Paul Bowles
Parada en Corazón
Traducción de Guillermo Lorenzo
─Pero ¿cómo puedes querer que venga con nosotros una criatura tan horrible? No tiene sentido. Sabes cómo son.
─Sé cómo son ─repuso su marido─. Es reconfortante mirarlos. Pase lo que pase, si lo tengo y puedo mirarlo, recordaré lo estúpido que fui al enfadarme.
Se asomó más sobre la barandilla y miró fijamente hacia abajo, al muelle. Vendían cestos, juguetes pintados y toscos, de goma dura y natural, pieles de serpiente enteras sin enrollar y cinturones y carteras de piel de otros reptiles. Y, apartado de estas mercancías, lejos de la abrasante luz del sol, a la sombra de una caja de cartón, había un monito, pequeño y peludo. Tenía las manos cruzadas y la frente arrugada en un triste gesto de temor.
─¿No te parece maravilloso?
─Eres imposible… y un poco insultante ─repuso ella. Él se volvió para mirarla:
─¿Lo dices en serio? ─vio que sí hablaba en serio.
Ella prosiguió, examinándose los pies, las sandalias y las estrechas tablas de cubierta que había debajo.
─Sabes que la verdad es que no me importan todas estas tonterías ni lo loco que estás. Pero déjame terminar ─él movió la cabeza mostrando su acuerdo y se volvió a mirar el muelle abrasante y el miserable poblado con techumbres de lata que había detrás─. Ni que decir tiene que no me importa todo eso, porque, si no, no estaríamos los dos juntos. Podrías estar solo…
─No se puede ir solo de luna de miel ─interrumpió él.
─Tú sí podrías ─lanzó una risita.
Él extendió la mano sobre la barandilla para coger la de ella, pero ella la apartó diciendo:
─Estoy todavía hablando contigo. Cuento con que estás loco y cuento con ceder en todo contigo. Yo también estoy loca, lo sé. Pero me gustaría que hubiera alguna manera de poder sentir que, por una vez, el hecho de que ceda significa algo para ti. Me gustaría que supieras estar agradecido por ello.
─¿Tú crees que me complaces hasta tal punto? No me había dado cuenta ─su voz sonaba opaca.
─Yo no trato de complacerte de ningún modo. Me limito a tratar de vivir contigo durante un largo viaje en una serie de camarotes minúsculos de una interminable serie de barcos malolientes.
─¿Qué quieres decir? ─exclamó él agitado─. Siempre has dicho que te encantaban los barcos. ¿Has cambiado de idea o es que has perdido el juicio?
Ella se dio la vuelta y se dirigió a la proa.
─A mí no me hables ─dijo─. Vete a comprar tu mono.
Con una expresión solícita en el rostro, él fue tras ella.
─Sabes de sobra que no lo voy a comprar si eso te va a hacer desgraciada.
─Me sentiría peor si no lo hicieses, así que ve a comprarlo ─se detuvo y se dio la vuelta─. Me encantaría tenerlo. De veras te lo digo. Me parece entrañable.
─No consigo entenderte.
Ella sonrió.
─Lo sé. ¿Te preocupa mucho?
Después de comprar el mono y atarlo a la barra de metal de la litera de la cabina, él dio un paseo para explorar el puerto. Era un pueblo hecho de lata ondulada y alambre de espino. El calor del sol era doloroso incluso bajo el manto de niebla que flotaba a baja altura. Era mediodía y había poca gente en las calles. Llegó a los límites del pueblo así de inmediato. Allí, entre él y la selva, se extendía una corriente estrecha, lenta, cuyas aguas eran color café puro. Había unas mujeres lavando ropa; los chiquillos chapoteaban. Unos gigantescos cangrejos grises se perdían entre los agujeros que habían hecho en el barco a lo largo de la ribera. Se sentó sobre unas raíces que se retorcían intrincadas al pie de un árbol y sacó el cuaderno que llevaba siempre. La víspera, en un bar de Pedernales, había escrito: «Sistema para suprimir la impresión del horror que produce una cosa: Fijar la atención en el objeto o la situación dados de modo que los distintos elementos, todos ellos familiares, se vuelven a agrupar. Lo espantoso no es nada más que un esquema que no nos resulta familiar.»
Encendió un cigarrillo y contempló los infructuosos intentos de las mujeres por lavar las harapientas prendas. Lanzó luego la colilla encendida al cangrejo más próximo y escribió con cuidado: «Por encima de cualquier otra cosa, la mujer necesita un cumplimiento estricto y ritual de las tradiciones de la conducta sexual. Ésa es su definición del amor». Pensó en las burlas que suscitaría esta afirmación en la muchacha que había en el barco. Después de mirar la hora escribió apresuradamente: «La educación moderna, es decir, intelectual, al haber sido concebida por hombres y para hombres, la inhibe y la confunde. Ella se venga…»
Dos niños desnudos que volvían de jugar en el río subieron corriendo ante él, salpicándole de agua el cuaderno. Los llamó, peor continuaron sus carreras sin prestarle atención. Se guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo, sonriendo, y observó cómo se perseguían correteando el uno al otro en una nube de polvo.
Cuando llegó al barco, los truenos bajaban rodando desde la sirena que había en torno al puerto. La tormenta alcanzó su paroxismo justo en el momento en que zarpaban.
Ella estaba sentada en su litera mirando por la escotilla abierta. Los estridentes estampidos del trueno resonaban de un lado a otro de la bahía mientras navegaban hacia mar abierto. Él, doblado frente a su litera, leía.
─No apoyes la cabeza en la pared de metal ─advirtió─. Es un conductor perfecto.
Ella saltó al suelo y se dirigió al lavabo.
─¿Dónde están esas dos botellas de White horse que compramos ayer?
Él señaló con un gesto.
─A tu lado, en la repisa. ¿Vas a beber?
─Voy a tomar un trago, sí.
─¿Con este calor? ¿Por qué no esperas a que escampe y te lo tomas en la cubierta?
─Lo quiero ahora. Cuando despeje ya no lo necesitaré. Sirvió el whisky y añadió agua de la garrafa que había en la repisa, sobre el lavabo.
─Naturalmente, te das cuenta de lo que haces.
Ella le miró airadamente.
─¿Qué estoy haciendo?
Él se encogió de hombros.
─Nada, aparte de dejarte llevar por un estado emocional pasajero. Podrías leer o tumbarte y dormitar.
Con el vaso en una mano, ella abrió con la otra la puerta que daba al pasillo y salió. El ruido del portazo asustó al mono, que estaba encaramado en una maleta. Vaciló un momento y se metió corriendo bajo la litera de su amo. Éste hizo unos chasquidos con los labios para animarle a salir y luego volvió a su libro. Al poco rato empezó a imaginarla sola y triste en cubierta y este pensamiento se interpuso ante el placer de leer. Se obligó a sí mismo a permanecer tendido e inmóvil durante unos pocos minutos, con el libro abierto boca abajo sobre el pecho. El barco avanzaba a toda velocidad, y el ruido de los motores era más fuerte que la tormenta que rugía en el cielo.
Al poco se levantó y salió a cubierta. La tierra que quedaba atrás estaba ya oculta por la lluvia, y el aire olía a alta mar. Ella se hallaba de pie junto a la borda, mirando hacia abajo, a las olas, con el vaso vacío en la mano. Al verla se sintió invadido por la compasión, pero no fue capaz de acercarse y expresar con palabras de consuelo la emoción que sentía.
De nuevo en el camarote encontró al mono en su litera arrancando despacio las páginas del libro que había estado leyendo.
El día siguiente lo pasaron preparándose sin prisas para desembarcar y cambiar de barco. En Villalta tenían que coger un o más pequeño que les llevaría al otro lado del delta.
Cuando ella volvió para hacer las maletas después de la cena, permaneció de pie un momento examinando el camarote.
─Lo ha puesto todo patas arriba ─dijo su marido─, pero encontré tu collar detrás de la maleta grande; de todos modos, habíamos leído ya todas las revistas.
─Supongo que eso representa el impulso innato de destruir del hombre ─dijo ella chutando una pelota de papeles arrugados por el suelo─. Y la próxima vez que él trate de morderte será por la inseguridad básica del hombre.
─No sabes lo aburrida que resultas cuando tratas de ser cáustica. Si quieres que me deshaga de él, lo haré. Es bastante fácil.
Ella se agachó para tocar el animal, pero éste retrocedió inquieto, escondiéndose bajo la litera. Ella se puso en pie.
─Él no me molesta. El que me molesta eres tú. Él no puede evitar ser un pequeño monstruo, pero me recuerda constantemente que tú podrías evitarlo si quisieras.
El rostro de su marido adoptó el gesto impasible que lo caracterizaba cuando estaba decidido a no perder los nervios. Ella sabía que contendría su irritación hasta que estuviera desprevenida para el ataque. Él no dijo nada; simplemente estuvo tamborileando unos compases insistentes con las uñas en la tapa de la maleta.
─Claro que no quiero decir que tú seas un monstruo ─prosiguió ella.
─¿Por qué no decirlo? ─preguntó él sonriendo amablemente─. ¿Qué hay de malo en la crítica? Probablemente lo soy, para ti. Me gustan los monos porque los veo como pequeñas réplicas del hombre. Tú crees que los hombres son otra cosa, algo espiritual o Dios sabe qué. Sea lo que sea me doy cuenta de que eres tú la que siempre está desilusionada y andas preguntándome cómo la humanidad puede ser tan bestial. Yo creo que la humanidad está bien.
─No sigas, por favor ─dijo ella─. Conozco tus teorías. Nunca te convencerás ni a ti mismo con ellas.
Cuando hubieron terminado de hacer el equipaje, se metieron en la cama. Mientras apagaba la luz detrás de la almohada, él preguntó:
─Dime la verdad. ¿Quieres que se lo regale al camarero?
Ella apartó de una patada la sábana en la oscuridad. Por la escotilla, cerca del horizonte, veía las estrellas, y el mar tranquilo se deslizaba justo debajo de ella.
Sin pensarlo dijo:
─¿Por qué no lo tiras por la borda?
En el silencio que siguió se dio cuenta de que había hablado precipitadamente, pero la tibia brisa que rozaba lánguida su cuerpo le hacía cada vez más difícil pensar o hablar. Cuando ya se dormía le pareció oír que su marido le decía lentamente:
─No me extrañaría que lo hicieras. No me extrañaría.
A la mañana siguiente durmió hasta tarde y cuando se levantó para desayunar su marido ya había terminado de hacerlo y estaba recostado fumando.
─¿Qué tal estás? ─preguntó alegremente─. El camarero está encantado con el mono.
Ella sintió una oleada de satisfacción.
─Ah ─exclamó sentándose─. ¿Se lo has regalado? No tenías por qué hacerlo ─echó una ojeada al menú; era el mismo de todos los días─. Pero creo que es mejor así. Un mono no pega en un aluna de miel.
─Me parece que tienes razón ─convino él.
Villalta era sofocante y polvorienta. En el barco que dejaban se habían acostumbrado a estar rodeados de muy pocos pasajeros y resultaba una sorpresa desagradable encontrar el nuevo atiborrado de gente. Este barco era un transbordador de dos cubiertas, pintado de blanco y con una enorme rueda de palas en la popa. En la cubierta inferior, que se hallaba a no más de sesenta centímetros de la superficie del río, los pasajeros y la carga estaban listos para el viaje, apretados y revueltos unos con otros. La cubierta superior tenía un salón y una docena más o menos de estrechos camarotes. En el salón, los pasajeros de primera deshacían sus atados de almohadas y abrían sus bolsas de papel llenas de comida. La luz anaranjada del atardecer inundaba la sala.
Se asomaron a varios compartimientos.
─Parece que están todos vacíos ─dijo ella.
─Ya se ve por qué. Aún así, estar independientes sería una ventaja.
─Ésta es doble. Y tiene cortinilla en la ventana. Ésta es la mejor.
─Buscaré al camarero o a quien sea. Entra y toma posesión.
Empujó las maletas quitándolas del pasillo, donde el cargador las había dejado y se marchó en busca de un empleado. En todos los rincones del barco la gente parecía multiplicarse. Había el doble que un momento antes. El salón estaba completamente lleno, y el suelo cubierto por grupos de viajeros con niños pequeños y mujeres de edad que se habían tendido ya sobre mantas y periódicos.
─Esto parece el cuartel general del Ejército de Salvación la noche después de una catástrofe ─dijo él al regresar al camarote─. No consigo encontrar a nadie. De todos modos más vale que nos quedemos aquí dentro. Los otros camarotes están empezando a llenarse.
─Yo no sé si prefiero irme a cubierta ─anunció ella─. Aquí hay cientos de cucarachas.
─Y probablemente cosas peores ─añadió él mirando las literas.
─Lo que hay que hacer es quitar esas sábanas asquerosas y echarse directamente en el colchón ─ella se asomó al pasillo. El sudor le corría por el cuello─. ¿Tú crees que estamos seguros?
─¿Qué quieres decir?
─Tanta gente metida en este trasto.
Él se encogió de hombros.
─No es más que una noche. Mañana estaremos en Ciénaga. Y ya casi ha oscurecido.
Ella cerró la puerta y se apoyó en la madera sonriendo un poco.
─Creo que va a ser divertido ─dijo.
─¡El barco se mueve! ─exclamó él─. Vamos a cubierta. Si es que conseguimos salir de aquí.
Lentamente y con dificultad el barco avanzaba por la bahía hacia la oscura costa del este. La gente cantaba y tocaba la guitarra. En la cubierta inferior había una vaca mugiendo sin parar. Pero por encima de todos los sonidos resonaba el bullicio de agua alborotada que hacían las enormes palas.
En medio de una multitud vociferante y apoyados en las barras de la barandilla, se sentaron en cubierta y contemplaron cómo la luna se elevaba sobre los manglares que se extendían ante ellos. A medida que se aproximaban al otro lado de la bahía parecía que el barco fuera a subirse directamente en la orilla, pero al poco rato apareció una estrecha ensenada y el barco se introdujo por ella con cautela. La gente se apartó inmediatamente de la barandilla arremolinándose contra la pared. Las ramas de los árboles de la orilla comenzaron a rozar el barco, arañando las paredes exteriores de los camarotes y azotando luego violentamente la cubierta.
Ellos se abrieron paso entre la masa de gente, y cruzando el salón llegaron al otro lado de la cubierta; allí estaba sucediendo lo mismo.
─Es un disparate ─dijo ella─. Es como una pesadilla. ¡A quien se le diga que atravesamos un canal que no es más ancho que el barco! Me pone nerviosa. Me voy al camarote a leer.
Su marido le soltó el brazo.
─No eres capaz jamás de meterte en el espíritu de las cosas, ¿eh?
─Dime cuál es el espíritu y veré si me meto en él ─replicó ella dándose la vuelta.
Él la siguió.
─¿No quieres bajar a la otra cubierta? Parece que se están animando ahí abajo. Escucha ─levantó la mano. Desde abajo llegaban repetidos gritos de risa.
─¡Desde luego que no! ─gritó ella sin volverse mirar.
Él bajó a la otra cubierta. Había grupos de hombres, sentados en abultados sacos de arpillera y cajas de madera, echando monedas al aire. Las mujeres estaban detrás de ellos, fumando cigarrillos negros t chillando excitadas. Él las miró con atención pensando que si no les faltaran tantos dientes hubieran sido hermosas. «Carencia de minerales en el suelo», comentó para sí.
De pie al otro lado del círculo de jugadores, frente a él, había un nativo joven y musculoso cuya gorra de visera y ligero aire distante parecían indicar que ocupaba un puesto oficial de algún tipo a bordo. El viajero se abrió paso con dificultad hacia donde estaba y le habló en español:
─¿Es usted empleado aquí?
─Sí, señor.
─Estoy en el camarote número ocho. ¿Le puedo pagar a usted el suplemento?
─Sí, señor.
─Bien.
Se buscó en el bolsillo la cartera recordando al mismo tiempo con fastidio que a había dejado arriba, guardada con la llave en la maleta. El hombre le miraba expectante. Tenía la mano extendida.
─Me he dejado el dinero en el camarote ─y añadió─: Lo tiene mi mujer. Pero si sube dentro de media hora le pagaré el suplemento.
─Sí, señor.
El hombre bajó la mano y se limitó a mirarle. «Aunque daba una impresión de fuerza puramente animal, su rostro ancho y un poco simiesco resultaba hermoso», pensó el marido. Le sorprendió que un momento después aquel semblante dejara traslucir una timidez del chiquillo al decir:
─Voy a fumigar el camarote para su señora.
─Gracias. ¿Hay muchos mosquitos?
El hombre gruñó y sacudió los dedos de una mano como si se los acabara de quemar.
─Pronto verá cuántos.
Se marchó.
En aquel momento el barco dio una violenta sacudida y se produjo un gran regocijo entre los pasajeros. Él se abrió camino hacia la proa y vio que el piloto había metido el barco en la orilla. La maraña de ramas y raíces estaba a muy poca distancia de su cara; sus intrincadas formas se hallaban vagamente iluminadas por los fanales del barco. Éste retrocedió pesadamente y las agitadas aguas del canal se elevaron hasta el nivel de cubierta lamiendo el borde exterior. Lentamente la proa fue deslizándose por la orilla hasta volver a apuntar hacia el centro del canal y entonces prosiguieron. Pero al poco rato el canal formaba una curva tan pronunciada que volvió a suceder lo mismo y él se vio lanzado lateralmente contra un saco de algo desagradablemente blando y húmedo. Bajo cubierta sonó una campana dentro del barco; las risas de los pasajeros eran ahora más fuertes.
Finalmente continuaron la marcha, pero ahora el movimiento se hizo penosamente lento debido a que los recodos se hacían cada vez más pronunciados. Bajo el agua gemían los tocones de los árboles cuando el barco presionaba sus costados contra ellos. Las ramas crujían y se rompían cayendo en las cubiertas superiores y de proa. El fanal que había allí fue barrido al agua.
─Esta no es la travesía normal ─murmuró un jugador levantando la vista.
─¿Qué? ─exclamaron varios viajeros casi al unísono.
─Hay un montón de canales por aquí. Vamos a recoger carga en Corazón.
Los jugadores se retiraron al interior, a un espacio cuadrangular que otros formaban apartando algunas cajas. Él los siguió. Allí estaban relativamente a salvo de la invasión de las ramas. La cubierta estaba mejor iluminada allí y esto le dio la idea de hacer una anotación en su cuaderno. Apoyándose sobre un cajón en que se leía Vermífugo Santa Rosalía, escribió: «18 de noviembre. Nos deslizamos por la corriente sanguínea de un gigante. La noche es muy oscura». Entonces una nueva colisión con tierra le hizo caer y, con él, a todos cuantos no estaban protegidos entre objetos sólidos.
Algunos niños lloraban, pero la mayoría de ellos dormían aún. Se dejó caer en el suelo. Encontrándose en una postura bastante cómoda, se sumió en un estado letárgico que interrumpían irregularmente los gritos de la gente y las sacudidas del barco.
Cuando se despertó más tarde, el barco se hallaba completamente parado, los juegos habían terminado y la gente estaba dormida, aunque algunos hombres seguían conversando en pequeños grupos. Él permaneció tendido en silencio, escuchando. Hablaban sólo de sitios; comparaban las cosas desagradables que se encontraban en diversas partes de la república: insectos, clima, reptiles, enfermedades, escasez de alimentos, precios altos.
Miró la hora. Era la una y media. Se puso en pie con dificultad y se dirigió a la escalera. Arriba en el salón las lámparas de queroseno iluminaban un vasto desorden de figuras postradas. Entró en el pasillo y llamó a la puerta que tenía el número ocho. La abrió sin esperar a que ella respondiera. La habitación estaba a oscuras. Escuchó una tos amortiguada cerca y dedujo que estaba despierta.
─¿Qué tal los mosquitos? ¿Vino el hombre mono e hizo lo que querías? ─preguntó él.
Como ella no respondía, encendió una cerilla. No estaba en la litera de la izquierda. La cerilla le quemaba el dedo pulgar. Con la segunda miró en la litera de la derecha. Sobre el colchón había un fumigador de insecticida; el líquido había dejado un gran cerco de aceite en el terliz sin sábanas. Volvió a oírse la tos. Era de alguien en el camarote contiguo.
─¿Y ahora qué? ─dijo en voz alta, incómodo al encontrarse hasta tal punto inquieto. Lo invadió una sospecha. Sin encender la lámpara corrió para abrir las maletas se ella y en la oscuridad palpó apresuradamente sus ligeras prendas de ropa y los artículos de aseo. Las botellas de whisky no estaban.
No era la primera vez que ella iba a emborracharse a solas; sería fácil encontrarla entre los pasajeros. Sn embargo, como estaba irritado, decidió no buscarla. Se quitó la camisa y el pantalón y se echó en la litera de la izquierda. Su mano tocó una botella que había en el suelo junto a la cabecera. Se levantó lo suficiente para olerla; era cerveza y la botella estaba mediada. Hacía calor en el camarote; bebió con fruición lo que quedaba del líquido caldoso y amargo y lanzó la botella rodando por la habitación.
El barco no se movía, pero se oían gritos aquí y allá. De vez en cuando se escuchaba un golpe seco cuando subían a bordo un fardo o algo pesado. Miró por la ventanita cuadrada que tenía la cortinilla. En primer término, débilmente iluminado por los fanales en el barco, unos pocos hombres de tez oscura, desnudos salvo por los andrajosos calzoncillos, se hallaban de pie en un embarcadero hecho sobre el barro y miraban hacia el barco. Por entre las interminables marañas de raíces y troncos que había tras ellos, vio una hoguera llameando, pero estaba mucho más atrás, en el médano. El aire olía a agua estancada y a humo.
Decidiendo aprovechar el relativo silencio, se tumbó y trató de dormir; sin embargo, no se extrañó de lo difícil que le fue relajarse. Era siempre difícil dormir cuando ella no estaba en la habitación. Le faltaba el consuelo de su presencia y sentía además el temor de ser despertado a su regreso. Cuando se lo permitiera a sí mismo, comenzaría rápidamente a formular ideas y traducirlas a frases cuya observación parecía tanto más urgente porque estaba allí tendido cómodamente en la oscuridad. A veces pensaba en ella, pero no era más que una figura borrosa cuyo carácter daba sabor a una serie de fondos. Más a menudo repasaba el día que acababa de terminar tratando de convencerse a sí mismo de que lo había alejado un poco más de la niñez. A menudo, durante meses seguidos, lo extraño e sus sueños lo convencía de que, por fin, había doblado el recodo del camino, de que el oscuro lugar había quedado por fin atrás, de que estaba fuera del alcance del oído. Entonces, una noche, dormido, antes de que le diera tiempo a rechazarlo, se encontraba mirando fijamente un objeto olvidado hacía mucho ─un plato, una silla, un acerico─ y la habitual sensación de futilidad y tristeza volvía a aparecer.
El motor se puso en marcha y volvió a oírse el estruendo del agua batida por la rueda de palas. Se alejaban de Corazón. Se alegraba. «Ahora no la oiré cuando entre y empiece a hacer ruido por el camarote», pensó, y se sumió en un ligero sueño.
Se estaba rascando las piernas y los brazos. El vago malestar que sentía desde hacía un rato se hizo plenamente perceptible y se sentó irritado. Por encima de los ruidos que producía el barco oía otro que entraba por la ventana: un ruido increíblemente agudo y minúsculo; minúsculo, pero constante en tono e intensidad. Saltó de la litera y se acercó a la ventana. El canal era más ancho en aquella parte y la vegetación colgante ya no rozaba los costados del barco. En el aire, cerca, muy lejos, en todas partes, flotaba el tenue gemido e las alas de los mosquitos. La novedad del fenómeno le dejó atónito y completamente maravillado. Por un momento miró cómo pasaba ante él la negra y enmarañada jungla. Luego, con el escozor, se acordó de los mosquitos de dentro del camarote. La cortinilla no llegaba a lo alto de la ventana; había espacio de sobra para que entraran. Incluso allí en la oscuridad, al recorrer con los dedos el marco para buscar la manecilla, los sentía; tantos eran.
Ahora que estaba despierto del todo encendió una cerilla y fue a la litera de ella. Naturalmente, no estaba. Levantó el fumigador y lo sacudió. Estaba vacío y mientras se apagaba la cerilla vio que la mancha del colchón había crecido aún más.
─¡Hijo de puta! ─masculló y, volviendo a la ventana, empujó la cortinilla con fuerza hacia arriba para cerrar la abertura. Al soltarla cayó al agua y casi inmediatamente sintió la suave caricia de minúsculas alitas por toda la cabeza. En camiseta y pantalón salió corriendo al pasillo. En el salón nada había cambiado. Casi todo el mundo estaba durmiendo. Las puertas que daban a cubierta tenían mosquiteros. Las examinó, parecían instalados con mayor solidez. Unos pocos mosquitos le rozaron la cara, pero no eran las hordas de antes. Se introdujo entre dos mujeres que dormían sentadas con la espalda contra la pared y permaneció allí, penosamente incómodo, hasta que empezó a dormitar de nuevo. No tardó en abrir los ojos para encontrar la tenue luz del alba en el aire. Le dolía el cuello. Se levantó y salió a cubierta, donde se había congregado la mayoría de la gente del salón.
El barco estaba atravesando un amplio estuario salpicado de grupos de arbustos y árboles que surgían de las aguas poco profundas. A lo largo de las orillas de las islitas había garzas, tan blancas a la luz gris de madrugada que el resplandor parecía salir de su cuerpo.
Eran las cinco y media. A esta hora el barco debía haber llegado a Ciénaga, donde coincidía en su viaje semanal con el tren que iba al interior. Un tenue brazo de tierra que había delante era ya identificado por los ansiosos observadores. El día se despertaba rápidamente; cielo y agua eran del mismo color. En cubierta pesaba el hedor grasiento de los mangos mientras la gente empezaba a desayunar.
Ahora por fin empezó a sentir una verdadera inquietud peguntándose dónde estaría ella. Decidió hacer una inspección inmediata y completa del barco. La reconocería al instante en cualquier grupo. Primero miró detenidamente en el salón, luego agotó las posibilidades de las cubiertas superiores. Luego volvió bajo cubierta, donde el juego había comenzado otra vez. Hacia la popa, atada a los endebles postes metálicos, estaba vaca, que ya no mugía. Cerca había un improvisado cobertizo, donde se alojaba probablemente la tripulación. Al pasar ante la puertecilla se asomó al tragaluz del montante y la vio allí, tendida en el suelo junto a un hombre. Mecánicamente siguió andando; luego dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. Los dos estaban dormidos y medio desnudos. En el aire cálido que salía por el mosquitero del montante se percibía el olor del whisky que habían bebido y derramado.
Al subir la escalera, el corazón el latía violentamente. En el camarote cerró las dos maletas de ella, hizo la suya, las puso todas juntas al lado de la puerta y dejó encima las gabardinas. Se puso la camisa, se peinó con cuidado y salió a cubierta. Ciénaga estaba allí delante, en la sombra matinal de las montañas: el muelle era una hilera de chozas recortada contra la selva y la estación ferroviaria estaba a la derecha detrás del poblado.
Mientras atracaban hizo gestos a dos chiquillos, que movían los brazos para llamar su atención y gritaban «¡Equipajes!» Se pelearon un poco hasta que él les mostró los dos dedos levantados. Después, para mayor garantía, los apuntó con el dedo primero a uno y luego a otro, y ellos sonrieron. Sin dejar de sonreír, permanecieron detrás de él con las maletas y las gabardinas, así que fue de los primeros pasajeros de la cubierta superior que bajó a tierra. Caminaron calle adelante hasta la estación con los papagayos chillándoles desde todos los pajizos y tejados picudos picudos a lo largo del camino.
En el atiborrado tren que esperaba, con el equipaje por fin en la repisa, el corazón le latía con más fuerza que nunca y él no apartó la mirada dolorida de la larga y polvorienta calle que conducía al muelle. En el extremo más alejado, cuando ya sonaba el silbato, le pareció ver una figura de blanco corriendo entre los perros y los niños hacia la estación, pero el tren se puso en marcha mientras miraba y la calle se perdió de vista. Sacó su cuaderno y se sentó con él en el regazo sonriendo al paisaje verde y reluciente, que se movía cada vez más deprisa al otro lado de la ventana.
Nueva York, 1946
Paul Bowles
Cuentos escogidos
Alfaguara Editores, México D.F., 1995, pp.43-58
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