'Autorretrato', de Daniel Segura Bonnett. |
Piedad Bonnett: autorretrato del dolor innombrable
Piedad Bonnett da testimonio del suicidio de su hijo en Lo que no tiene nombre.
El libro aborda un tema tabú y crea un diálogo lleno de preguntas con el lector
…Y Daniel sube corriendo por las escaleras mientras su madre se gira desde el escritorio para verlo antes de que él desaparezca. Una y otra vez. Es como si toda la vida Piedad Bonnett hubiera caminado hacia este dolor que no tiene nombre, incluso dando los pasos con los que creía evitarlo. Pero el joven pintor ya no está, se suicidó a los 28 años. Ya no es.
Todo son preguntas, “como mariposas enloquecidas revoloteando” alrededor de su cabeza. De ese zumbido mudo surgió un relato en el que a medida que desteje el amor materno en busca de respuestas, teje el de la vida con preguntas. Lo que no tiene nombre (Alfaguara) le puso por título. Aún hoy, Piedad Bonnett (Antioquia, Colombia, 1951), que asistió ayer al Hay Festival de Segovia (España), lidia “tercamente con las palabras para tratar de bucear en el fondo de la muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida (su hijo) aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie”.
No es que quiera resucitar a Daniel, sino que busca saber quién era en realidad, cómo era aquel hijo que desde muy pequeño ya pintaba y era un perfeccionista en miniatura. Lo que no tiene nombre es un testimonio que se lee como una historia de vida que aborda el tabú del suicidio y establece un diálogo permanente con el lector porque, a medida que se acompaña a la autora en su desandar por la vida de su hijo, brotan preguntas, preguntas, preguntas encadenadas unas a otras con el oro fundido de la razón y la emoción que dan como resultado el encuentro con la belleza de la vida.
Duelo en primera persona
De la madre: Richard Ford, Mi madre (Anagrama).
Del padre: Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (Seix Barral).
Del padre: Marcos Giralt Torrente, Tiempo de vida (Anagrama).
Del marido: Joyce Carol Oates, Memorias de una viuda (Alfaguara)
De la esposa: Francisco Goldman, Di su nombre (Anagrama).
De la hija: Isabel Allende, Paula (Plaza y Janés).
Del marido y la hija: Joan Didion, El año del pensamiento mágico y Noches azules (Global Rhythm y Mondadori).
Sobre la inminencia de la propia muerte: Christopher Hitchens, Mortalidad (Debate).
En medio del camino, el rastro de círculos que se cierran sembrando dudas sobre la existencia de un destino predeterminado, un sino. Sobre todo el de la confrontación de una verdad que Piedad Bonnett descubrió temblorosa cuando era niña, y cuyo envés fue el suicidio de su hijo hace casi dos años y medio dejándola abismada ante lo desconocido. Mucho tiempo atrás, la niña descubrió el concepto de eternidad que imaginó como “un mar negro, infinito, sin orillas” que le produjo tal terror que sintió náuseas. Medio siglo después, un nuevo temblor y sensaciones parecidas la asaltaron ante la realidad de lo No eterno, la mortalidad. Pese a saber que sobre esa realidad podía precipitarse un día su hijo, que estaba en tratamiento psiquiátrico pero que llevaba una vida normal, aunque por dentro mantuviera un duelo perpetuo contra los demonios agazapados.
La autora de poemarios como El hilo de los días y novelas como Para otros es el cielo empezó a ver la historia cuando, abismada en el duelo, viajó con su esposo y sus dos hijas para apaciguar la devastación. De la madre dolida emergió la escritora; la exploradora de historias, emociones y condiciones humanas, solo que esta vez desde su mundo más profundo y amado. A partir de aquel viaje en tren por lugares hermosos, Bonnett empezó a desandar parte de su vida. Ahora, en su casa de Bogotá, a los pies de los cerros otoñales, y cerca del escritorio donde aún se da la vuelta para mirar las escaleras, recuerda con voz suave lo vivido...
“Es el libro más misterioso desde el punto de vista del proceso. La palabra no es tanto dolor en ese momento, sino terrible desconcierto; desconcierto con la vida, no es desconcierto de que él se matara, pero sí preguntándome ¿me pasó esto?, ¿cómo me pasa esto con este muchacho y después de todo lo que hicimos?, porque todos hicimos todo y no pudimos detener el destino, que fue la idea que hizo generar el libro”.
La palabra no es tanto dolor en ese momento, sino terrible desconcierto; desconcierto con la vida, no es desconcierto de que él se matara, pero sí preguntándome ¿me pasó esto?
Entre las preguntas que revolotean como mariposas enloquecidas se cuela el arte como refugio, el arte como reconciliador, la literatura como catalizadora…
“Uno suele decir que la literatura va por un lado y la vida por otro. Nunca había comprobado de manera tan impresionante cómo literatura y yo somos una sola cosa. Porque lo primero que se me ocurrió fue escribir. A partir de ahí fueron apareciendo preguntas sobre otras cosas: qué es un duelo o que significa perder a alguien. A ese viaje me había llevado libros en los que esperaba hallar alguna aclaración ante la incertidumbre; entre ellos El Dios salvaje, de Al Álvarez, y de pronto comprendí la potencia dramática de esta historia que es como una tragedia griega: todos los pasos eran para que todo fuera exitoso y, como en Edipo rey, todo lo que iba pasando estaba mal. La decisión de escribir fue tremenda. Fue lo que me permitió sortear el duelo. Todo el tiempo estuve haciendo un movimiento de lo puramente emotivo, que me arrasaba, a un movimiento intelectual. Una de las preguntas más inquietantes era la que me había hecho Daniel, porque él sufría al tener un trastorno esquizo-afectivo: ‘¿Me ayudarías a llegar al final?’. El amor de una mamá es de tal naturaleza que prefiere el hijo muerto que el hijo sufriendo. Cuando él me hizo esa pregunta, yo pensé sí, si este niño me dice: ‘Mamá, estoy sufriendo, no puedo vivir así, ayúdame a morir’, yo lo ayudo. Esa es la dimensión del amor de la mamá”.
Él moriría en Nueva York, donde estudiaba arte en Columbia, mientras ella estaba en Bogotá. Ahí empieza la historia.131 páginas en las que el lector es testigo de cómo ella “miraba vivir a Daniel con un secreto temblor”. La reacción de la gente ha sido cálida y le ha descubierto otras verdades…
“Se nos olvidó que la literatura está para conmover en el mejor sentido del término, no para hacer llorar, ni como algo sentimental. Pero sí para conectar con el alma del lector. La literatura se nos volvió una cosa muy intelectual. Yo estaba incluida dentro del paquete de los intelectuales haciendo maromas. Y recordé que cuando yo entré a la literatura, a los 15 o 16 años, ella me consolaba, me ayudaba a vivir, me permitía soñar”.
La decisión de escribir fue tremenda. Fue lo que me permitió sortear el duelo. Todo el tiempo estuve haciendo un movimiento de lo puramente emotivo, que me arrasaba, a un movimiento intelectua
Una ligera y triste sonrisa se vislumbra en su cara al recordar que los lectores han señalado caminos equivocados que han tomado ciertos intelectuales y parte de la sociedad en aras de una modernidad y evolución mal entendida…
“Hay mucho un pudor. Les da pena expresar el sentimiento; no es que no sientan, pero niegan manifestaciones efusivas. Es resultado de la sobredimensión de la razón. Desde Descartes lo que hemos hecho es adorar y rendir un culto tremendo a la racionalidad, a costa de cosas tan importantes como la intuición y los afectos. Por supuesto hay unas corrientes que han tratado de recuperar eso pero siempre dentro de una mesura. Yo misma soy partidaria de una moderación, pero no de la negación del sentimiento. Y yo que estoy en la poesía sé que ella es la aseveración a través de la palabra de que hay una cosa que está más allá de la racionalidad”.
Se nos olvidó que la literatura está para conmover en el mejor sentido del término, no para hacer llorar, ni como algo sentimental. Pero sí para conectar con el alma del lector
Habla emocionada de las docenas de emails que recibe y que, también, le han descubierto otros desvíos de la sociedad, la enorme presión de éxito sobre las personas, la competitividad que horada todo lo demás…
“Si alguna reflexión sale de este libro sería que solo es bueno lo que nos hace felices. Lo digo yo que duré 30 años como profesora en una universidad viendo a la gente joven, que es cuando se define la vida, haciendo cosas que no querían. Entonces a los más sensibles o con tendencia depresiva esto se les convierte en algo así como llevar el mundo sobre los hombros. Y en algunos casos puede desencadenar el suicidio al que llegan no porque no quieran la vida o a sus padres sino porque no los quieren hacer sufrir. Los liberan de esa carga. El amor hace eso”.
Luego se detiene en los recuerdos. De esa compañía sí eterna. Los prefiere reales y no transferidos en las fotografías. Se rebela contra la invasión de esas imágenes estáticas que todo lo vuelven banal…
“Por eso hago mucho el ejercicio de ver a Daniel en movimiento. Tengo listo un poema que nace de una imagen muy recurrente: él subía por la escalera y yo siempre estaba ahí en el salón como escritora. Ahora, en la ausencia, mi deseo es que él suba, lo veo emerger…”.
… hasta que las palabras de Piedad Bonnett encuentran un destello de felicidad al hablar de lo que sigue: una exposición que organiza de la obra de Daniel y la segunda edición del catálogo que publicará con el dinero del premio Casa de América de Poesía Americana, que le concedieron por Explicaciones no pedidas (Visor), la víspera de la muerte de su hijo, en uno de cuyos poemas dice:
“y la literatura, ya sabemos
está hecha por dioses pequeños e impacientes
y a menudo rabiosos
que adoran lo que existe y sin embargo
viven de consagrar lo que no existe”.
“y la literatura, ya sabemos
está hecha por dioses pequeños e impacientes
y a menudo rabiosos
que adoran lo que existe y sin embargo
viven de consagrar lo que no existe”.
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