“Llegó la harina. ¡Vente!”
Venezuela se aferra a un modelo económico que mantiene al país desabastecido de alimentos básicos
El Gobierno importará 400.000 toneladas hasta fin de año
ALFREDO MEZA Caracas 26 OCT 2013 - 19:26 CET
El jueves pasado llegó la harina de maíz precocida al supermercado más grande del barrio Santa Cruz, al sureste de Caracas (Venezuela), donde las casas se amontonan sobre suelos inestables. Al pie de esa colina hay talleres mecánicos, ferreterías, una parada de autobuses y contenedores rebosantes de basura. Los habitantes se enteraron de la llegada de la harina sin necesidad de mirarse o hablarse. Es una práctica extendida entre los consumidores venezolanos: solo tienen que observar las bolsas que cargan los vecinos que vienen del supermercado para saber si están disponibles o no los productos que escasean.
Desde hace varios meses no se consiguen con facilidad la harina de maíz precocida en su presentación de un kilo —la base para cocinar las arepas, el plato típico venezolano—, el aceite, la leche en polvo y líquida, el azúcar, la mantequilla o el pollo. Hay que recorrer varios supermercados o comprarlos a los vendedores informales. Al desabastecimiento se suma la escasez. Ahora el promedio de escasez es del 20%, un porcentaje que no se había alcanzado en los cuatro años anteriores según los informes del Banco Central de Venezuela (BCV). Y desde 2005 el marcador no ha bajado del 10%, lo que indica que en Venezuela la escasez es ya crónica, de acuerdo con el economista Ángel Alayón. “Lo normal es 5%”, explica. En septiembre el índice trepó a 21,2% el segundo más alto del año.
Venezuela ha llegado a esta situación por una combinación de varios factores: un control de precios de productos esenciales vigente desde hace una década que solo es revisado por el Gobierno cuando estos no aparecen en los anaqueles; la sobrevaluación del tipo de cambio que fomenta las importaciones en desmedro de la producción local y el contrabando de extracción. Los productos venezolanos cruzan la frontera con Colombia pese a los esfuerzos que hace el Gobierno por evitarlo.
Rosa Delgado, una vecina de Santa Cruz que la tarde del jueves se acercó al supermercado, llevaba dos meses sin conseguir Harina Pan, la presentación producida por el gigante alimentario Alimentos Polar, la marca de su preferencia en harina precocida. Cuando vio a unos vecinos del barrio con el producto le pidió a su hijo Yonaiker Pico que la acompañara. Los bultos de harina estaban dispuestos de cualquier forma en el pasillo del fondo del supermercado sobre una paleta de madera. Yonaiker abrazó 12 paquetes. Como entre los dos no podían llevarse todos los paquetes, Yonaiker le escribió un mensaje de texto a su hermana. “Llegó la Harina Pan. Vente”.
Una hora después la clientela casi había acabado con todas las reservas. Apenas quedaban algunos bultos que la gente despedazaba con la desesperación del hambriento. Los empleados del supermercado miraban el espectáculo con cierta indiferencia aunque trataban de identificar si sobraba algún paquete para guardarlo. Eran las sobras, sí, pero en una situación de persistente desabastecimiento trabajar en un sitio donde venden comida es un privilegio. Una de las supervisoras de pronto dijo en voz alta: “Los empleados pueden pasar por la caja número ocho con su carnet para pagar su compra”.
Elba, una de las empleadas del supermercado que retiraba los retazos de los bultos, apartó entonces un empaque aplastado y siguió hurgando entre los restos que habían dejado los clientes a ver si conseguía algo más. Puede llevarse hasta cuatro unidades. Esa es otra de las regulaciones impuestas por los supermercados para evitar que una persona se lo lleve todo. Pero la gente encuentra la forma de saltarse esa regla. “¿Ves aquel muchacho que está allá?", le dice la cajera a una mujer que se dispone a pagar. “Él ha entrado varias veces a comprar Harina Pan. Yo no puedo hacer nada porque a mí me pagan por facturar la compra”. Lo más probable es que aquel hombre luego revendiera el producto al triple o al cuádruple de su valor en las redes de la economía informal. O lo almacenara en su casa.
Esa desesperación del consumidor está reflejada en las cifras del Banco Central. El informe más actualizado asegura que de cada 100 establecimientos visitados por los técnicos en 71,4 no había harina de maíz precocida de ninguna marca. En 85,8 faltaba la leche entera en polvo, en 84,2 los aceites mezclados y en 85,3 el azúcar. El supermercado de Santa Cruz no tenía el jueves azúcar ni leche en polvo. Nadie tenía la certeza de cuándo podría llegar. Elba, la empleada del supermercado, dice: “Nosotros no podemos tener inventarios. Mercancía que llega, mercancía que sale hasta que se la llevan toda”. Las grandes cadenas temen que si tienen stock los acusen de acaparadores.
Este jueves el Gobierno anunció que los controles seguirían. El gabinete económico ha decidido afrontar la crisis apelando a las reservas estratégicas de alimentos e importando masivamente todo lo que falta. Entre noviembre y diciembre, según el ministro de Alimentación, Carlos Osorio, llegarán 400.000 de alimentos provenientes de Nicaragua, Argentina y Brasil.
El presidente, Nicolás Maduro, ha insistido en que su Gobierno es víctima de una “guerra económica” y que si los empresarios produjeran no habría desabastecimiento. Las empresas tienen en el diferencial cambiario una tentación muy grande. Es más rentable producir cantidades controladas con los dólares preferenciales que entrega el Gobierno y quedarse con una parte para revenderlos en el mercado negro. Las ganancias son del 500%.
Los clientes del supermercado que ya habían completado su cupo de harina revisaban al final de la tarde las existencias de papel higiénico, aceite y mantequilla. No parecía llamarles tanto la atención El papel solo se vendía por rollos y había llegado al país procedente de Colombia. La mantequilla, marca Mirasol, no era tomada en cuenta por los clientes, que estaban buscando Mavesa, una marca de Alimentos Polar que ya casi no se ve. Al final de la tarde, cuando la afluencia de clientes en el supermercado ya había bajado, Yonaiker seguía esperando a su hermana para poder llevarse los 12 paquetes de harina. Si ella no llegaba, Rosa y él solo se podrían llevar ocho. Parecían preocupados. Entonces otro cliente les dijo: “Señora, pague y vuelva a entrar otra vez”.
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