonces nos mudamos a la caravana y no fue más. Puede que ella misma creyera que podría defenderse. Y desde luego yo debía creer que Caro era capaz de todo lo que se propusiera.
La terapeuta no insinuó que quizá me hubiera hartado de cumplir las órdenes de Caro. Fue a mí a quien se le ocurrió esa posibilidad, aunque la verdad es que no me convence. Si hubiera sido más mayor, tal vez, pero a esa edad aún esperaba que mi hermana invadiera mi mundo.
¿Cuánto tiempo estuve allí sentada? No creo que mucho. Y puede que llamara a a puerta, al cabo de uno o dos minutos. Sea como fuera en un momento dado mi madre abrió la puerta, sin motivo alguno. Un presentimiento.
A continuación estoy dentro de la caravana. Mi madre le grita a Neal, intenta hacerle entender algo. Neal empieza a hablar como si quisiera consolarla, la acaricia con suavidad, dulcemente, pero no es lo que mi madre quiere, se aparta de él y sale corriendo. Neal menea la cabeza y se mira los pies descalzos. Sus dedos grandes, desvalidos.
Creo que me dice algo con voz triste y cantarina. Una cadencia extraña.
Más allá de eso, no tengo detalles.
Mi madre no se tiró al agua. No se puso de parto por la conmoción. Mi hermano Brent no nació hasta una semana o diez días después del funeral, cuando mi madre salió de cuentas. No sé dónde estuvo hasta que dio a luz. Quizá la tuvieran sedada en el hospital, en la medida en que lo permitiera su estado.
Recuerdo muy bien el día del funeral. Me acompañaba una mujer muy agradable y delicada a la que no conocía con quien fuimos de expedición. Se llamaba Josie. Fuimos a unos columpios y a una especie de casa en miniatura donde podía meterme, e hicimos una comida con las golosinas que más me gustaban, aunque no me di un atracón. Con el tiempo llegaría a conocer mucho a Josie. Era una amiga que mi padre había hecho en Cuba y que después del divorcio se convirtió en mi madrastra, su segunda mujer.
Mi madre se recuperó. Por fuerza. Había que cuidar de Brent y, en muchos momentos, también de mí. Creo que pasé un tiempo con mi padre y Josie hasta que mi madre se instaló en la casa donde pensaba vivir el resto de su vida. Mi primer recuerdo es que Brent ya se sentaba en la trona.
Mi madre retomó sus antiguos compromisos en el teatro. Al principio quizá siguiera como voluntaria, de acomodadora, pero cuando empecé el colegio ya tenía un trabajo de verdad, con sueldo y responsabilidades durante todo el año. Era la directora comercial. El teatro se mantuvo a flote, con varios altibajos, y sigue funcionando a día de hoy.
Neal no creía en los funerales, así que no fue al de Caro. No llegó a conocer a Brent. Años después supe que dejó una carta donde decía que, ya que no pensaba ejercer de padre, lo mejor era retirarse desde el principio. A Brent nunca se lo mencioné, por no disgustar a mi madre. También porque Brent se parecía tan poco a Neal, y en realidad tenía tanto de mi padre, que a saber lo que había pasado realmente. Sobre eso mi padre nunca ha dicho nada, ni lo dirá. Trata a Brent igual que a mí, aunque es de la clase de hombre que lo haría de todos modos.
Mi padre y Josie no han tenido hijos, pero no creo que les importe. Josie es la única que a veces habla de Caro, aunque no muy a menudo. Asegura que mi padre no responsabiliza a mi madre. Por lo visto reconoce que era un muermo cuando mi madre buscaba nuevas emociones en la vida. Necesitaba una sacudida, y la tuvo. De nada sirve lamentarlo. Sin la sacudida no habría conocido a Josie y los dos no serían ahora tan felices.
—¿Qué dos? —le pregunto, solo para boicotearlo.
Y él contesta incondicionalmente.
—Josie. Hablo de Josie.
A mi madre no se le puede recordar nada de aquellos tiempos, y procuro no disgustarla. Sé que ha pasado en coche por el camino de tierra donde vivíamos y que todo está muy cambiado, con esas casas modernas que se ven ahora construidas en los campos yermos. Cuando lo cuenta se nota el deje de desprecio que le inspiran esas casas. Yo también fui, pero no se lo dije a nadie. Todo ese destripamiento que se hace en las familias hoy en día me parece un error.
Incluso el foso de la cantera de grava lo rellenaron para nivelar el suelo y construir una casa.
Tengo una compañera menor que yo, Ruthann, pero creo que más lista. O al menos más convencida de que es bueno sacar los demonios que llevo dentro. No creo que me hubiera puesto en contacto con Neal de no ser porque ella me insistió. Claro que durante mucho tiempo no tuve el modo de hacerlo, aunque tampoco se me pasaba por la cabeza. Al final fue él quien se puso en contacto conmigo. Una breve nota de felicitación, decía, tras ver mi foto en la gaceta de los antiguos alumnos. Qué hacía hojeando la gaceta, no lo sé. Me habían concedido una de esas distinciones académicas que dan cierto prestigio en un círculo restringido y poco más.
Neal vivía a menos de cincuenta millas de donde doy clases, que es también donde fui a la universidad. Me pregunté si habría estado allí por aquel entonces. Tan cerca. ¿Sería uno de los estudiantes?
Al principio no tuve intención de contestar a su nota, pero cuando se lo conté a Ruthann me dijo que debía pensar en escribirle.
La cuestión es que le mandé un correo electrónico, y quedamos en vernos. Me encontraría con él en su pueblo, en el entorno neutral de la cantina de una universidad. Me dije que si al verlo me parecía insufrible, sin saber exactamente a qué me refería, simplemente pasaría de largo.
Había menguado, como suele pasarles a los adultos que recordamos de la infancia. Tenía poco pelo, cortado casi al rape. Me trajo una taza de té; él también estaba tomando un té.
¿Cómo se ganaba la vida?
Me contó que daba clases particulares a estudiantes que se preparaban para los exámenes. También los ayudaba a redactar sus trabajos. A veces podía decirse que los hacía él mismo. Por supuesto, cobraba.
—No te haces millonario, eso ya te lo digo.
Vivía en un estercolero. O en un estercolero medio respetable. No estaba mal.
Conseguía la ropa en los locales del Ejército de Salvación. Eso tampoco estaba mal.
—Va con mis principios.
No lo felicité por esas cosas, aunque a decir verdad dudo que esperara que lo hiciera.
—De todos modos, no creo que mi manera de vivir sea muy interesante. Pensé que querrías saber cómo sucedió.
No acerté a decir nada.
—Mira, estaba colocado —dijo—. Y además no soy un buen nadador. Donde me crié no había muchas piscinas. Me hubiera ahogado también. ¿Era lo que querías saber?
Le dije que en realidad no era él quien me inquietaba.
Entonces Neal fue la tercera persona a la que hice la pregunta.
—¿Qué crees que Caro tenía en mente?
La terapeuta dijo que eso no podía saberse. «Puede que ni ella misma supiera lo que quería. ¿Llamar la atención? No creo que quisiera ahogarse. ¿Llamar la atención sobre lo mal que lo estaba pasando?»
Ruthann me había dicho: «¿Conseguir que tu madre hiciera lo que ella quería? ¿Hacerle ver que tenía que volver con tu padre?».
—No importa —dijo Neal—. Quizá pensaba que sabía nadar mejor de lo que nadaba. Quizá no sabía cuánto pesa la ropa de invierno en el agua. O que no había nadie en situación de ayudarla. —Y añadió—: No pierdas el tiempo. No pensarás que si te hubieras dado prisa en avisar lo hubieras impedido, ¿verdad? No querrás cargar con la culpa, ¿eh?
Había contemplado esa posibilidad, pero no.
—La cuestión es ser feliz —dijo Neal—. A toda costa. Inténtalo. Se puede. Y luego cada vez resulta más fácil. No tiene nada que ver con las circunstancias. No te imaginas hasta qué punto funciona. Se aceptan las cosas y la tragedia desaparece. O pesa menos, en cualquier caso, y de pronto descubres que estás en paz con el mundo.
Y ahora, adiós.
Entiendo a qué se refería. Y sé que eso es lo que hay que hacer. Aun así, no dejo de ver a Caro corriendo hacia el foso para lanzarse con cierto aire triunfal, y sigo atrapada, a la espera de que me dé una explicación, a la espera de oír el ruido de su cuerpo al caer al agua.
Alice Munro
Mi querida vida
Lumen, Barcelona, 2013
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