ANDREA AGUILAR Boston 23 MAY 2011
Reverenciada traductora de Flaubert y Proust al inglés, a principios de los setenta estuvo casada con el escritor Paul Auster, pero la fama de Lydia Davis (Massachusetts, 1947) no es tangencial a la de estos novelistas: discurre en otro plano. Señalada como una de las voces más brillantes, experimentales y únicas del panorama literario estadounidense, su antología Cuentos completos (Seix Barral, en versión de Justo Navarro) fue aclamada por críticos como James Wood, que en las páginas de la revista The New Yorker destacó su peculiar mezcla de "lucidez, brevedad aforística, originalidad formal, taimada comedia, desconsuelo metafísico, presión filosófica y sabiduría humana". Dave Eggers, el escritor fundador de la revista y editorial McSweeneys, se cuenta entre sus devotos seguidores y con él publicó Davis uno de los cuatro libros de relatos reunidos en esta nueva colección. Desde 2003 la escritora forma parte de la American Academy of Arts and Sciences y aquel mismo año ganó la llamada beca de los "genios", la McCarthur, que David Foster Wallace recibió en 1997.
Sentada frente a la mesa de madera de la cocina de su casa -el edificio de una antigua escuela al norte del estado de Nueva York, que compró y rehabilitó junto a su esposo, el artista abstracto Alan Cote- Davis, hija de un crítico literario y una novelista, explica que la recepción de su obra nunca fue un factor que tuviera en cuenta. "Siempre he hecho lo que he querido", explica. "Empiezas en la oscuridad y a nadie le importa lo que haces excepto a tus amigos y familia. No tengo muy claro cuál era mi ambición, era algo idealista, no quería exactamente la fama".
Sus primeros libros, publicados en pequeñas editoriales, le dieron el espacio y el tiempo para desarrollar su estilo sin preocuparse de las reseñas. Y así llegaron los cuentos de un párrafo; historias sin narrador que incluyen, por ejemplo, una lista; personajes sin nombre en lugares ignotos; relatos con forma de poema o en los que suena la música de rimas infantiles. "En 2000 comencé con los cuentos de una frase. Traducía a Proust y apenas me quedaba tiempo para escribir. En parte fue una reacción a ese trabajo. ¿Cómo de breve puedes ser sin caer en la broma, manteniendo un cierto peso?", pregunta.
A pesar de su aspecto discreto -media melena, gafas de concha, camisa de flores y rebeca, dentro de esta cocina que parece sacada de una estampa de la campiña inglesa- en la mirada y en las precisas respuestas de esta escritora hay una veta subversiva e inteligente que escapa a la convención. A Davis le gustan los retos, especialmente los que tienen que ver con las palabras. A menudo habla de la influencia de Beckett, autor que leyó por primera en la adolescencia, pero además hay un espíritu lúdico en su trabajo que recuerda a los grandes cuentistas latinoamericanos. "A Borges le leí en la universidad y me gustó su extraña imaginación", asegura escueta.
Cuando habla de su trabajo como traductora Davis se refiere a autodefinidos y crucigramas, y se define como "perfeccionista". Algunos de sus narradores hablan de la furia que les impulsa a escribir o de lo complicado y fatuo que puede resultar este esfuerzo de poner las cosas sobre papel. "Observo a la gente y a las cosas y también a mi misma. La escritura te permite coger distancia y me ayuda a entenderme", dice. "Si escribes sobre una situación muy emocional encuentras un cierto patrón, pones orden. Me gustan los patrones en el comportamiento y en la vida". Dice que "el material" dicta el tono y la forma de sus cuentos. Esta materia prima puede surgir a partir de un plato con vaho que cubre la polenta, de pensar en amigos aburridos o de tener que decidir que comida preparar para dar una cena. Sus últimos proyectos incluyen un serie de relatos construidos a partir de extractos de la correspondencia de Flaubert y un pequeño libro sobre las vacas que observa desde la ventana de su cocina.
Por debajo del amplio abanico de formas que cobran sus escritos -relatos-flash dicen algunos, ella habla de cuentos "muy, muy cortos"- subyace una aguda e irónica mirada sobre temas como la maternidad, la muerte de un ser querido, los celos, las discusiones y la conducta obsesiva a la que puede llevar el amor. "Ya no escribo sobre broncas porque creo que agoté todo el material, pero siempre arranco a partir de cosas que tienen poco que ver con la escritura, tienen más que ver conmigo".
Desde los 12 años guarda un diario, también tiene cuadernos de viaje y echa mano de cualquier trozo de papel si hay alguna observación que no quiere olvidar, incluso cuando conversa con su esposo, que le toma el pelo por ello. En el umbral de la puerta se despide y hace entrega de una bolsa con galletas para el camino de vuelta, tal vez un buen principio para un cuento.
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