Ilustraciones de Triunfo Arciniegas
Fotografía ajena
Alice Munro, un cuento de Nobel
Cómo y por qué una canadiense es galardonada con el Premio Nobel de Literatura.
Por John Meza Mendoza
El Espectador, 18 de octubre de 2013
Alice Munro. /EFE
El Premio Nobel de Literatura no es simplemente un reconocimiento a un autor y a sus obras. Con frecuencia el premio reivindica un país, una lengua, una región, un género literario o un grupo cultural o étnico; enfoca la mirada de los medios, de los especialistas en literatura y de los lectores hacia un tipo particular de textos y hacia una región del mundo. Así, cabe explorar hacia dónde se dirigen las miradas literarias al otorgar el premio por primera vez a una escritora canadiense, Alice Munro, una mujer de 82 años que escribe, desde hace más de cuatro décadas, colecciones de lo que ella misma denomina “algo así como relatos”.
Alice Munro nació en 1931 en Wingham, un pueblito situado en la provincia occidental de Ontario, una de las más importantes en la historia del país, con una población mayoritaria de habla inglesa. Su primera colección de relatos se publicó en 1968 con el nombre de Dance of the Happy Shades, luego de varios años de haber publicado en algunas revistas literarias locales. Munro hace parte de una generación de escritores anglófonos canadienses que han luchado por encontrar un público más allá de Canadá, incluso más allá de sus propias provincias y más allá de los ámbitos de la literatura anglófona. Como reitera con frecuencia Margaret Atwood, otra autora canadiense y lectora de Munro, el sistema literario canadiense en los años sesenta y setenta del siglo XX, cuando Munro publicó su primera colección de relatos y su única novela, estaba lejos de ser prometedor. Los escritores se enfrentaban a un público que leía la gran literatura inglesa y estadounidense. Había que encontrar espacios de difusión de la literatura contemporánea escrita en lengua inglesa en Canadá y, además, era necesario establecer los temas y problemas propiamente canadienses de esa escritura. “Cuando Munro estaba creciendo en los años treinta y cuarenta, la idea de que una mujer de Canadá —pero especialmente de un pueblito del sudeste de Ontario— pudiera ser una escritora tomada en serio a lo largo del mundo era risible”, afirma Atwood.
Risible y al tiempo necesario, justamente porque pocas personas pensaban (o piensan) en Canadá como un lugar importante donde pudiera haber escritores, editoriales, revistas literarias, magacines, círculos de lectura… como un lugar apto para producir su propia literatura en lengua inglesa, aunque pueda parecer una exageración, considerando la importancia de Canadá en el contexto global. La literatura que se enseñaba en las escuelas, la literatura que tenía un estatus positivo, que era signo de un buen “gusto” literario, era la literatura de los siglos XVIII al XX de Inglaterra y Estados Unidos: eran la tradición ¿Qué había entonces en Canadá, en materia de literatura, que no hubiera en Estados Unidos o en Inglaterra? ¿Qué era lo canadiense en este contexto? ¿Cómo encontrar una tradición literaria propia a la cual aferrarse y ligarse? ¿Cuál era la historia de Canadá que había que contar? Estas preguntas son válidas tanto para Munro como para sus compañeros de generación, y aunque no siempre aparezcan explícitas en su escritura, deben considerarse como elementos clave para entender su posición estética y sus particularidades literarias, en la búsqueda de una literatura propia. Sobre estas preguntas se enfoca ahora la mirada con el reconocimiento del Nobel a una canadiense.
El nombre de Alice Munro ha ido conociéndose poco a poco —como es lógico, mucho más en contextos de habla inglesa— por la publicación de una docena de libros de relatos y de una sola novela, Lives of Girls and Women. La valoración de la literatura de Munro presenta una serie de contradicciones en cuanto a la definición del género que practica, a los temas y al estilo con el que los aborda. Con frecuencia la ficción de Munro se encasilla dentro el realismo psicológico, y se le menciona como una “maestra” del relato, sin tener en cuenta su origen, su trayectoria ni las preguntas a las que intenta responder en el contexto de la literatura canadiense contemporánea. La afirmación de que es una maestra del “género” debe entrecomillarse, pues la escritura de Munro es difícil de definir genéricamente. Sus ficciones son narraciones, en efecto, pero con forma híbrida entre la novela y el cuento como tal; incluso, los diversos relatos dentro de un mismo libro funcionan como episodios de una estructura de temas más general, al modo de la novela de Milan Kundera. Por su extensión tanto por su tono, por el tratamiento de las anécdotas su estilo, la forma que elige Munro es el producto de una búsqueda formal por darle una “marca al género del relato”; es una mezcla incluso contradictoria de elementos de la novela, del relato periodístico, de la prosa poética: “Ha ‘dado a luz’ a su propia variedad del relato”, afirma uno de sus críticos, Brad Hooper. En el prólogo a La vista desde Castle Rock, Munro es enfática al decir: “Estos son relatos”, solamente para añadir, a renglón seguido, que esto no implica pensar en una forma estable ni definida: “La parte de este libro que podría calificarse de ‘historia familiar’ se ha expandido hacia la ficción, aunque siempre dentro del marco de una narración auténtica. Y al desarrollarse, estas dos corrientes se aproximaron tanto que parecen confluir en un solo cauce, como ocurre en este libro”.
Así mismo ocurre con los temas y el tratamiento de las anécdotas en el estilo de Munro. Parece haber una especie de indeterminación con respecto a la forma en que los aborda. Con personajes aparentemente planos, la literatura de Munro no es completamente una literatura de las pasiones ni de la mente, no es una literatura que se adentre del todo en los pensamientos humanos. Una vez más, aparentemente; en realidad, el estilo directo y claro de sus frases hacen que el lector no se centre tanto en lo que está diciendo —la anécdota—, sino en cómo lo dice, de manera que incluso un alejamiento deliberado del drama de las pasiones humanas revela su existencia y su importancia. Al final de uno de los relatos de La vista desde Castle Rock, su protagonista no tiene nada más que decir, y la escritora señala el silencio como un ideal posible, efectivo: “Mary nunca hablaba de él, y sus sentimientos hacia él se convirtieron en asunto suyo y de nadie más”.
Sin más explicaciones que la frase misma, Munro opta por un laconismo cercano al silencio para denunciar lo evidente: los dramas humanos y el fracaso no deben ser contados, no hay tal necesidad. Esta otra ambigüedad se relaciona también con la culpa que debieran sentir algunos de sus personajes por no tener éxito sus propósitos de vida. En lugar de culpa o de sentencias morales con respecto a las acciones, hay un mero señalamiento de la complejidad de lo humano y de la imposibilidad de narrarlo: “Aquí hay una contradicción. Cuando uno escribe sobre personas reales, siempre se encuentra con contradicciones”, dice la voz de uno de los relatos de Munro.
Pero así como la culpa y la frustración no se muestran en su dimensión más profunda y dramática, la gracia, el perdón y la sanación tampoco aparecen como un ideal, como una pesada promesa futura: “la gracia desciende sobre nosotros sin ninguna acción de nuestra parte. En las obras de Munro la gracia abunda, pero se encuentra extrañamente disfrazada: nada puede predecirse. Las emociones emergen. Los prejuicios se desmoronan. Las sorpresas proliferan”, opina Atwood acerca de la introspección de Munro en lo humano. Los personajes van dándose cuenta del artificio de su vida, pero ello no constituye una revelación existencial, sino más bien la aceptación de su modo de ser. “Almeda ha notado que siempre se trata de una especie de charada con la gente; hay una tonta parodia, una exageración, una conexión perdida. Como si cualquier cosa que hicieran —incluso asesinar— fuera algo en lo que no creen, pero que no son capaces de parar”.
Se ha comparado a Munro, por un lado, con Faulkner y con otros escritores del sur de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo xx, por la introspección y el flujo de consciencia que logra en sus personajes; por otro, con el ruso Anton Chejov, por su manejo del cuento como género y por el efecto de realismo de sus relatos.
Cabe decir, sin embargo, que Munro en realidad reelabora ambas influencias conforme a sus propósitos: el flujo de consciencia no tiene la profundidad novelesca de Faulkner ni dispone del tiempo necesario para llegar a lo más íntimo de los personajes, y de ahí que Munro nos ofrezca más bien miradas fugaces a dicha intimidad. Por otro lado, el realismo a lo Chejov se desmorona por el llamado de atención de la propia autora sobre el carácter ficcional de la narración, por la conciencia de su material literario como invención.
Esto muestra que Munro no es simplemente una “maestra” consumada de un género y unas técnicas ya dadas. Su virtud radica, por el contrario, en ser una buscadora incansable de un lugar propio desde el cual hablar y de una forma literaria que exprese sus preocupaciones estéticas, búsqueda a la cual ha sido fiel a lo largo de su carrera. Esto, por supuesto, no puede separarse de su condición de canadiense ni de su condición de escritora. Las preguntas por lo propio —sin chovinismos ni radicalismos— desembocan en una literatura que muestra su pasado, sin la intensión de crear una genealogía que la vincule con las grandes tradiciones literarias, sino como un señalamiento al desarraigo, como una puesta en evidencia de la complejidad del origen. Y del presente. En este sentido, la ambigüedad y la contradicción, la celebración de lo pequeño, de lo simple y la posibilidad de construir lo propio invitan al lector a experimentar el mundo que lo rodea sin caer en existencialismos ni idealismos radicales.
La mayoría de historias de Alice Munro transcurren en el terruño de Sowesto, en el Condado de Huron, un lugar real a partir del cual configura su universo ficcional. Al igual que otros lugares literarios —como el Condado de Yoknapatawpha de Faulkner, o incluso Comala y Macondo—, Munro ha hecho célebre un paisaje cultural, le ha dado una forma específica para habitarlo. Así, las ficciones de Munro se enfocan en una identidad literaria siempre en proceso, indeterminada; en una literatura como la canadiense en lengua inglesa, que ha luchado por emerger en el contexto de la letras anglosajonas de la mano de escritores como Michael Ondaatje, John Kenneth Galbraith, Robertson Davies, Margaret Atwood, Marian Engel, Graeme Gibson y James Reaney, entre muchos otros. El hecho de otorgar el Nobel a Alice Munro es un reconocimiento a la búsqueda constante de la intimidad, de la simplicidad de las pasiones, los sufrimientos y la gracia humana.
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