Wednesday, July 24, 2013

Gustavo Tatis / Ahí viene Raúl Gómez Jattin

Raúl Gómez Jattin
en Cartagena de Indias

Ahí viene Raúl Gómez Jattin

Por Gustavo Tatis Guerra
Cartagena de Indias, 9 de junio de 2013

Yo Raúl Gómez Jattin, natural de Cartagena, 
portador de la Cédula de Ciudadanía No. 6.582.5623 de Cereté,
declaro que mi última voluntad es que al morir 
sea incinerado en Cartagena. 

Cartagena, septiembre 9 de 1995

Raúl Gómez Jattin


Raúl Gómez Jattin

En Cereté cerraban las puertas y las ventanas cuando veían pasar al poeta Raúl Gómez Jattin. En aquel entonces un ser genial como Raúl, no solo era incomprendido por sus contemporáneos y por la sociedad colombiana, sino por su propia familia. Casi todos, al final, sin saber qué hacer y  cómo sobrellevar su enfermedad mental, decidieron huir  de él. Aquella alarma convertida en susurro en la resolana del verano, fue una señal de lo que vendría: “Ahí viene Raúl”.

Dieciséis años después de su muerte, las puertas y las ventanas de Cereté, se abren al espíritu y la obra poética de Raúl. Es el poeta más famoso de Cereté y de todo su departamento, y uno de los mejores de la historia literaria de Colombia. El que más allá de su muerte trágica, convoca al mundo hasta su aldea. Las peregrinaciones a la tumba de Raúl no cesan y siempre hay alguien que lleva flores y enciende una vela para recordarlo.

Era casi un niño cuando fui a visitarlo por primera vez en su casa de Mozambique que tenía un patio infinito bajo la sombra de unos mangos. El poeta acababa de salir de una clínica mental en una de sus primeras crisis de los años setenta. Y permanecía en un cuarto casi aislado de la casa, durmiendo en una hamaca. Toqué la puerta y me abrió la señora Lola Jattin, su madre, quien me dijo que era imposible ver a su hijo, porque el día anterior había recaído y había salido desnudo por las calles de Cereté. Le dije que solo quería saludarlo. La madre me preguntó mi nombre y fue a darle la razón. El poeta se levantó de la hamaca y le pidió a su madre que me dejara entrar. Aún conservaba en aquel entonces la melena de vikingo en tierra y los dientes intactos con que se reía a carcajadas de este mundo y sus estupideces. Me saludó con un abrazo gigantesco y me llevó a la cocina de su casa. Le dijo a la niña que cocinaba: “Échale dos vasitos de agua a esa sopa que él se quedará a almorzar”. Me puso las quejas de su madre que había quemado según él lo mejor de aquel patio: las hojas amarillas del mango que habían forjado una alfombra sonora al sol. Lo que siempre me impactó de él, además de su memoria de elefante para recordar nombres de poetas y dramaturgos, eran los episodios históricos. Muchos lo recuerdan aún en Cereté como profesor de historia en el Colegio Marceliano Polo. No llevaba apuntes. Dictaba su clase guiado por su memoria. En los días de reclusión en el manicomio, hizo dibujos a mano alzada que aún recuerdo. Trazos de rostros, pájaros y espirales de luz. Detrás del alma sensible y atormentada de Raúl, había un ser exquisito y sublime, con una aristocracia de espíritu y una gran devoción por los seres de su infancia que aún le sobreviven como esa bella y bondadosa mujer que es Sara Ortega de Petro, con su piel de cobre y su alma finísima.  Y la niña Isabel, su vecina de juegos de infancia, que ha visto caer en un invierno aquel mamoncillo cantado en el poema. Toda la locura de un ser maravilloso como Raúl, hoy es una escueta anécdota ante el tamaño infinito de su bella y eterna poesía. Al poco tiempo de trabajar en El Universal publiqué tres páginas del suplemento Dominical con algunos de los versos de aquel primer poemario titulado a secas Poemas, publicado en 1980. Un viernes le dije a  Raúl que me permitiera publicarlos y él aceptó. Los textos iban acompañados de unas fotos singulares de Jorge Carcioffi, en la que aparecía Raúl encaramado en los altos árboles de la orilla del río Sinú.  Los poemas se publicaron el domingo, y ya a primera hora del lunes, fuimos sorprendidos por una inesperada recaída de Raúl en la puerta de El Universal, buscándome para que le pagara treinta mil pesos por la publicación de las tres páginas. No hubo maneras de convencerlo de que él mismo me había autorizado publicar esas tres páginas tres días antes. Tuve a lo largo de quince días la persecución del poeta. Llegar al periódico se me convirtió en una verdadera pesadilla, porque Raúl había intentado agredir al portero y al recepcionista. Todo terminó una noche en que Edgardo Olier y yo salimos hambreados de la redacción a compartir un patacón y un jugo de zapote. Cuando nos sentamos a esperar que hicieran el jugo, sentí al instante unas manos enormes que me agarraron por el cuello. Era el poeta. Solo dijo: “Aquí me pagarás las tres páginas”. Le dijo al señor de los jugos que no hiciera nada para nosotros, y le explicamos con señas la situación. Raúl pidió dos jugos de milo y se comió la tártara de fritos. El señor de los jugos lo entendió cuando me vio el índice sobre la manzana de Adán: “Deje que se coma todo. Usted me cobra después en el periódico”. Era preferible deberle al señor de los jugos, que a Raúl Gómez Jattin.



Raúl Gómez Jattin


EPÍLOGO

Poco antes de morir atropellado por un bus de Zaragocilla el 22 de mayo de 1997, le pregunté a Raúl qué quería hacer con su vida en los diez años venideros. Y me dijo que deseaba comprar un pedazo de tierra en Turbaco para sembrar berenjenas.

Raúl hizo del Sinú su paisaje emocional y a él le consagró sus poemas en las que se mezclaban la naturaleza y sus criaturas y su evocación mítica de los personajes del mundo.

Iba a cumplir en nueve días sus 52 años. Intensa y perdurable es  su voz y su irradiación en la poesía de Colombia para el universo.  Allí están su libros que hipnotizan a sus lectores: “Poemas” (1981),  “Retratos” (1980-1989), “Amanecer en el valle del Sinú” (1983-1989), “Del Amor” (1982-1987), “Hijos del tiempo”(1992), “Esplendor de la mariposa” (1993), “Los poetas, amor mío...” (2000), es un verdadero tesoro.

Los campesinos de Cereté tenían meses esperando la llegada del invierno. El cadáver del poeta fue llevado de Cartagena hasta Cereté. Y sepultado en el cementerio de su pueblo, junto a los restos de sus padres. No había llegado el cadáver de Raúl a la plaza de Cereté, cuando se desgajó del cielo una lluvia incontenible. Los campesinos atribuyeron aquel milagro al corazón generoso e inusitado del poeta.





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