Wednesday, October 23, 2013

Alice Munro / Tren



Alice Munro

A pesar de que es un tren lento, aminora todavía un poco antes de tomar la curva. Jackson es el único pasajero, y faltan unas veinte millas para la siguiente parada, Clover. Después vienen Ripley, Kincardine y el lago. Está de suerte y no debe desperdiciarla. Ya ha sacado el resguardo del billete de la ranura del portaequipajes.
Arroja el macuto y ve que aterriza justo entre los raíles. No hay vuelta atrás: el tren no va a ir más despacio de lo que va en este momento.
Se la juega. Es un hombre joven y ágil, en la plenitud  de  su forma  física. Y aun así  el salto, la caída lo decepcionan.  Se nota más rígido de lo que pensaba, la inercia lo empuja hacia  delante  al  caer en tierra firme y las palmas de las manos se le clavan en la grava entre las traviesas,  levantándole la piel. Los nervios.
El tren ha desaparecido de la vista y empieza  a ganar velocidad al dejar  atrás  la curva. El hombre se escupe en las manos doloridas, sacudiéndose la grava. Luego recoge el macuto y empieza a desandar el camino que acaba de hacer en tren. Si siguiera al tren, llegaría a la estación de Clover bien entrada la noche. Todavía estaba a tiempo, podría lamentarse de haberse dormido y decir que al despertarse, con la cabeza embotada, pensó que se le había pasado la parada. Confundido, había saltado y luego le había tocado caminar.
Nadie se extrañaría. Volviendo a casa desde tan lejos, volviendo de la guerra, era normal que se hubiera hecho un lío. Aún no es demasiado tarde, antes de medianoche llegaría a donde debía estar.
Sin embargo, mientras va pensando estas cosas  no deja de caminar en  la  dirección opuesta.
No conoce el nombre de muchos árboles. Arces, ese lo sabe todo el mundo. Abetos. Y poco más. Al principio creyó que había saltado en medio  de unos bosques, pero los árboles solo flanquean la vía, formando una  hilera espesa en el terraplén, más allá de la cual se entrevén campos de labranza. Campos verdes u ocres o dorados. Pastos, cultivos, rastrojos. Poco más puede precisar. Aún es agosto.
Y, una vez la oscuridad se traga el ruido del tren, el hombre se da cuenta de que a su alrededor no hay el perfecto silencio que imaginaba. Ruidos   aquí  y allá rompen la quietud, un temblor de las hojas secas de agosto  que  no ha provocado el viento, la algarabía de pájaros invisibles que lo reprenden.
Se suponía que saltar del tren era una cancelación. Levantar el cuerpo, preparar las rodillas para entrar en un bloque de aire distinto. Se va en busca del vacío, y en cambio ¿qué encuentra? La inmediatez de una avalancha de paisajes nuevos que exigen una atención que no pedían cuando ibas en el tren mirando por la ventanilla, sin más. ¿Qué haces aquí? ¿Adónde vas? Una sensación de que te observan cosas de las que no sabías nada. De ser un intruso. De que la vida que te rodea llega a conclusiones sobre ti desde ángulos privilegiados que no puedes ver.
La gente a la que había conocido en los últimos años parecía pensar que si no eras de ciudad, eras de campo. Y no era cierto. Había matices que se te podían pasar por alto a menos que vivieras ahí, entre el campo  y el pueblo. Jackson,  sin  ir  más  lejos,  era  hijo  de  un fontanero. Nunca había entrado en un establo, ni arriado vacas, ni apilado las mieses. Ni se había encontrado, como ahora, avanzando a trompicones por una vía de ferrocarril, que parecía  apartarse  de  su  función  habitual  de trasladar carga y pasajeros para convertirse en una provincia de manzanos silvestres y zarzas cargadas de bayas y parras trepadoras y ramas invisibles desde la que los cuervos soltaban sus reprimendas. Por lo menos ese pájaro sí lo conocía. Y justo   entonces una serpiente jarretera se desliza entre los raíles, confiada en que a Jackson le falta destreza para matarla de un pisotón. Sabe lo suficiente para intuir que es inofensiva, pero esa confianza lo irrita.

Normalmente la pequeña vaca de raza jersey a la que habían bautizado con el nombre de  Margarita aparecía dos veces al  día en la puerta del establo para que la ordeñaran, por la mañana y por la noche. Pocas veces Belle tenía que llamarla, pero esa mañana Margarita no se apartaba de la zanja donde terminaba el prado ni apartaba la vista de los árboles que ocultaban las vías del tren, al otro lado de la cerca. Al oír el silbido y la llamada de  Belle  pareció  que acudía de mala gana, pero enseguida optó por volver a echar otra ojeada.
Belle dejó el balde y el  taburete y fue campo a través por la hierba húmeda de rocío.
—Vamos, vaquita, vamos.
Medio trataba de convencerla, medio la reñía.
Algo se movió entre los árboles. La voz de un hombre dijo que no pasaba nada.
Pues claro que no pasaba nada. ¿Creía que iba a tenerle  miedo? Más  le  valía a él tener miedo de la vaca, que no estaba descornada.
Después de saltar la cerca, el hombre saludó con un gesto que quería ser tranquilizador.
Aquello fue demasiado para Margarita tuvo que lucirse. Saltó a un lado, luego al otro. Sacudió los endiablados cuernos. No eran gran cosa, pero las vacas de raza jersey siempre pueden dar una sorpresa desagradable, con su rapidez y sus arranques de genio. Belle pegó un grito, para reñir a la vaca y  tranquilizar al hombre.
—No te hará daño. Quédate quieto y ya está. Se ha puesto nerviosa.
Belle reparó en el macuto que llevaba. Esa era la causa del problema. Al principio pensó que el muchacho simplemente  iba caminando junto a la vía, pero entonces vio que se dirigía a algún sitio.
—Es tu macuto lo que la asusta. Si pudieras dejarlo un momento en el  suelo... Tengo que llevármela al granero para ordeñarla.
El hombre hizo lo que le pedía y se quedó muy quieto, observando.
Belle encaminó a Margarita hasta el granero, donde había dejado el balde y el taburete.
—Ya lo puedes recoger  —le dijo al hombre. Y, al verlo acercarse, le habló con cordialidad—.  Mientras no vayas zarandeándolo a su alrededor... ¿Eres soldado? Si esperas a que la ordeñe te puedo poner algo de  desayunar.  Vaya nombre tan ridículo para gritarle a una vaca. Margarita.
Era una mujer recia de corta estatura, con una melena lisa donde las canas salpicaban el pelo que un día fue rubio y un flequillo pueril.
—Fui yo quien lo escogió —dijo, acomodándose—.  Soy monárquica.  O lo  era. Hay gachas,  las he apartado  del fogón. Ordeñaré en un periquete. Si no te importa, ve a esperar al otro lado del granero, donde Margarita no te  vea. Qué pena que no pueda ofrecerte  un huevo. Antes teníamos gallinas, pero los zorros siempre nos las robaban y al final nos hartamos.
Teníamos. Antes teníamos gallinas. Eso significaba que debía de haber un hombre por allí, viviendo con ella.
—Las gachas  son buenas. Y me gustaría pagarte.
—No hace falta. Vamos, apártate un poco. Está demasiado despistada para que le baje la leche.
Jackson se alejó, rodeando el granero. Se fijó en lo destartalado que estaba. Echó un vistazo por entre los tablones para ver qué clase de coche  tenía la mujer, pero dentro solo alcanzó a distinguir una vieja carreta y algunos otros despojos de maquinaria.
A su alrededor se advertía cierto orden, pero no exactamente  laboriosidad. La pintura blanca  de la casa se estaba desconchando y había  cobrado  un  tono gris. Tablones claveteados en una ventana donde debía de haberse  roto  un cristal.  El gallinero ruinoso donde según la mujer se metían los zorros a robar gallinas. Tejas planas de madera en una pila.
Si había un hombre en la casa, debía de estar inválido, o paralizado por la pereza.
Junto a la casa había un camino. Un pequeño campo vallado delante de la vivienda, un camino sin asfaltar. Y en el campo un caballo pinto de aspecto manso. Podía entender las razones de mantener una vaca, pero ¿un caballo? Ya antes de la guerra los granjeros se deshacían de ellos, los tractores eran la novedad. Y la mujer no parecía una amazona que cabalgara por pura diversión.
Entonces cayó en la cuenta. La carreta del granero. No era ninguna reliquia, sino el único vehículo que tenía.
Hacía un rato que oía un sonido peculiar. El camino subía por la loma, y del otro lado llegaba  ruido de cascos.  Acompañado de un débil tintineo o un silbido.
Y de pronto apareció en la loma un carro tirado por dos caballos bastante pequeños. Más pequeños que el que pastaba en el campo, pero mucho  más  briosos. Y en el carro había en torno a media docena de  hombrecillos sentados. Todos vestidos de negro, con sus correspondientes  sombreros negros de fieltro en la cabeza.
De ahí venía el sonido. Iban cantando, con vocecitas agudas y discretas, tan dulces como quepa imaginar. Al pasar por su lado no le dirigieron ni una mirada.
La estampa lo dejó helado. La carreta del granero y el caballo del prado no eran nada en comparación.
Seguía allí plantado mirando hacia ambos lados, cuando oyó que la mujer decía.
—Todo listo.
La vio junto a la casa.
—Por aquí se entra y se sale —dijo la mujer, refiriéndose a la puerta trasera—. La de delante está atascada desde el invierno pasado, y no hay manera de abrirla, como si siguiera congelada.
Caminaron sobre los tablones que cubrían un suelo de tierra desnivelado, en medio de la oscuridad que propiciaba la ventana entablada. Allí  dentro  hacía casi tanto frío como en el hoyo  donde  había pasado  la noche.  Se  había despertado a cada rato, tratando de encogerse en una postura con la que mantener el calor. La mujer no tiritaba; despedía un olor a ejercicio sano y a lo que probablemente era el cuero de la vaca.
Vació la leche fresca en un cuenco, que cubrió  con una estopilla  que  guardaba cerca, antes de conducir a Jackson hacia el corazón de la casa. No había cortinas, así que por las ventanas entraba la luz. Además la cocina había estado encendida. Había un fregadero con una bomba manual para sacar agua, una mesa con un hule raído en algunas zonas y un catre cubierto con un viejo edredón remendado.
También una almohada de la que se habían salido unas cuantas plumas.
De momento no estaba tan mal, a pesar de lo viejo y deteriorado que se veía todo. Había una utilidad para cada cosa. Sin embargo, al levantar la  mirada, sobre los estantes había pilas y pilas de periódicos o revistas o papeles de alguna clase que llegaban hasta el techo.
Tuvo que preguntarle, ¿no le daba miedo que se prendiera fuego? Con la cocina de leña, por ejemplo.
—Bah, siempre estoy aquí. Me refiero a que duermo aquí. No tengo otro sitio donde guardar  los  borradores. Voy con cuidado. Ni siquiera enciendo la chimenea. Un par de veces se calentó más de la cuenta y tuve que echarle levadura. No pasó nada. —Y  añadió—:  De todos modos mi madre tenía que estar aquí. Era la única habitación donde tenerla cómoda. Le puse aquí la cama. Yo le echaba un ojo a todo. Pensé en trasladar todos los papeles al salón, pero hay tanta humedad que se estropearían.
Entonces dijo que debería haberse explicado.
—Mi madre está muerta. Murió en mayo. Justo  cuando  el tiempo  empezaba  a mejorar. Vivió para oír por la radio que la guerra había terminado. Lo entendió perfectamente. Perdió el habla hace mucho, pero lo entendía todo. Me acostumbré a que no hablara, hasta el punto de que a veces creo que está aquí, aunque ya no esté.
Jackson creyó que le correspondía decir que lo sentía.
—Ah, bueno. Tenía que pasar. Al menos tuvimos suerte de que no fuera en invierno.
Le sirvió gachas de avena y té.
—¿No está demasiado fuerte, el té?
Como tenía la boca llena, Jackson negó con la cabeza.
—Nunca escatimo con el té. Para eso mejor beber agua caliente, ¿no? Se nos acabó cuando el tiempo estuvo tan malo el invierno pasado. Se fue la luz, la radio dejó de funcionar y se acabó  el té. Tenía una cuerda atada a la puerta  trasera, para cuando me quedaba sin leche. Quería dejar entrar a  Margarita a la cocina de atrás, pero pensé que se pondría demasiado nerviosa con la tormenta y no podría sujetarla.  De todos modos sobrevivió.  Todos sobrevivimos.
Al encontrar un hueco en la conversación, Jackson preguntó si había enanos en el vecindario.
—No, que yo sepa.
—¿En un carro?
—Ah. ¿Iban cantando? Debían de ser los pequeños menonitas. Van en carro a la iglesia y se pasan todo el camino cantando. Las niñas tienen que ir en la calesa con sus padres, pero los niños van en el carro.
—Parecía que no me vieran.
—No ven nada. Yo a mi madre le decía que vivíamos en el camino  perfecto,  porque éramos como los menonitas. Por el caballo y la carreta, y como bebemos la leche sin pasteurizar...  La única diferencia es que ninguno de nosotros sabe cantar.
«Cuando mi madre murió trajeron tanta comida que me duró  semanas. Debieron de pensar que habría un velatorio o algo así. Tengo suerte de contar con ellos. Aunque me digo que ellos también tienen suerte. Porque se supone que deben practicar la caridad, y yo, que vivo prácticamente en el umbral de su casa, estoy necesitada como la que más».
Jackson se ofreció  a pagarle cuando terminó de comer, pero ella rechazó el dinero con un gesto de la mano.
Aunque había una cosa, dijo. Si antes de marcharse podía arreglar el abrevadero del caballo...
En realidad eso implicó construir un abrevadero nuevo, y para hacerlo tuvo que rebuscar los materiales y herramientas que pudo encontrar. Le llevó el día entero, y ella le sirvió panqueques y jarabe de arce de los menonitas  para cenar. Dijo que si hubiera llegado una semana después, habría podido ofrecerle mermelada  recién  hecha. Recolectaba  las  moras  silvestres que crecían junto a las vías del tren.
Sacaron sillas de la cocina por la puerta de atrás y se quedaron al fresco hasta después de anochecido. La mujer empezó a contarle cómo había ido a parar allí, pero él no la escuchaba con mucha atención, porque mirando a su alrededor se puso a pensar que, aunque la casa se estaba viniendo abajo,  tenía  remedio  si alguien se ponía manos a la obra y la arreglaba. Haría falta invertir algo de dinero, pero sobre todo tiempo y energía. Sería un reto. Casi lamentó tener que seguir su camino.
Otra razón de que no prestara mucha atención a Belle —la mujer se llamaba Belle— era que no acababa de imaginarse la vida de la que le hablaba.
Su padre, a quien ella se refería como su papá, había comprado la casa solo para los veranos, y luego decidió que podían vivir allí todo el año. Podía trabajar en cualquier sitio, porque era articulista del Toronto Evening Telegram. El cartero se llevaba lo que hubiera escrito y se despachaba por tren. Su padre escribía sobre toda clase de cosas que pasaran. Incluso metía a Belle en sus artículos, con el sobrenombre de Minina. Y a veces mencionaba a la madre de Belle, aunque la llamaba princesa Casamassima, que salía de un libro cuyo título, según ella, ya no significaba nada. Quizá empezaron a vivir allí todo el año por su madre. Había  pasado  la  terrible  gripe de 1918,  por culpa de la cual había muerto tanta gente, y no quedó  del  todo bien.  No  es  que  perdiera el habla, porque  decía algunas  palabras, pero la mayoría las había perdido. O las palabras la habían perdido a ella. Tuvo que  aprender  de nuevo a comer y a ir al cuarto de baño. Además de las palabras, tuvo que aprender a no quitarse la ropa cuando hacía calor. Así que no era plan que vagara por la calle de una ciudad y se convirtiera en el hazmerreír de la gente.
Belle pasaba los inviernos en un colegio.
El colegio se llamaba Obispo Strachan, y a Belle le sorprendió que no hubiera oído hablar de él. Le deletreó el nombre. Era una escuela de Toronto a la que iban muchas chicas ricas, pero también chicas como ella, que podían estudiar gracias al dinero que donaban parientes o legados varios. Dijo que allí aprendió a darse aires de superioridad, y salió sin ninguna idea de cómo ganarse la vida.
Sin embargo, el accidente lo decidió por ella. Caminando junto a la vía, como le gustaba hacer  las  noches  de  verano,  a  su  padre  lo arrolló un tren. Su madre y ella ya estaban en la cama, y Belle creyó que debía de tratarse de un animal suelto, pero su madre empezó con unos gemidos  lastimeros,  como  si al  momento  lo hubiera sabido.
A veces una antigua amiga del colegio le escribía preguntándole qué demonios se podía hacer allí perdida, pero qué poca idea tenían. Había que ordeñar, y cocinar, y cuidar  de su madre, y en esa época también tenía las gallinas. Aprendió a cortar las patatas para que saliera un brote de cada pedazo, a plantarlas y a desenterrarlas al verano siguiente. No había aprendido a conducir y cuando llegó la guerra vendió el coche de su papá. Los menonitas le cedieron un caballo  que  ya no servía para el campo, y uno de ellos la enseñó a colocarle los arreos y a manejarlo.
Una de sus viejas amigas, una tal Robin fue a visitarla y le pareció que aquella manera de vivir era la monda. Trató de convencerla para volver a Toronto, pero ¿y su madre? La pobre estaba mucho más tranquila y ya no se quitaba la  ropa, y además  disfrutaba  escuchando  la radio, la ópera que ponían los sábados por la tarde. Eso también se podía hacer en Toronto, desde luego, pero a Belle no le gustaba la idea de  desarraigarla. Robin dijo que hablara por ella, que era quien tenía miedo al desarraigo. Robin se marchó y se enroló en el ejército de mujeres, que a saber qué sería.

La  primera  cosa  que  Jackson  tuvo  que hacer fue acondicionar varias habitaciones para que no hiciera falta dormir en la cocina cuando llegara el frío. Hubo que deshacerse de algunos ratones, e incluso algunas ratas, que empezaban a buscar el calor de la casa. Cuando le preguntó a Belle por qué no se había hecho con un gato, ella le contestó con uno de sus peculiares razonamientos. No le apetecía ver un gato matando bichos cada dos por tres y arrastrándolos delante de sus narices. Jackson aguzó el oído a los chasquidos de las trampas y se libró de los roedores antes de que Belle se diera cuenta. Luego la sermoneó sobre los papeles que atestaban la cocina, el peligro que supondrían  en  caso de incendio, y Belle accedió a trasladarlos al salón si se solucionaban las humedades. Jackson se empleó a fondo. Invirtió en un calefactor, restauró las paredes y convenció a Belle para que  se  pasara  casi un mes entero encaramándose y bajando los papeles, releyéndolos  y reorganizándolos  y colocándolos en las estanterías que él le hizo.
Belle le contó entonces  que los papeles contenían el libro de su padre. A veces decía que era una novela. A Jackson no se le ocurrió ahondar en el tema, pero un día Belle le explicó que trataba de dos personas llamadas Matilda y Stephen. Una novela histórica.
—¿Recuerdas algo de historia?
Jackson había terminado los cinco años de secundaria con notas respetables y haciendo un buen papel en trigonometría y geografía, pero de historia no recordaba gran cosa. De todos modos, el último año de estudios solo podía pensar en que se iba a la guerra.
—No mucho —dijo.
—La recordarías de cabo a rabo si hubieras ido al colegio del Obispo Strachan. Te la habrían metido por las tragaderas. Al menos la historia de los ingleses.
Le  explicó  que  Stephen  había  sido  un héroe. Un hombre de honor, demasiado bueno para los tiempos que le tocó vivir. Pertenecía a esa rara estirpe  de  personas  que  no  siempre miran por ellas o rompen su palabra cada vez que les conviene. Por consiguiente, no acabó bien.
Y luego estaba Matilda. Era descendiente directa de Guillermo el Conquistador, y tan cruel  y altiva como cabría esperar.  Aun  así, había gente tan estúpida que la defendía por ser mujer.
—Si la hubiera podido acabar, habría sido una magnífica novela.
Desde luego Jackson sabía que los libros existían porque alguien se sentaba a escribirlos, que no salían de la nada. La cuestión era qué les movía  a  escribirlos, con tantos, tantísimos libros como había en el mundo. Dos de esos libros se los había tenido que leer en el colegio. Historia de dos    ciudades y Huckleberry Finn, ambos con un lenguaje que acababa cansando,  aunque  por  distintos motivos. Y era comprensible. Fueron escritos en el pasado.
Lo que a Jackson le asombraba, aunque no tenía  intención de que  se  le  notara,  era que alguien quisiera ponerse a escribir otro libro en el momento presente. Ahora.
Una tragedia, dijo Belle enérgicamente, y Jackson no supo si lo decía por su padre o por los personajes del libro que no llegó a terminar.
De todos modos, una vez ese cuarto estuvo habitable se concentró en el tejado. No servía de nada arreglar una habitación para que volviera a quedar inhabitable en uno o dos años por las malas condiciones del tejado. Jackson lo había apañado para que durara un par de inviernos, pero no podía  garantizar  más  que eso.
Y aún pensaba que en Navidad ya se habría marchado.
Las familias menonitas de la granja vecina apenas alcanzaban para mantener a las muchachas,  y a los  chicos  más  jóvenes que había  visto  les  faltaba  vigor  para  acometer tareas  más  arduas.  Jackson había conseguido trabajar  para  ellos,  durante  la  cosecha  del otoño. Lo llevaban a comer con los demás y, para su sorpresa, descubrió  que las chicas se atolondraban cuando le servían y que no eran mudas, como había imaginado. Se dio cuenta de que las madres  no les quitaban ojo, mientras que los padres no le quitaban ojo a él. Se alegró de  comprobar  que  contentaba  a  madres  y  a padres por igual. Todos vieron que no se inmutaba. No había peligro.
Y por supuesto con Belle no hubo que hablar nada. Jackson había averiguado que era dieciséis años mayor que él. Mencionarlo, incluso  bromear  con el  tema,  lo  estropearía todo. Ella era un tipo determinado de mujer, él era un tipo determinado de hombre.

Iban a comprar, cuando lo necesitaban, a un pueblo llamado Oriole. Estaba justo en dirección opuesta al pueblo de Jackson. Ataba el caballo en el cobertizo de la iglesia unida, porque evidentemente en la calle principal no había postes para amarrar las monturas. Al principio recelaba de ir a la ferretería y al barbero, pero pronto comprendió una característica de los pueblos pequeños que tendría que haber sabido, por el mero hecho de haberse criado en uno de ellos. No se relacionaban mucho unos con otros, salvo por los partidos que se disputaban en el campo de béisbol  o  la  pista  de  hockey,  donde  todo quedaba en una hostilidad fervorosa impostada. Cuando se necesitaba algún artículo que no se conseguía en los comercios  locales, la gente iba a la ciudad. Igual que si querían consultar a un médico que no fuera de allí. No se encontró con  ningún conocido,  y  nadie  mostró curiosidad por él, aunque a veces se volvieran a mirar su caballo. Y los meses  de invierno ni siquiera eso, porque no quitaban la nieve de las carreteras secundarlas y los granjeros que llevaban la leche a la mantequería o los huevos a la tienda de comestibles tenían que ir a caballo, lo mismo que Belle y él.
Belle siempre se paraba a ver qué película había en cartel, aunque no tuviera intención de ir a verla. Si  bien conocía un montón de películas y estrellas de cine, se notaba que se había quedado anclada unos años atrás, un poco como Matilda y Stephen. Sabía, por ejemplo con quién se casó Clark Gable en la vida real antes de convertirse en Rhett Butler.
Jackson no tardó en empezar a cortarse el pelo cuando lo necesitaba y a comprar tabaco cuando se le terminaba. Fumaba ya como un granjero,  liando  a mano  los  cigarrillos  y sin encenderlos nunca dentro de casa.
Durante un tiempo costaba encontrar coches de segunda mano, pero  cuando los hubo, cuando finalmente aparecieron los modelos nuevos y los  granjeros que habían hecho dinero en la guerra estuvieron dispuestos a cambiar los antiguos, Jackson tuvo una charla con Belle. El caballo, Freckles, tenía ya sabe Dios cuántos años, y ante la menor cuesta porfiaba.
Resultó que el tipo que se dedicaba a la compra venta de coches había reparado en Jackson, aunque no contaba con una visita.
—Pensaba que tu hermana y tú erais menonitas, solo que llevabais otra clase de atuendo —dijo el marchante.
Eso sobresaltó un poco a Jackson, era preferible a que los hubiera tomado por marido y mujer. Le hizo pensar cuánto debía de haber envejecido  y cambiado con los años, y hasta qué punto el joven que había saltado del tren, aquel soldado flacucho con los nervios a flor de piel, no se podría reconocer a primera vista en el hombre que ahora era. Belle, en cambio, al menos a sus ojos, se había quedado  en un punto de la vida donde seguía siendo una chiquilla crecida. Y cuando hablaba confirmaba esa impresión, saltando sin cesar hacia atrás y hacia delante, al pasado y de vuelta al presente, hasta tal  punto  que  no  parecía diferenciar el último viaje al pueblo de la última película que vio con su madre y con su padre, o la cómica ocasión en que  Margarita,  que  a esas  alturas había muerto, corneó  a un Jackson amedrentado.

Fue el segundo coche que se compraron, por supuesto de segunda mano, el que los llevó a Toronto en el verano de 1962. Era un viaje que no habían previsto y que llegaba en un momento inoportuno para Jackson.  Para empezar estaba construyendo el nuevo establo de los menonitas, ajetreados en plena cosecha, y además se avecinaba el momento de cosechar las hortalizas que ya había apalabrado vender al almacén de Oriole. Pero  por  fin  consiguió convencer a Belle de que se hiciera ver un bulto que le había salido, y ahora tenía cita para operarse en Toronto.
Qué cambio, decía Belle a cada momento
¿Seguro que estamos todavía en Canadá?
Eso fue antes de pasar Kitchener. Una vez entraron en la nueva autopista se alarmó de verdad, y no paraba de rogarle que buscaran una carretera secundaria o dieran media vuelta y volvieran a casa. Jackson le contestó con una acritud inesperada: el tráfico también era una sorpresa  para él. Después Belle se quedó callada, y Jackson no tuvo manera de saber si cerraba los ojos porque se daba por vencida o porque estaba rezando. Nunca había visto rezar a Belle.
Esa misma mañana había intentado disuadirlo de ir a Toronto. Dijo que el bulto se estaba haciendo más pequeño, no más grande.
Y además, desde que todo el mundo tenía derecho a asistencia sanitaria gratuita, nadie hacía otra cosa que ir corriendo al médico y convertir la vida en un largo drama de hospitales y operaciones, que no hacían más que  alargar  el  suplicio  y convertirse  en  una carga antes de morir.
Se calmó y se animó cuando tomaron el desvío  y se  adentraron  por  fin en la ciudad. Aparecieron en Avenue Road y, aunque no dejaba de  exclamarse de lo cambiado que estaba todo, en cada manzana parecía reconocer algo. Pasaron el edificio donde vivía uno de sus profesores del colegio Obispo Strachan. En el sótano había una tienda en la que vendían leche, cigarrillos y periódicos. ¿No sería de lo más extraño entrar allí ahora y encontrar el Telegram, y que no solo apareciera aún la firma de su padre  sino también la fotografía borrosa que le habían hecho cuando todavía conservaba el pelo?, divagó Belle.
Entonces dio un gritito, al ver en una calle lateral la iglesia donde se casaron sus padres. Podía jurar que era la misma. La habían llevado para enseñársela, aunque no acostumbraban a ir allí. Ellos no iban a la iglesia, ni mucho menos. Fue una especie de broma. Su padre dijo que se habían casado en el sótano, pero su madre dijo que en la sacristía.
En aquella época su madre hablaba perfectamente, era tan normal  como cualquiera.
Tal vez hubiera una ley en esos tiempos que obligaba a casarse en una iglesia para que el matrimonio fuera válido.
Al pasar por Eglinton, Belle vio el rótulo del metro.
—Imagínate, nunca he ido en un tren subterráneo. —En sus palabras se advertía una mezcla  de  dolor  y orgullo—. Imagínate, qué ignorante.

En  el hospital la atendieron enseguida.
Belle siguió animada, hablándoles de los horrores   del  tráfico   y  de  los  cambios, y preguntó si aún se hacía el espectáculo navideño en los grandes almacenes Eaton. ¿Y se seguía leyendo el Telegram?
—Deberías haber pasado en coche por el barrio chino —dijo una de las enfermeras—. Eso sí que es digno de ver.
—Espero verlo cuando vuelva a casa. — Belle se rió, y añadió—: Si es que vuelvo.
—Vamos, no seas tonta.
Otra enfermera le preguntó a Jackson dónde había aparcado el coche y le recomendó que lo desplazara a un sitio donde no hubiera que pagar. También lo puso al tanto del alojamiento para los allegados de los pacientes de fuera de la ciudad, mucho más baratos de lo que se pagaba en un hotel.
Dijeron que iban a instalar a Belle en una cama. Un médico pasaría a visitarla, y Jackson podría  volver  más  tarde  a  darle  las  buenas noches. Quizá la encontrara un poco atontada.
Belle oyó el comentario y dijo que siempre estaba atontada, así que no lo notaría, y hubo algunas risas.
La enfermera acompañó a Jackson a firmar un papel antes de irse. Titubeó donde preguntaba el parentesco. Al final puso «Amigo».
Aunque al volver por la noche advirtió un cambio, no hubiera dicho que Belle estaba atontada. Le habían puesto una especie de saco de tela verde  que le dejaba el cuello y los brazos  prácticamente al descubierto. Jackson rara vez la había visto tan destapada, ni se había fijado en los tendones que se le marcaban entre las clavículas y la barbilla.
Se quejaba de que tenía la boca seca.
—No me dejan tomar más que un miserable trago de agua.
Quiso  que  Jackson fuera a buscarle  una Coca-Cola, que por lo que él sabía jamás había probado.
—Hay una máquina en el vestíbulo, tiene que haberla. Veo a la gente pasar con la botella en la mano y me da aún más sed.
Jackson dijo que no podía desobedecer las órdenes.
A Belle se le saltaron las lágrimas y le volvió la cara, enfurruñada.
—Quiero irme a casa.
—Pronto te irás.
—Podrías ayudarme a buscar mi ropa.
—De ninguna manera.
—Si no, la buscaré yo misma. Me iré sola a la estación de tren.
—Ya no pasan trenes de pasajeros por nuestros pagos.
Dio la impresión de que olvidara repentinamente sus planes de fuga. Al cabo de unos momentos empezó  a recordar la casa y todas  las  reformas  que  habían hecho, o más bien que Jackson había hecho. La pintura blanca reluciente de fuera, e incluso la cocina de atrás, encalada y con un entarimado nuevo. El tejado ya reparado, y las ventanas de nuevo restauradas a su simplicidad original, y, el mayor orgullo de todos, la instalación del agua, que era una delicia en invierno.
—Si no hubieras aparecido, pronto habría estado viviendo en la más absoluta miseria.
Jackson no expresó en voz alta que ya lo estaba cuando llegó.
—Cuando salga de esta haré testamento —dijo Belle—. Todo para ti. Tus esfuerzos no habrán sido en balde.
Desde luego que a él se le había pasado por la cabeza, y como es natural la idea de que la casa acabara siendo suya le hubiera procurado una sobria satisfacción, aunque habría expresado un deseo sincero y cordial de que nada ocurriera antes de tiempo. Ahora, sin embargo, no. Parecía que apenas le concerniera, algo muy distante.
Belle empezó de nuevo con la pejiguera.
—Ay, ojalá estuviera allí y no aquí.
—Te encontrarás mucho mejor cuando despiertes de la operación.
Aunque, por todo lo que había oído, era una mentira como una casa.
De pronto se sentía tan cansado...

Acertó más de lo que hubiera imaginado. Dos días después de que le extirparan el bulto, Belle estaba sentada en una habitación distinta, impaciente  por  recibirlo  y sin  ninguna intención de que la importunaran los gemidos de la mujer que salían de detrás de la cortina que separaba la cama de al lado. Más o menos igual de lastimeros sonaban los gemidos de Belle el día anterior, cuando Jackson no consiguió que abriera los ojos o se percatara de su presencia.
—No  le  hagas  ni  caso  —dijo  Belle— Está  completamente ida.  Seguro que ni se entera. Mañana se levantará como unas castañuelas. O no.
Se advertía una autoridad un tanto ufana, institucional, la crueldad de una veterana. Sentada en la cama, sorbía un líquido de color naranja vivo por una pajita que se doblaba a su conveniencia. Parecía mucho más joven que la mujer a la que había llevado al hospital, hacía apenas unos días.
Belle quiso saber si dormía bien, si había encontrado algún sitio donde se comiera bien, si no hacía demasiado calor  para pasear, si había tenido tiempo para visitar el Museo Real de Ontario, como creía haberle recomendado.
Sin embargo, no se concentraba en sus respuestas. Parecía sumida en el asombro. Un asombro contenido.
—Ah, tengo que contártelo —dijo, interrumpiéndolo mientras le explicaba por qué no había ido al museo—. Vamos, no pongas esa cara de susto. Me vas a hacer reír y me dolerán los  puntos. Aunque ¿de qué  demonios  iba a reírme? La verdad es que se trata de algo triste y espantoso, una tragedia. Ya sabes lo de mi padre, a veces te he hablado de mi padre...
A Jackson no le pasó por alto que dijera padre en lugar de papá.
—Mi padre y mi madre...
Dio la impresión de que tuviera que buscar a su alrededor para poder empezar de nuevo.
—La casa no estaba tan mal como cuando la viste por primera vez. Bueno, es lógico. Usábamos la habitación del final de la escalera como  aseo.  Había que subir el agua, y  luego bajarla,  claro.  Más  tarde,  cuando  viniste,  ya usaba el cuarto de baño de abajo. El de las estanterías, que había sido una despensa, ¿sabes cuál?
¿Cómo podía no recordar que fue Jackson quien sacó las estanterías e  instaló allí el cuarto de baño?
—Bueno, da igual —dijo Belle, como si siguiera el hilo de sus  pensamientos—. La cuestión es que calenté el agua y la llevé arriba para darme un baño de esponja. Y me quité la ropa. Claro, cómo no. Había un espejo grande encima del lavamanos, porque verás, había lavamanos como  en un cuarto de baño  de verdad, solo que al quitar el tapón, cuando terminabas, el agua volvía a caer en el balde. El inodoro  estaba en otro sitio. Supongo  que te haces una idea. Así que iba a lavarme y, naturalmente, estaba desnuda. Debían de ser las nueve de la noche, pero había mucha luz. Era verano, ¿te lo he dicho? Y estaba en ese cuartito que da al oeste.
«Entonces oí pasos y pensé que era papá. Mi padre, quién si no. Debía de haber acostado a mi  madre. Oí pasos en las  escaleras y me llamó la atención lo fuertes que sonaban. No sé por qué, pero me parecieron distintos. Muy deliberados. O quizá esa fue la impresión que me quedó después. Tendemos a dramatizar las cosas después. Los pasos se detuvieron justo delante  de la puerta del cuarto de baño y, si pensé algo, pensé, ah, debe de estar cansado. No había echado el pestillo, porque no lo había. Se daba por hecho que había alguien dentro si la puerta estaba cerrada».
«Así que mi padre estaba al otro lado de la puerta, yo no pensé nada, y entonces abrió la puerta y se quedó allí quieto, mirándome. Y tengo  que  explicar qué quiero decir. Mirándome toda, no solo mi cara. Mi cara miraba al espejo y él me miró en el espejo y también lo que había detrás de mí y yo no veía. En modo alguno era una mirada normal».
«Te diré lo que pensé. Pensé, está sonámbulo. No supe qué hacer, porque se supone que no hay que sobresaltar a alguien que va sonámbulo».
«Pero entonces dijo: “Perdón”, y supe que no estaba dormido».
Aunque sí hablaba con una voz rara, un tono extraño, como si se  hubiera disgustado conmigo. O enfadado, no supe precisarlo. Y entonces se alejó por el pasillo, sin cerrar la puerta. Me sequé, me puse el camisón y me fui a dormir enseguida. Cuando me levanté por la mañana el agua seguía en el lavamanos, y yo no quería acercarme por allí, pero lo hice».
«Aun así todo parecía normal y mi padre ya estaba levantado y escribiendo a máquina. Me gritó buenos días y luego me pidió que le deletreara una palabra. Solía hacerlo, porque mi ortografía era mejor que la suya. Así que se la deletreé  y le dije que si pensaba ser escritor debía aprender a escribir sin faltas, porque era un desastre. Sin embargo, aquel mismo día vino por detrás y se puso muy pegado a mí mientras yo lavaba los platos, me quedé helada. Tan solo dijo: “Belle, lo siento”. Y yo deseé que no lo hubiera dicho. Me asustó. Sabía que era verdad que lo sentía, pero al decirlo así, en voz alta, no pude ignorarlo. “No pasa nada”, fue todo lo que dije, aunque no conseguí que sonara natural o como si de verdad no pasara nada».
«No fui capaz. Quise que se diera cuenta de que por su culpa las cosas habían cambiado. Salí a tirar el agua de los platos y volví a mis quehaceres  sin decir  una palabra más. Luego levanté a mi madre de la siesta y cené pronto y lo llamé, pero no vino. Le dije a mi madre que estaría dando un paseo. Era lo que solía hacer cuando se encallaba al escribir.  Ayudé  a mi madre a cortarse la comida, pero solo pensaba en cosas desagradables.  Sobre todo en los ruidos que a veces salían del cuarto de mis padres, y que yo procuraba no oír tapándome los oídos. En ese momento pensé en mi madre, cenando a mi lado, y me pregunté qué pensaba de  eso, o hasta qué  punto  se  daba cuenta de algo».
«No sabía dónde se habría metido mi padre. Preparé a mi madre para  acostarse, aunque solía hacerlo él. Oí que se acercaba el tren y de pronto el jaleo y el chirrido de los frenos, y debí  de  saber lo que había pasado, aunque no sé en qué momento exactamente.
«Ya te lo había contado. Te conté que lo arrolló el tren».
«Si te cuento esto ahora no es solo para aliviar el peso de mi angustia. Al principio no podía soportarlo y durante mucho tiempo me obligué a creer que mi padre iba caminando por las vías pensando en sus cosas y no oyó el tren. Y fin de la historia. No iba a pensar que el tema era  yo, ni  siquiera  cuál  era  el  meollo  del asunto».
El sexo.
«Ahora lo veo. Ahora lo entiendo de verdad y creo que no fue culpa de nadie. Fue culpa del sexo de los seres humanos en una situación trágica. Yo, que había crecido allí, y mi madre, por cómo estaba, y papá, claro está, por ser como era. No fue culpa mía ni culpa suya».
«Solo intento decir que estas cosas deberían saberse, tendría que haber lugares adonde la gente acuda en una situación así. Y no andar todos  avergonzados  y culpándose  por ello. Si crees que me refiero a los burdeles, aciertas. Si crees que hablo de prostitutas, aciertas otra vez. ¿Entiendes?»
Jackson, sin mirarla a los ojos, dijo que sí.
—Me siento tan liberada... No es que no me parezca una tragedia, pero  he conseguido salir, a eso me refiero. En el fondo se trata de los errores  de la humanidad.  No pienses  que porque sonrío no me mueve la compasión. Me tomo la compasión muy en serio. Y aun así no puedo negar que me siento aliviada. Tengo que decir que de alguna manera estoy contenta. No te incomoda escuchar estas cosas, ¿verdad?
—No.
—Ya ves que no estoy como siempre, lo sé. Lo veo todo muy claro. Y no sabes cuánto lo agradezco.
La mujer de la cama de al lado no había interrumpido sus gemidos rítmicos mientras Belle hablaba. Jackson creyó que la cantinela se le había metido en la cabeza.
Oyó el chirrido de los zapatos de la enfermera en el pasillo y deseó que entraran en la habitación. Y entraron.
La enfermera dijo  que era la hora de la pastilla de la modorra.  Jackson temió que le reclamaran un beso de buenas noches para Belle. Se había  fijado en que en el hospital había mucho besuqueo. Se alegró de que al ponerse en pie nadie lo mencionara.
—Hasta mañana.

Se despertó temprano y decidió dar un paseo antes de desayunar. Había dormido bien, pero se dijo que le convenía airearse un poco del ambiente del hospital. No era que estuviera demasiado preocupado por el cambio de Belle. Pensó que era posible, e incluso probable, que volviera a la normalidad ese mismo  día, o al siguiente. Quizá ni se acordara de la historia que le había contado. Ojalá.
El sol estaba bien alto, como correspondía a la época del año, y los  autobuses y los tranvías iban ya bastante llenos. Caminó hacia el sur antes de girar hacia el oeste por Dundas Street, y al cabo de un rato se encontró en el barrio chino, del que había oído hablar. Los tenderos trajinaban con carretillas cargadas de verduras, unas reconocibles y muchas que no lo eran tanto, y de los escaparates colgaban animales pequeños despellejados, al parecer comestibles. Camiones mal aparcados y gritos apremiantes en chino invadían la calle. Chino. Por el clamor estridente de sus voces daba la impresión de que estuvieran en medio de una guerra, aunque para ellos  seguramente fuera algo cotidiano. Aun así Jackson sintió necesidad de apartarse y se metió en un restaurante, regentado por chinos pero donde servían el desayuno clásico de huevos con beicon. Al salir, su intención era volver al hospital desandando el camino.
Y, sin embargo, cuando se dio cuenta había echado a andar de nuevo hacia el sur. Iba por una calle  residencial de casas de ladrillo altas y un tanto estrechas, probablemente construidas antes de que la gente de la zona sintiera la necesidad de aparcar el coche en la puerta, o antes  incluso  de que tuviera coche. Antes de que existieran los coches y demás. Siguió  andando  hasta  una señal  que  indicaba Queen Street, una calle de la que había oído hablar. Giró hacia el oeste y caminó hasta que, unas  manzanas  más  allá, se encontró con un obstáculo. Delante de una bollería había un pequeño corro de gente.
Una ambulancia montada en la misma acera bloqueaba el paso. Algunos se quejaban del retraso y preguntaban en voz alta si les parecía correcto aparcar así una ambulancia, mientras que a otros se los veía bastante tranquilos y comentaban los posibles motivos de aquella irregularidad. Llegó a mencionarse la muerte, y algunos de los curiosos nombraron a varios candidatos mientras otros decían que era la única excusa legal para que el vehículo estuviera donde estaba.
Al final sacaron a un hombre sujeto con correas a la camilla, que no debía de estar muerto, porque de  lo contrario  le  hubieran tapado  la cara, pero sí inconsciente y con la piel gris como el cemento. No lo sacaron por la  puerta de la bollería, como algún guasón había anunciado, en una especie de indirecta a la calidad de los bollos, sino por la puerta de entrada a la casa de vecinos. Era un respetable edificio de ladrillo de cinco plantas, con una lavandería automática y la bollería en el bajo. El nombre tallado en la puerta principal sugería un pasado orgulloso, con un punto de locura.
Bonnie Dundee. Una casa de huéspedes con el nombre de la marcha oficial del ejército canadiense.
Un hombre sin el uniforme del personal de emergencias salió el último. Miró con exasperación al corro de espectadores, que ya hacían amago de dispersarse. Solo faltaba oír el aullido solemne de la ambulancia al arrancar y alejarse a toda velocidad por la calle.
Jackson fue uno de los que no se molestaron en apartarse. No hubiera dicho que todo aquello le despertara curiosidad, sino más bien que esperaba el inevitable momento de dar media vuelta. El hombre que había salido del edificio se acercó a preguntarle si tenía prisa.
No. No especialmente.
Era el propietario del edificio. El hombre al que se habían llevado en la ambulancia era el portero.
—He de ir al hospital a ver qué le pasa. Ayer estaba como una rosa. Ni una queja. No puedo recurrir a nadie de por aquí cerca, me temo. Y lo peor es que no encuentro las llaves. Él no las lleva encima y no están donde suele guardarlas. Y como tengo que ir a mi casa a buscar una copia, me preguntaba si podría usted vigilar un poco todo esto hasta que yo vuelva. Tengo  que  ir a mi casa y al hospital. Podría pedírselo a alguno de los inquilinos, pero prefiero no hacerlo, no sé si me explico. No quiero que me den la lata, cuando  yo mismo aún no sé qué pasa.
Volvió  a preguntarle  a Jackson si  no  le importaba,  y Jackson dijo  que  no, que  no se preocupara.
—Esté al tanto de quién entra y sale, pida que le enseñen las llaves. Dígales que hay una emergencia, pronto se arreglará.
A punto ya de irse, se volvió.
—Si quiere, puede sentarse.
Había una silla en la que Jackson no se había fijado. La habían dejado plegada a un lado para que no estorbara a la ambulancia. Era una de esas sillas de lona sencillas, pero bastante cómoda y recia. Jackson le dio las gracias y la colocó  en un sitio donde no molestara a los transeúntes  o  a  los  residentes del edificio. Nadie le prestó atención. Jackson había estado a  punto de comentarle al propietario que también debía volver al hospital en breve, pero el hombre iba con prisas y bastantes cosas tenía ya en la cabeza. Además le había asegurado que volvería en cuanto pudiera.

Al sentarse Jackson se dio cuenta de cuánto rato llevaba de pie, caminando de aquí para allá.
El hombre le había ofrecido que se pidiera un café o algo de comer en la bollería.
—Basta con que les diga mi nombre.
Sin  embargo Jackson ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Al volver, el propietario se disculpó por el retraso. El hombre al que se habían llevado en ambulancia había muerto. Había tenido que ocuparse de todos los trámites. Y de hacer otro juego de llaves. Tome, aquí están. Se celebraría algún tipo de funeral para los inquilinos  más antiguos del edificio. Una esquela en el periódico quizá trajera a algunas personas más. Iban a ser unos días engorrosos, hasta que todo se solucionara.
Resolvería el problema. Si Jackson podía.
Temporalmente. Solo temporalmente.
Jackson se oyó decir, sí, por él perfecto.
Si necesitaba un poco de tiempo, se podría organizar. Oyó decir al hombre, su nuevo jefe. Hasta después del funeral y de que se deshiciera de algunas posesiones personales. O sea que, si quería, disponía de unos días para arreglar sus asuntos y hacer el traslado como es debido.
No sería necesario, dijo Jackson. Sus asuntos estaban arreglados y todas sus pertenencias las llevaba encima.
Eso despertó cierto recelo, como es natural. A Jackson no le sorprendió enterarse un par de días más tarde de que su nuevo patrón había hecho una visita a la policía, aunque  al parecer fue bien. Simplemente lo tomaron por uno de esos solitarios  que se meten hasta el cuello en algún  asunto, pero  que a fin de cuentas no infringen ninguna ley.
Al menos parecía que nadie andaba en su busca.

Por norma Jackson prefería  a los inquilinos mayores. Por norma, solteros. No de esos que podrían llamarse muertos vivientes, sino  gente  con  intereses. A veces incluso talento. Esa clase de talento que, tras revelarse una vez y permitir que alguien se ganara un tiempo la vida, no duraba siempre. Un comentarista de radio que había sido popular en los años de la guerra, pero que ahora tenía las cuerdas vocales destrozadas. Aunque la mayoría de la gente quizá pensara que había muerto, vivía en un cuarto amueblado de soltero, al tanto de las noticias y suscrito al Globe and Matt, que le pasaba luego a Jackson por si había algo de interés para él.
Una vez lo hubo.
Marjorie Isabella Treece, hija del antiguo columnista del Toronto  Evening Telegram, Willard Treece, y de Helena Treece (de soltera, Abbott),  además de antigua amiga de Robin Ford (de soltera, Shillingham), ha fallecido tras una valiente lucha contra el cáncer. Tenga la bondad de   notificarse en el periódico de Oriole. 18 de julio, 1965.
No se mencionaba dónde había vivido hasta su muerte. Probablemente  en  Toronto, teniendo en cuenta la relevancia de Robin en la nota. Quizá había durado más de lo esperado, y puede que incluso con holgura y ánimos razonables, hasta que se acercó el final, claro. Belle siempre había demostrado tener un don para adaptarse a las circunstancias. Más, tal vez, que el que tenía el propio Jackson.
No es que se dedicara a pensar mucho en las habitaciones que había compartido con ella o en el trabajo que había hecho en su casa. No hacía falta: esas cosas normalmente  afloraban en sueños, y su sensación entonces era más de exasperación que de añoranza, como si tuviera que ponerse a trabajar enseguida para terminar algo.
A los huéspedes de la pensión Bonnie Dundee por costumbre los incordiaba cualquier clase  de mejoras, pensando  que  repercutirían en  su  alquiler. Jackson los convencía, con modales respetuosos y buen sentido de la economía. El edificio mejoró y empezó a haber lista de  espera. El  dueño  se  quejaba de que acabaría convirtiéndose en un refugio de viejos chiflados,   pero  Jackson decía que por lo general eran más limpios que la media y ya no estaban en edad de cometer fechorías. Había una mujer que había tocado en la Sinfónica de Toronto, y un inventor que aún no había dado en el clavo con sus inventos pero mantenía la esperanza, y un actor húngaro refugiado cuyo acento le perjudicaba pero que aún salía en un anuncio en algún lugar del mundo. Todos eran muy correctos, y de algún lado sacaban el dinero para ir al restaurante Epicuro y pasar la tarde contándose historias. Además tenían algunos amigos que sí eran famosos de verdad y que de vez en cuando se pasaban de visita. Y no desmerecía contar en la pensión Bonnie Dundee con un predicador a domicilio, que a pesar de mantener una relación delicada con su iglesia, cualquiera que fuese, siempre estaba disponible para oficiar cuando se lo requería.
Cierto que la gente tenía la costumbre de apurar hasta la última moratoria de pago, pero al menos no se largaban corriendo.
Una excepción fue una pareja joven, una tal Candace y un tal Quincy, que se fugaron en plena noche sin zanjar el alquiler. Resultó que había sido el dueño quien estaba al cargo el día en que llegaron buscando habitación, y luego se disculpó por su mala elección con la excusa de que hacía falta una cara nueva en el edificio. La cara de Candace, no la del novio. El novio era un capullo.

Un día de verano de mucho calor, Jackson abrió  de  par  en par  la puerta trasera, la del servicio, para que entrara el poco aire que corría mientras barnizaba una mesa. Era una mesa preciosa que había conseguido por menos de nada, porque tenía el barniz desconchado. Pensó que iría bien en la entrada, para dejar el correo.
Pudo salir de la oficina porque el dueño estaba dentro, repasando unos alquileres.
El timbre de la puerta principal apenas se oía al fondo del pasillo.  Jackson  limpió  el pincel para ir a atender, porque pensó que el dueño, enfrascado en los números, no querría interrupciones, pero al parecer no le importó, porque oyó que la puerta se abría y la voz de una mujer. Una voz al borde de la extenuación, y aun así capaz de mantener cierto encanto, la confianza absoluta de que lo que dijera conquistaría a quien la escuchara.
Seguramente había heredado aquel aplomo de su padre, el pastor, pensó Jackson, justo antes de que el impacto lo alcanzara de lleno.
Era la última dirección que tenía de su hija, dijo la mujer. Estaba buscando a su hija. Candace,  su hija. Que quizá viajara con un amigo. Ella, la madre, había venido a buscarla desde la Columbia Británica. Desde Kelowna donde vivían ella y el padre de la chica.
Ileane  Jackson reconoció su voz sin asomo de duda. Aquella mujer era Ileane.
Oyó que preguntaba si podía sentarse un momento. Entonces el dueño le acercó su silla, la silla de Jackson.
En Toronto hacía más calor del que se esperaba; aunque conocía Ontario, se había criado allí.
Se preguntaba si sería mucha molestia que le pidiera un vaso de agua.
Debía de haber recostado la cabeza entre las manos, porque la voz sonó un tanto apagada. El dueño salió al pasillo y echó unas monedas en la máquina para sacar un 7UP. Quizá le pareció un refresco más propio de damas que la Coca-Cola.
Vio a Jackson asomado escuchando, y con un gesto le indicó que se ocupara de la mujer, quizá  porque lo creía más acostumbrado a tratar con  inquilinos  afligidos, pero Jackson negó rotundamente con la cabeza.
No.
La aflicción de la mujer no duró mucho.
Le pidió disculpas al propietario, y él le dijo que el calor hoy en día podía jugar malas pasadas.
Y a propósito de Candace. Se habían marchado ese mismo mes, hacía unas tres semanas. No habían dejado ninguna dirección.
—En casos como estos, suele pasar. La mujer captó la insinuación.
—Por supuesto yo puedo saldar...
Tras algunos murmullos y susurros, la cuestión quedó zanjada.
—Supongo  que  no  me  puede  dejar  ver dónde vivían... —dijo luego la mujer.
—Ahora mismo  el  inquilino  no  está  en casa, pero aunque estuviera no creo que le pareciera bien.
—Claro, qué tontería.
—¿Hay algo en lo que tenga un particular interés?
—Oh,  no. No. Qué amable ha sido.  Le estoy entreteniendo.
La mujer se había levantado para irse. Salieron de la oficina, bajaron el par de escalones hasta la puerta principal. Entonces la puerta  se  abrió y los ruidos de la calle se tragaron los saludos de despedida de la mujer, si los hubo.
Aunque se hubiera llevado una desilusión, saldría adelante con entereza.
Jackson salió de su escondite cuando el propietario volvió a la oficina.
—Sorpresa. Hemos recuperado el dinero —fue todo lo que dijo el dueño.
Era un hombre en esencia indolente, cuando menos respecto a los  asuntos personales. Un rasgo que Jackson apreciaba de él.
Desde luego le habría gustado verla. Ahora que se había ido, Jackson casi lamentaba haber desperdiciado  la ocasión. Jamás caería en la bajeza de preguntarle al propietario si la mujer seguía teniendo el mismo pelo oscuro, casi negro, y aquella figura alta y esbelta, con muy poco pecho. No recordaba bien a la hija. Era rubia, pero seguramente teñida. No tendría más de veinte  años, aunque  hoy en día era difícil saberlo. Se veía que el novio la ataba  muy corto. Huir de casa, huir de las facturas, romper el corazón de unos padres, todo por un tipejo como aquel.
¿Dónde estaba Kelowna? En algún sitio hacia el oeste. Alberta, la Columbia Británica Un largo viaje para lanzarse en busca de una hija. Sin duda aquella madre era una mujer tenaz. Una optimista. Probablemente  seguía siéndolo. Se había casado. A menos que fuera madre soltera, aunque Jackson no lo creía. Se habría asegurado, la próxima vez se habría cerciorado de no ser de las que acaban en tragedia. La hija tampoco sería de esas. Volvería a casa cuando se cansara. Quizá llevara un bebé a cuestas, pero eso ahora estaba a la orden del día.

Poco antes de Navidad, en el año 1940 hubo un alboroto en el instituto. El jaleo llegó al tercer piso, donde el clamor de las máquinas de escribir y las calculadoras solía mantener a raya los ruidos de abajo. Allí arriba estaban las chicas más mayores de la escuela, las que el año anterior habían estudiado latín y biología e historia europea, y que ahora aprendían mecanografía.
Una de ellas se llamaba Ileane Bishop, que curiosamente era hija de un reverendo, aunque en la iglesia unida de su padre no hubiera obispos. Ileane había llegado al pueblo con su familia al comienzo del bachillerato, y durante cinco años, por la costumbre de distribuir los asientos siguiendo el orden alfabético, se sentó detrás de Jackson Adams. A esas alturas el resto de la  clase  había aceptado la extraordinaria timidez y el silencio de Jackson, pero, por ser nuevos para Ileane, en aquellos cinco años consiguió irlos venciendo poco a poco. Pedía que le prestara gomas, plumillas e instrumentos de geometría, no tanto para romper el hielo, como porque era atolondrada por naturaleza. Intercambiaban las respuestas de los problemas  y se puntuaban las pruebas. Cuando se encontraban por la calle  se saludaban, y a ella le parecía que el saludo de Jackson era más que un murmullo, e incluso advertía cierto énfasis. No iban mucho más allá, salvo porque compartían ciertas  bromas. Ileane no era tímida, pero sí inteligente y distante,  y  no  especialmente popular, y eso debía de encajar bien con el temperamento de Jackson.
Desde lo alto de la escalera, cuando todo el mundo salió a ver qué pasaba, Ileane se sorprendió al ver que Jackson era uno de los dos chicos que armaban el jaleo. El otro era Billy Watts. Chicos que apenas el año anterior se encorvaban sobre los libros e iban obedientemente de una clase a la otra con andar cansino, de pronto parecían transformados. Con los uniformes del ejército se los veía el doble de corpulentos, y hacían mucho barullo al  trotar de un lado a otro con las botas militares. Iban anunciando  a gritos  que aquel día se suspendían las clases, porque todo el mundo debía participar en la guerra. Repartían cigarrillos a diestra y siniestra, tirándolos  al suelo, de donde los recogían críos que todavía ni se afeitaban.
Guerreros despreocupados, invasores bullangueros. Borrachos hasta las cejas.
—No soy ningún tacaño —repetían a gritos.
El director trataba de echarlos, pero como eran los primeros tiempos de la guerra y aún se miraba con cierto respeto reverencial a los muchachos que se habían alistado, no fue capaz de mostrarse tan tajante como lo habría hecho un año más tarde.
—Vamos, vamos —decía.
—No soy ningún tacaño  —le dijo Billy Watts.
Jackson probablemente había abierto la boca para decir lo mismo, pero en ese momento sus ojos se encontraron con los de Ileane Bishop y al mirarse hubo cierto intercambio de información.
Ileane Bishop se dio cuenta de que Jackson estaba borracho de verdad, pero solo hasta el punto de poder hacerse el borracho y ser capaz de controlar la embriaguez que exteriorizaba. (Billy Watts estaba borracho como una cuba, sin más.) Al percatarse de la situación, Ileane bajó las escaleras sonriendo y aceptó un cigarrillo, que sostuvo apagado entre los dedos. Luego salió de la escuela flanqueada por los dos héroes, con uno de cada brazo.
Una vez fuera encendieron los cigarrillos. Más tarde hubo opiniones encontradas en la  congregación del padre de Ileane. Algunos decían que Ileane en realidad no había fumado, solo lo había fingido para calmar a los chicos, mientras que otros decían que desde luego que sí. Que había fumado. La hija de su pastor. Fumando.
Billy rodeó a Ileane con los brazos e intentó besarla, pero tropezó, y al caer y quedar sentado en la escalinata de la escuela, se puso a cacarear como un gallo.
Dos años después estaría muerto. Entretanto había que llevarlo a casa a rastras, así que Jackson lo levantó y se lo echó a la espalda. Por suerte no vivía lejos de la escuela. Allí lo dejaron, inconsciente, en las escaleras. Luego se pusieron a hablar.
Jackson no quería irse a casa. ¿Por qué no? Porque estaba su madrastra, dijo. Odiaba a su madrastra. ¿Por qué? Por nada.
Ileane sabía que su madre había muerto en un accidente de coche cuando era muy pequeño; a veces era la excusa que se daba para explicar su timidez. Ileane creyó que seguramente el alcohol lo hacía exagerar, pero no intentó tirarle de la lengua.
—Vale —dijo—. Entonces  puedes quedarte en mi casa.
Daba la casualidad  de que  la madre de Ileane estaba fuera, cuidando de una abuela enferma. Mientras tanto Ileane se ocupaba de las tareas  domésticas y atendía sin orden ni concierto a su padre y sus dos hermanos menores. Fue una pena, en opinión de algunos. No es que su madre hubiera puesto el grito en el cielo, pero habría querido conocer los pormenores, ¿quién era este muchacho? Por lo menos habría hecho que Ileane fuera a la escuela como de costumbre.
Un soldado y una chica, en tratos tan íntimos de repente. Y sin que hasta el momento hubiera habido más que logaritmos y declinaciones entre ellos.
El padre de Ileane no les hizo mucho caso. La guerra le interesaba más de lo que algunos de sus feligreses creían conveniente para un pastor, así que era un motivo de orgullo tener a un soldado en casa. Además se apenaba de no poder mandar a su hija a la universidad. Ahorraba  para poder  mandar  algún  día a sus hijos, que tendrían que ganarse el sustento. Por eso era más indulgente con Ileane.
Jackson e Ileane no iban al cine. No iban al salón de baile. Iban a  pasear, hiciera el tiempo que  hiciera,  y a menudo después del anochecer. A veces iban al restaurante a tomar café, pero no se esforzaban por ser  amables con nadie. ¿Qué les pasaba?, ¿se estaban enamorando? Al caminar a veces se rozaban las manos, y Jackson se obligó a acostumbrarse. Y cuando Ileane pasó de lo accidental a lo deliberado, Jackson se dio cuenta de que también podía acostumbrarse a eso, si superaba una ligera aprensión.
Se fue tranquilizando, e incluso estaba preparado para besarse.
Ileane fue sola a casa de Jackson a buscar su macuto. La madrastra le mostró su brillante dentadura postiza y quiso aparentar que estaba dispuesta a divertirse un poco.
Preguntó qué tramaban.
—Más te vale andarte con ojo —dijo. Tenía fama de escandalosa. De malhablada, más bien.
—Pregúntale si se acuerda de que en otros tiempos era yo quien le lavaba el culo — dijo.
Ileane, al contárselo, le dijo que ella en cambio había sido especialmente fina, incluso pretenciosa, porque no soportaba a la mujer.
Sin embargo Jackson se sonrojó acorralado y muerto de vergüenza,  igual que cuando le hacían una pregunta en la escuela.
—No debería haberla mencionado —dijo Ileane—. Viviendo en la casa parroquial, te acostumbras a caricaturizar a la gente.
Jackson dijo que no pasaba nada.
Aunque entonces no lo supieran, fue el último permiso de Jackson. Luego se escribieron. Ileane le contó que había acabado mecanografía y taquigrafía y que había encontrado trabajo en el registro municipal. Era decididamente  irónica con todo, más que cuando estudiaban. A lo mejor  pensaba que estando en la guerra le iría bien un poco de humor. Y se  empeñaba en estar enterada de todos los rumores. Cuando había que arreglar matrimonios apresurados a través del registro municipal, aludía a la novia virgen.
Y cuando mencionaba a algún cura que visitaba la casa parroquial y dormía en el cuarto de invitados, se preguntaba si el colchón induciría sueños raros.
Jackson le escribió acerca de las multitudes hacinadas en el Île de France y los rodeos para esquivar a los submarinos alemanes. Cuando llegó a Inglaterra se compró una bicicleta y le hablaba de los lugares a los que iba pedaleando, si no estaban fuera de los límites.
Sus cartas, a pesar de ser más prosaicas que las de Ileane, siempre iban firmadas «Con amor». Cuando llegó el día D hubo un silencio que a ella le pareció agónico, aunque entendía perfectamente que fuera inevitable, hasta que Jackson pudo volver a escribirle diciéndole que todo estaba en orden, aunque no le permitían dar detalles.
En esa carta habló, igual que lo había hecho ella, de matrimonio.
Y por fin llegó el día de la victoria de los Aliados en Europa y el viaje de vuelta a casa Jackson le describió el cielo estival, lleno de estrellas fugaces.
Ileane había aprendido a coser. Se estaba haciendo un vestido de verano nuevo para celebrar su regreso, un vestido de rayón verde lima con falda de vuelo y manga ranglan, que se ceñiría con un cinturón fino de cuero sintético dorado. Pensaba ponerse una cinta de la misma tela verde en la pamela.
«Toda esta descripción es para que me reconozcas y no vayas corriendo al encuentro de alguna otra mujer bonita que ande por la estación».
Jackson le mandó una carta desde Halifax diciéndole que llegaría en el tren de la noche, el sábado siguiente. Dijo que la recordaba a la perfección y no había riesgo de que la confundiera, aunque aquella noche hubiera todo un enjambre de mujeres en la estación.
La última noche antes de que Jackson partiera al frente, se habían quedado hasta tarde en la cocina de la casa parroquial, donde colgaba el retrato del rey Jorge VI que aquel año se veía en todas partes. Al pie, había una cita.
Y al hombre que custodiaba las puertas del año le dije:  «Dame una luz con la que adentrarme sin peligro en lo desconocido».
Y él contestó: «Adéntrate en las tinieblas y pon tu mano en la mano de Dios. Así irás mejor que con cualquier luz y caminarás más tranquilo que por cualquier camino conocido».
Luego subieron en silencio y Jackson se fue a la cama del cuarto de invitados. Debieron de acordar que ella acudiría después, pero quizá él no había entendido muy bien para qué.
Fue un desastre. Pero, a juzgar por cómo se comportó Ileane, puede que ni siquiera se diera cuenta. Cuanto más desastroso era, más frenesí le ponía ella. Jackson no vio el modo de detenerla, ni de explicárselo. ¿Era posible que una chica supiera tan poco? Al final se separaron como si todo hubiera ido bien. Y a la mañana siguiente se despidieron en presencia del  padre  y los  hermanos. Al cabo de poco empezaron las cartas.
Jackson se emborrachó  y lo intentó una vez más, en Southampton, pero la mujer no se anduvo con rodeos.
—Ya basta, nene, lo tuyo no tiene arreglo.

Una cosa que  no  le  gustaba era que  las mujeres o las chicas se emperifollaran. Guantes,   sombreros,   frufrú de faldas, le parecían exigencias y molestias  innecesarias, pero ¿cómo iba a saberlo Ileane? Verde lima. Jackson no estaba seguro de conocer el color.
Sonaba ácido.
Entonces se le ocurrió, sin proponérselo, que bastaba con no aparecer.
Ileane quizá se dijera que debía de haber confundido la fecha, o puede que se lo dijera a alguien.  Jackson se convenció de que se le ocurriría alguna mentira. Era una chica con recursos, después de todo.

En cuanto la oye salir a la calle, a Jackson lo acomete el deseo de verla. Sería incapaz de preguntarle al propietario qué aspecto tenía la mujer, si su pelo era oscuro o canoso, si aún era delgada o había echado carnes. Le parecía un prodigio que su voz, a pesar de la aflicción del momento, siguiera idéntica. Atrayendo todo el peso hacia sí misma, a sus modulaciones musicales, a la vez que se deshacía en excusas.
Había venido de muy lejos, pero era una mujer tenaz. Era evidente.
Y la hija volvería. Demasiado consentida para desligarse. Cualquier hija de Ileane estaría consentida, amoldaría el mundo y la verdad a su antojo, como si nada pudiera frustrarla demasiado tiempo.
Si hubiera visto a Jackson, ¿lo habría reconocido? Creía que sí. A pesar de los cambios. Y lo habría perdonado, allí mismo. Para mantener viva la idea que tenía de sí misma, siempre.
Al día siguiente no quedaba ni rastro del alivio que Jackson sintió al pensar que Ileane había pasado de largo por su vida. Ahora que conocía el lugar, podría volver. Quizá se instalara un tiempo en la ciudad y se dedicara a recorrer las calles en busca de un rastro reciente. Indagando  sobre  tal o cual persona, con una humildad que en realidad no era humildad, con aquella voz suplicante pero también antojadiza. Se la podía encontrar de frente cualquier día al ir a abrir la puerta. Sorprendida solo un momento, como si lo esperara desde siempre. Barajando ante él las posibilidades  de la vida, convencida de poder hacerlo.

La cuestión se podía zanjar, solo hacía falta un poco de determinación.  De pequeño, con seis o siete años, zanjó las bromas de su madrastra, lo que ella llamaba bromas o travesuras. Salió corriendo a la calle en medio de la   oscuridad y, aunque su madrastra consiguió hacerlo entrar de nuevo, se dio cuenta  de que se escaparía de verdad si no paraba de una vez, de manera que paró. Y se quejaba de que fuera tan soso, porque ya no podría decir que alguien la odiaba.

Jackson pasó tres noches más en el edificio llamado Bonnie Dundee. Preparó una cuenta para el dueño de cada vivienda y anotó cuándo vencían los gastos de mantenimiento, y en qué consistirían. Comentó que debía ausentarse un tiempo, sin indicar por qué ni adónde. Vació la cuenta corriente del banco y reunió sus pocas pertenencias. Por la tarde, a última hora, subió al tren.
Durmió a ratos durante la noche, y en uno de esos retazos vio a los chiquillos menonitas pasar en su carreta. Oyó sus vocecitas cantando.
A la mañana siguiente se bajó en Kapuskasing. Le llegó el olor de los aserraderos, y el aire frío le dio ánimos. Trabajo habría, seguro que habría trabajo en un pueblo maderero.

Alice Munro
Mi vida querida
Lumen, Barcelona, 2003





FICCIONES

DRAGON
ALICE MUNRO / THE ART OF FICTION

LISA DICKLER / AN INTERVIEW WITH ALICE MUNRO / 2006
LISA DICKLER / AN INTERVIEW WITH ALICE MUNRO / 2010
LISA DICKLER / AN INTERVIEW WITH ALICE MUNRO

CHARLES McGRATH / AN APPRECIATION OF ALICE MUNRO
DANIEL MENAKER / AN APPRECIATION OF ALICE MUNRO
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