Friday, October 4, 2013

Marcos Ordoñez / Dios bendiga a James Salter

James Salter, uno de los grandes prosistas de la ficción estadounidense. (Lana Rys)
James Salter, uno de los grandes prosistas de la ficción estadounidense. (Lana Rys)

Vida y Obra: James Salter

El estadounidense James Salter, con 87 años, publica su próxima -y sexta- novela este 2 de abril. Nunca tuvo un reconocimiento masivo, pero sí es venerado por los mejores escritores de su país. Fue piloto de guerra y guionista de cine. Ha dicho que sólo lo que se escribe termina siendo real. Lo demás, es un sueño.

POR ANDRÉS HAX

James Salter
Nueva York, Zona Cero, 2001
Foto de Corina Arranz

Si eres un lector exaltado —el tipo de persona para quien los libros son un componente imprescindible de la vida interior— y no conoces a James Salter… bueno, estás entre los benditos. Es como si aun no conocieras a Proust, Hemingway o Saint-Exupéry; porque es ese tipo de lectura la que te espera en los libros de Salter. Como cualquier gran escritor, Salter es sui generis. Su mundo narrativo, sus búsquedas existenciales y su prosa son de él y únicamente de él. Pero para introducírselo a alguien por primera vez, no es descarado remitirse a estos tres nombres épicos como acabamos de hacer. Tiene algo de Hemingway en cuanto a la lucidez de su prosa y también en el asombro de un estadounidense que descubre Europa por primera vez (y además, en que escribió una gran novela de guerra); comparte con Proust una obsesión lírica y melancólica sobre el efecto del pasado –y el recuerdo del pasado- sobre el presente de la vida de una persona (y además una fascinación con la alta sociedad, pero visto desde afuera); y como Saint-Exupéry, es una de las pocas personas que ha volado aviones en situaciones extremas e históricas y después ha sido capaz de escribir sobre esa experiencia con el don de un poeta y el realismo duro de un verdadero hacedor.
 James Salter nació con el nombre James Horowitz, en 1925, en la ciudad de Nueva York. Hoy vive y goza de buena salud, y con 87 años, está por publicar una nueva novela, que sale el 2 de abril. Es su sexta nomás. También ha publicado dos compilaciones de cuentos cortos, una colección de relatos de viaje, un curioso libro sobre la comida, y un libro de memorias. Aunque no es conocido o alabado como sus contemporáneos Philip Roth o Saul Bellow, y por más de que nunca tuvo un best-seller, sus libros son atesorados por los mejores escritores estadounidenses – con lo cual ha caído en el rótulo de ser considerado un “escritor de escritores.”
 Sobre su nueva novela, All That Is, John Irving dijo: “Una bella novela…con una euforia de lenguaje que hubiera satisfecho a Shakespeare.” Susan Sontag había dicho que era uno de los pocos escritores de ficción cuyos libros esperaba como un gran acontecimiento. Richard Ford lo ha declarado, simplemente, el maestro. Recién la semana pasada, Salter fue nombrado como uno de los ganadores de la primera edición de un importantísimo nuevo premio literario para escritores de ficción en la lengua inglesa, otorgado por la universidad de Yale: el Windham-Campbell, dotado con 150.000 dólares.
 Todo lo que sabemos de Salter viene de su libro de memorias Burning The Days(Quemando los días), publicado en 1997, y comparable con Hable, memoria, la autobiografía de Nabokov. Salter también ha dado varias entrevistas, incluyendo una con The Paris Review – esa entrevista canonizadora que vale casi lo mismo que un Pulitzer, en cuanto al prestigio.
 Antes de todo, y antes de proceder, hay que decir que Salter ha tenido una vida profundamente románica, esas que es improbable que se repitan. Fue aviador de guerra y un bon vivant; escribió guiones para Hollywood y vivió mucho tiempo en Europa, cuando aun era misteriosa. Conoció a grandes figuras artísticas y escribió algunos libros que tienen una alta probabilidad de perdurar en los siglos.
 El padre de Salter era un comerciante que se había recibido en West Point,  la histórica universidad militar estadounidense. En ese sentido, Salter terminó siguiendo los pasos de su padre. No era de los mejores alumnos y tampoco estaba entre los peores. No tenía un fervor militar pero tampoco entró a la universidad obligado por su padre y, por ende, con resentimientos. Aun no tenía aspiraciones literarias, aunque era lector. Lo que sí, sentía una sed ambigua de gloria, de participar en grandes e históricos acontecimientos. De no ser olvidado.
 Al recibirse, ingresó a la fuerza aérea, donde fue aviador por 12 años. Se había perdido la Segunda Guerra Mundial, pero si algo sobra en este mundo, son las guerras. La suya fue la de Corea. Fue voluntario. Llegó al teatro de operaciones en Febrero de 1952, con 27 años de edad. Voló más de 100 misiones en aviones F-86, luchando en combates aéreos contra los MIG-15 de la Unión Soviética. No fue un héroe de guerra pero, por lo menos, como dijo en una entrevista televisiva, estuvo “en el show”.
 La primera novela de Salter, The Hunters (Los Cazadores), la escribió de noche y durante los fines de semana mientras estaba en la fuerza aérea. Se publicó en 1956. Allí Horowitz eligió el nombre Salter para no perjudicar su carrera militar. Después, además, se cambió el nombre legalmente.
 Más tarde en su vida, Salter descontó The Hunters como una novela de su juventud, menospreciándola. Para este redactor, por lo menos, es una opinión incomprensible. Es posible, a pesar del deseo de Salter mismo, que esta sea la novela suya que perdure en el tiempo. Como dijimos al principio de esta nota, y como han dicho decenas de otros lectores, es inusual que una persona con una experiencia tan particular tenga los poderes artísticos para hacer de ella una obra de arte viva y real. Es una novela de guerra y de iniciación, pero también está llena de luz, de paisajes, de complejas emociones humanas.
 La segunda novela de Salter fue publicada en 1961 con el título The Arm of The Flesh y nuevamente —reescrita— en el 2000, con el título Cassada. También está ambientada en las fuerzas aéreas, pero sería la última vez que utilizara su experiencia de aviador para escribir sus ficciones.
 A los 32 años, ya casado y con dos hijos, Salter tomo la decisión más difícil e importante de su vida. Decidió abandonar la fuerza aérea para dedicarse exclusivamente a escribir. El paso fue difícil porque amaba volar y no tenía nada en contra de la vida militar. Su deseo de ser escritor, sin embargo, era demasiado fuerte y no podía convivir con ninguna otra forma vida. Exijía su atención completa. Como explicó en una entrevista anterior:
 “Decidí escribir o perecer. Cambié mi nombre… Y estaba solo. Y cuando despegas, completamente solo, esa primera vez, es inolvidable. De repente, sientes que tienes un par de alas sobre tu espalda, y puedes escribir algo que sientes que es glorioso. Hay una libertad en escribir. Me admiro más sobre la página que en la realidad. No quise convertirme en un escritor demasiado masculino, porque mi vida había sido masculina.”
 En esa misma entrevista, sintetizó sus creencias estéticas sobre la escritura y la razón por cual escribir:
 “Viene de la vida, pero no es la vida. Es otra cosa. Es un poema de la vida. Viene un momento de la vida en el cual te das cuenta de que todo es un sueño. Solamente esas cosas que han sido escritas tienen una posibilidad de ser reales. Al fin, es lo único que existe – lo que ha sido escrito.”
 Es por esta ética, tal vez, que Salter ha escrito relativamente poco. Pero por otro lado, esta escasez no parece una falta sino un signo de honestidad. No hay un libro que parezca superfluo. No escribe para satisfacer un mercado o para sostener su ego. Escribe para inscribir su experiencia dentro de la realidad eterna que ofrece la literatura. Es más, para sus aficionados, no hay siquiera una frase en los libros de Salter que parezca estar de más. En la entrevista con The Paris Review, dijo: “Soy un frotteur, alguien que le gusta frotar palabras en sus manos, sentirlas, y pensar cual es realmente la mejor palabra.”
 Hay otro hecho que explica las pocas novelas que escribió Salter, y es que tuvo que ganarse la vida. Eso lo hizo, por casi diez años, escribiendo guiones para Hollywood. El punto más alto en esta labor fue una gran película –aunque menor- que hizo con Robert Redford llamada Downhill Racer (Esquiador alpino). Se trata de un ambicioso, pero rebelde, esquiador olímpico. Tiene mucha de las características de la obra de Salter: el individuo que busca la gloria en un entorno estoico, que, ostensiblemente, desprecia la gloria individual; el glamour de la vida europea; la soledad del individuo delante de una búsqueda de la perfección.
 Hasta ahora no hemos comentado el otro gran tema de Salter, el erotismo. Su tercera novela, A Sport and a Pastime (Un juego y un pasatiempo) publicada en 1967, es una novela de culto, tanto en Francia como en los Estados Unidos. Es una de las grandes novelas eróticas del Siglo XX. Es una breve novela crepuscular sobre el affaire entre unplayboy estadounidense y una chica francesa de pueblo. De menos de 200 páginas, contiene sexo explícito, pero no en una forma descabellada como, por ejemplo, en las novelas de Henry Miller o Charles Bukowski. Si es difícil escribir honestamente sobre la guerra, debe ser mucho más complicado escribir bien sobre el sexo.
 Sobre esta novela, el escritor Reynolds Price dijo: “Es la narración más perfecta que conozco en las letras de habla inglesa. Es el retrato más brillante y desgarrador sobre la intoxicación sexual que he encontrado, y un ejercicio de prosa interrumpida, que me deja orgulloso de mi lengua materna y de este hombre valiente que trabajó para producirlo con tanta opulencia útil… es un conmovedor acto de amor en sí mismo.”
 Tras Un deporte y un pasatiempo -título tomado del Corán (la vida es un mero deporte y pasatiempo) vino la novela que Salter más estima de su propia producción:Light Years (Años Luz. O Años de Luz: el doble sentido es intraducible en sólo una frase del castellano), publicada en 1975, cuando tenía 50 años. Es un retrato de un matrimonio glamoroso en los años 50 y 60. En un Nueva York y sus afueras, antes de la homogeneización cultural del neoliberalismo y la globalización. Es un retrato, también, del fin del amor, de la vida familiar, de la búsqueda de la perfección – y cómo esa búsqueda imposible, inevitablemente, termina amargando la vida.
 En esta novela Salter encuentra el ápice de dos vidas unidas y describe su inevitable declive. Tiene, como en todos sus libros, una sensibilidad a la luz que es difícil de describir. Salter sabe, y nos cuenta, pero nunca directamente, que somos nada más que criaturas de la luz. Hace poco fue incluida en la colección Penguin Classics en Inglaterra, un honor infrecuentemente concedido a un autor vivo.
 Su última novela, publicada en 1979, vuelve a un tema propio de Hemingway: la valentía, la hombría, la aventura y el fracaso. Solo Faces, que originalmente iba ser un guión de cine, es sobre alpinistas europeos y un ascenso accidentado de Mont Blanc. Como sus libros de aviación, Salter escribe sobre un momento en el cual las computadoras y los equipamientos aun eran relativamente primitivos, con lo cual la experiencia (de volar o de escalar) era mucho más peligrosa de lo que es hoy. Y también en la cual las acciones del individuo estaban mucho más cerca de la experiencia vital. Es decir, las máquinas y la tecnología no mediaban tanto entre las acciones y sus consecuencias.
 Podríamos seguir por páginas más, pero la idea de esta nota —como la de esta serie Vida y Obra— es despertar el interés del lector en un autor. De decir: ¡Mira! ¡No se pueden perder esto! ¡Esto te puede cambiar la vida!
 Para los fanáticos de Salter, su obra se desborda en varios lugares y sabemos encontrarla. Por ejemplo, hace poco escribió el prologo a la traducción al inglés de un precioso libro titulado, Des bibliothèques pleines de fantômes, por el periodista Jaques Bonnet, sobre cómo uno va acumulando infinitos libros durante su vida y tambien sobre la inagotable pasión de la lectura.
 Allí escribe Salter: “Se acerca una gran marea y en el reinado de los libros, con sus páginas blancas  y sus páginas de guarda, sus promesas de soledad y de descubrimiento, está en peligro, tras una existencia de quinientos años, se está esfumando. La posesión física de un libro puede terminar teniendo poca significancia. Sólo el acceso al libro será importante, y cuando el libro se cierra –para decirlo de esa manera- se desaparecerá a lo cyber. Será como el genio – que se puede invocar pero que es irreal…”.
 Y cierra este mismo ensayo diciendo: “Los escritores de libros son compañeros en la vida de uno y, de tal manera, muchas veces resultan más interesantes que otros compañeros. Hombres en camino a ser ejecutados, a veces encuentran consuelo en pasajes de la Biblia, que es –en realidad- un libro escrito por grandes,  aunque desconocidos, escritores. Hay muchos escritores y muchos de una magnitud apreciable, como las estrellas en los Cielos, algunos visibles, otros no, pero todos derraman gloria…”.
 Salter es un escritor glorioso, y uno de los mejores compañeros que podrían conocer en esta vida. No se lo pierdan.

Revista Ñ


James Salter
Nosotros los viejos capitanes 
Quemar los días, de James Salter
Por Mar Padilla
Egresado de West Point y combatiente en la guerra de Corea, James Salter el escritor estadounidense, nacido con el nombre de James A. Horowitz, evidentemente escudriña en su biografía para obtener temas y contenidos a su obra. Mar Padilla la ensayista, antropóloga y periodista catalana, colaboradora de nuestra revista, nos acerca a este narrador ya aposentado en el gusto de muchos lectores.


Juego y distracción. Eso es lo que debe ser la vida en este mundo, en contraposición a la futura vida superior, según el Corán.Juego y distracción,es también el nombre de una de las pocas novelas de James Salter (Nueva York, 1925), de profesión escritor, guionista, piloto y periodista y, de vocación, contumaz vividor. En Quemar los días, Salter presenta su obra más acabada, a la que ha destinado mayor dedicación y audacia: su propia vida.
Como un personaje de Fitzgerald, romántico y desposeído, Salter desgrana en su autobiografía una vida acuciada de deseos infinitos, de insaciable sed de aventura y de experiencias definitivas. Estas memorias son la crónica más amable y feliz de un siglo aciago y cruel como pocos, el siglo XX, y de una cultura, la norteamericana, en uno de sus semblantes más jugosos: la viva “intelligentsia” de sus escritores y de los libérrimos personajes que pululaban en Hollywood.  En trazo grueso pero certero, como ráfagas, Salter describe su vida entre llamadas a la acción y una serie de encuentros decisivos, que marcan su personalidad y lubrican su doble motor más íntimo: el ansia de vivir y su ambición, abstracta pero persistente, de lograr hacer algo “grande”.
Por su vida,  -en bares de hotel, en terrazas de la Costa Azul, en tabernas del viejo París, en polvorientas pistas de aterrizaje o en suntuosas cenas en casas de amigos-, pasaron William Faulkner, Jack Keruoac, el general McArthur, Saint Exupéry, Bernard Shaw o Robert Redford, entre muchos otros. Pero también da voz y rememora –“tener memoria sólo de uno mismo es como venerar una mota de polvo”, nos dice- a multitud de héroes y perdedores anónimos. Son compañeros de aviación, maridos cornudos, productores de poca monta, prostitutas sabias y condesas alocadas, actores frustrados, camareros. Todos, de una u otra forma, le marcaron y le ayudaron a perseverar en su más preciada búsqueda: en sus propias palabras, “la emoción de lo inalcanzable”.
Quemar los días es también, entonces, una sorda crónica sobre el aprendizaje de la decepción, donde esa búsqueda de lo inasible, del Santo Grial vital e intelectual se queda en el camino. Deportivamente, Salter acepta este destino, pero pone el acento en el esfuerzo, en la acción y en la suma de experiencias. “Nos pusieron en este mundo para hacer cosas”, dijo Auden. Y se le va la vida en ello: pilota aviones, se hace militar, viaja por todo el mundo, se acuesta con las mujeres interesantes, conoce a los tipos más duros, se bebe todo el alcohol de Los Ángeles, Nueva York, Londres y París, escribe novelas, hace películas, tiene hijos. La fascinación –teñida de negra melancolía por un tiempo, una mirada a la vida y unos hombres que ya no existirán jamás- que sentimos por Salter reside en su fresca inocencia, en la férrea voluntad de sus acciones y, también, en su desarmante honestidad. Así es al menos en sus sentimientos de envidia ante los que consideran que “han llegado”: Salter describe sin cortapisas la lividez de su rostro al ver a un ex colega de aviación reconvertido en astronauta surcar el cielo y llegar a la luna –un acontecimiento extraordinario que, de ser él el astronauta en vez de su compañero Aldrin, habría saciado sus ansias de gloria-. Confiesa también sus sentimientos de honda envidia al leer A sangre fría de Capote pero, inopinadamente, también le arrebatan de resquemor los hijos de sus amigos “por su inteligencia y su futuro”, o todas las personas que nacieron en California en los años 40 y “se habían criado allí, o le habían dedicado incontables días perdidos”.
Pero sean buenas, malas o anodinas, las vívidas experiencias de Salter –glosadas en una escritura lírica y, a la vez, sobria y elegante-, te hacen reflexionar sobre tu propia vida, sobre lo que quieres ser y lo que quieres hacer. Y entonces quieres ser como él, porque cree en lo que hace, sin fisuras: “nosotros los viejos capitanes, dijo supuestamente Pershing a MacArthur, nunca debemos flaquear”, susurra en sus páginas.
La prosa de Salter, como la los grandes escritores norteamericanos, es precisa, afilada y contundente. La agudeza y concisión de sus observaciones y retratos nos atrapan sin remisión, porque su generosidad –Salter es de los que opinan que la vida les va mejor a los derrochadores que a los agarrados- es desarmante.
Como las buenas películas norteamericanas, Quemar los días nos habla de un tiempo y de unas personas que creían en la acción para llegar al más resplandeciente de los futuros. De espíritus inquebrantables, de purasangres que corren y ganan. La cristalina inteligencia del autor, exenta de cualquier rastro de vanidad o cinismo, comparte aprendizajes, reflexiones y experiencias sobre el proceso de vivir, el más fascinante de los relatos, al que volvemos una y otra vez, en todos y cada uno de los libros.
James Salter
Foto de Corina Arranz
Dios bendiga a James Salter
A menudo se dice que un gran escritor no puede pasar inadvertido. Es mentira. Entre innumerables ejemplos refulge el caso de James Salter, a quien el reconocimiento le llegó cumplidos los setenta. Cuesta de creer que libros tan extraordinarios como Años luz o Juego y distracción tan solo vendieran unos pocos miles de ejemplares en la inmensa Norteamérica, y que todavía se hable de él como de un “escritor para escritores”, eufemismo para indicar que solo interesa a cuatro gatos.
Salter comenzó a ser mínimamente conocido por sus dos libros de cuentos (había cumplido los ochenta cuando publicó el segundo, el magistral y definitivo La última noche) y por sus grandísimas memorias, Quemar los días, que debo de haber releído una docena de veces. Susan Sontag decía: "Quiero leer absolutamente todo lo que escriba Salter". Yo he leído incluso Life is meals: a food lover’s book of days, el breviario que escribió con su esposa Kay, donde las recetas alternan con las reminiscencias de maravillosas comidas en París, en Roma, en Aspen, en las casas de sus amigos. Entre ellos, Alfonso Armada y Corrina Arranz, de quien ofrece su receta de gazpacho segoviano. Y pido desde aquí que alguien reedite Años luz, porque la edición de El Aleph está inencontrable, y la primera traducción de Sudamericana es directamente ilegible.
A menudo, por la mañana, antes de ponerme a escribir, leo unas páginas de Salter, como el diapasón que ha de darme la nota exacta, el impulso y el tono. Leo a Salter para que me limpie la mirada, como aquellos espejos negros que utilizaban los impresionistas cuando no veían con claridad los colores. Consejo para escritores jóvenes: si alguna vez os encontráis bloqueados, leed a Salter. Si estáis perdidos y creéis que lo que estáis haciendo ya no vale, leed a Salter. Si creéis que habeis conseguido una página insuperable y no hay forma mejor de expresarlo, leed a Salter.
Leo a Salter para que me ensanche el corazón. Leo a Salter porque sus páginas arrojan la certeza, tan común en los grandes escritores, de que conoce un buen puñado de verdades sobre la vida y los hombres; verdades que te atraviesan como un rayo e iluminan, de repente, un fragmento de realidad haciéndote verla como nunca la habías visto. No: como entreviste una vez y luego olvidaste. Leo el comienzo de Los ojos de las estrellas, que tiene la misma acrobática libertad formal de Las joyas de los Cabot, de Cheever. Leo el final de Cometa, con la esposa empequeñeciéndose, tropezando en los escalones de la cocina. Vuelvo a los encuentros de Philip y Anne-Marie en Juego y distracción, y los paseos del grupo en las noches parisinas, comiendo en los restaurantes de Les Halles antes del amanecer. Vuelvo a leer la evocación de Irwin Shaw, y el fantasma flotante de Sharon Tate en Rodeo Drive (lo mejor que se ha escrito sobre ella, lo más hermoso, lo más conmovedor) enQuemar los días. Leo el final de Años luz. Hay muchos finales de novela que me parten el alma, pero ninguno como este. Viri, el marido, vuelve a la antigua casa familiar, cerrada, abandonada. Su esposa murió, sus hijas se casaron. Lleva un traje gris comprado en Roma, las suelas de los zapatos ennegrecidas por la humedad. Camina con paso lento, los ojos fijos en el suelo. Le parece escuchar todavía las risas imposibles de las niñas en el bosque. De repente percibe un movimiento entre las hojas: es su vieja tortuga, avanzando hacia él, el ojo claro, transparente como el cristal, el caparazón en el que todavía puede leer las antiguas iniciales, avanzando como si quisiera depositar a sus pies el bosque entero, el pasado entero. Dios bendiga a James Salter.


James A. Horowitz es el verdadero nombre de JAMES SALTER, nacido en Nueva Cork, Estados Unidos, en 1925. 
Fue piloto de combate en la Fuerza Aérea de su país. y después decidió ingresar al universo de la literatura. Tras este periodo, se dedicó a la escritura, tanto de narrativa como de guiones cinematográficos y colaboraciones periodísticas.
Desde el año 2000, forma parte de la Academia Americana de las Artes y las Letras.
Salter generalmente atisba en el interior de los espíritus de los sobrevivientes de esa guerra, a veces con cierto tono fatalista.
Voló más de 100 misiones de combate y utilizó su experiencia en su Ópera Prima novela, Los Cazadores (1956), llevada al cine protagonizada por Robert Mitchum en 1958.
Se le considera uno de los escritores de mayor proyección artística de la ficción moderna de Estados Unidos y los críticos lo tienen visualizado como uno de esos creadores que comprimen el lenguaje.

Mar Padilla

Periodista y antropóloga, MAR PADILLA (Barcelona, 1966), tuvo hace años el dudoso honor de pertenecer a dos de las bandas de punk más malas -y, por suerte, absolutamente desconocidas- de la ciudad de Barcelona. 
Para viajar, para sobrevivir y, también, por malsana curiosidad, ha ejercido los más diversos oficios, como disc-jockey, tasadora de peces para estudios de Biología Marina en el puerto de Barcelona, vendedora de enciclopedias, coordinadora de servicios de mensajería, camarera, profesora de catalán de Barcelona y de castellano en Boston, o reponedora de alcohol en una licorería, entre otros. 
Trabajó durante más de cinco años en la redacción de El País, y lo dejó para coordinar la producción de una película de temática humanitaria llamadaInvisibles. Producida por Javier Bardem, y dirigida por Fernando León de Aranoa, Isabel Coixet, Mariano Barroso, Javier Corcuera y Wim Wenders. La película ganó el Goya al mejor documental en 2008. 
Con Médicos Sin Fronteras ha estado en Colombia, Palestina, Somalia, Etiopía, Marruecos, Mozambique, Sudán, Kenia, Camboya, Bolivia y Armenia, entre otros lugares.
Ama el blues, el jazz, el r´n´b, el rock´n´roll, el soul por encima de muchas cosas, y a veces trata de averiguar porqué escribiendo sobre ello en la revista musical Ruta 66. 

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