Néstor Tirri
LA LEYENDA DE WOODY ALLEN
Viernes 7 de enero de 2011
Buenos Aires, La Nación
Por las calles de Manhattan anda un hombrecito de anteojos. Los luminosos adornos navideños y la nieve que se deposita sobre los autos estacionados regala a la escena el inconfundible marco de diciembre en Nueva York. Antes de que la baja temperatura lo empuje a refugiarse en algún bar, el personajito mira algunos de los edificios y el parque donde ha filmado buena parte de sus películas, desde Annie Hall (1977) hasta la penúltima, Whatever Works (2009), pasando por la emblemática Manhattan , que plasmó en 1979, y por Hannah y sus hermanas , de 1986. Esos cuatro films son un recorte oportuno para iniciar una revisión de su obra, balance necesario porque sobre el final de 2010 el geniecillo nacido en Brooklyn celebró un aniversario importante.
Ocurre que los cuatro títulos seleccionados, distintos en sus propuestas ficcionales, marcan, sin embargo, una definida continuidad en las obsesiones del autor. La producción de este humorista, por lo demás, no constituye un fenómeno intelectual y artístico aislado. Woody Allen, nacido Allen Stewart Konigsberg (1935), encarna con ideas personales algunos de los rasgos paradigmáticos de la cultura cosmopolita neoyorquina, particularmente la de un vasto sector de descendientes de la inmigración judía progresista que llegó al puerto de Ellis Island a fines del siglo XIX y que floreció con caracteres propios en la segunda posguerra.
En los cuatro films, alguno de los personajes (no siempre el protagonista de la historia) deja entrever los miedos, las dudas, las angustias y las expectativas de posguerra, a través de interrogantes acerca de la muerte, del sentido de la vida (con apelaciones casi siempre irónicas a las religiones como paliativo de esa desestabilización existencial), o bien alusiones a la fragilidad del cuerpo, al rol de la terapia, médica o psicoanalítica, y a la gravitación obsesiva del sexo.
Al ingresar en la segunda década del siglo XXI, Allen acumula 45 películas como realizador y treinta y tantas intervenciones más como actor y guionista. Una lista que, en su 75º cumpleaños, celebrado el pasado 1° de diciembre, se incrementa con el anuncio de su nueva ¿comedia?, Midnight in Paris. A los señalados componentes distintivos de su obra se suman toques de extracción intelectual que pasan por la filosofía, la literatura, el cine, la música y la plástica. Una hábil y vertiginosa elaboración de estos chispazos "cultos", imbricados en situaciones dramático-cómicas, ha dado lugar a eso que se conoce como la poética de Woody Allen.
El primer síntoma de consolidación de propuestas que desembocaron en un ideario coherente lo constituye la feliz irrupción de Annie Hall (1977), en la que Nueva York se presenta, por primera vez en el horizonte alleniano, con ribetes de un marco urbanístico-antropológico definido y, además, conformador de actitudes, modas y crisis existenciales y amorosas, todo en clave de humor satírico. Un rasgo nada trivial reside en el hecho de que el look de Diane Keaton y de su personaje epónimo (simbiosis de ficción con un dato biográfico de la actriz, nacida Diane Hall) se convirtió en un ícono que temporariamente desplazó la hegemónica moda europea: sombreros de ala enorme, faldas amplias y largas, chaleco y corbata, botas sport sin tacones, diseños de Santo Loquasto que luego se erigieron en vestuario también para la escena, una iconografía escénica generada en la Gran Manzana de los años 70.
Es en Annie Hall, también, donde irrumpe en persona Marshall McLuhan, figura capital de la cultura de la comunicación de ese momento, emergiendo "mágicamente" detrás de un panel del hall de un cine de Manhattan, para zanjar una discusión que se genera en la fila, invocado por Alvy Singer (Allen), en un blooper de antología.
Antes de esta contundente obra de 1977, Allen había aportado el libreto y su presencia como actor para el film de Clive Donner ¿Qué pasa, Pussycat? (What's New, Pussycat?, 1965), una sucesión de gags y situaciones enhebradas en un caótico guión de comedia, y luego había hecho su contribución a la escena neoyorquina en Broadway con dos comedias: Don't Drink the Water (1966) y Play It Again, Sam (1969), llevada al cine por Herbert Ross y estrenada en países de habla hispana como Sueños de un seductor. Como realizador, había debutado en 1969, con Take the Money and Run (Robó, huyó y lo pescaron), en la que algunos trazos del fracasado delincuente Virgil Starkwell se identifican con el autor: la fecha de nacimiento del personaje (1° de diciembre de 1935), el origen social modesto, dificultades de aprendizaje y sociabilidad en la infancia, miopía, etcétera. Robó, huyó y lo pescaron, hecha con un presupuesto relativamente modesto (17 millones de dólares), transita por una vía expresiva con resabios de gags de comicidad algo gruesa, propios del código televisivo, terreno en el que Allen venía ejercitándose como libretista.
Específicos motivos y situaciones de los cuatro films elegidos como base de esta revisión perfilan una figuración global y aproximada de lo que el autor denominará, en un texto en off dictado a un grabador en Manhattan, "una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea", un atributo asignado a Nueva York (del que, por lo demás, no tardará en renegar).
Así, el hipocondríaco que se convierte en protagonista de un capítulo íntegro de Hannah? (Mickey, el personaje asumido por el propio Woody), asaltado por la terrible amenaza de un fantasmático tumor cerebral, ya aparecía insinuado en el Ike de Manhattan, que trata de disuadir a Mary-Diane Keaton de ingerir aspirinas porque -según él- provocan cáncer de estómago. Síntomas que se exacerbarán en Whatever Works , por una cuestión de edad, en un iconoclasta científico retirado de la Universidad de Columbia, asediado por la diabetes, los ataques de pánico y otros implacables achaques.
Fracaso y deterioro
Whatever Works dista de ser una de las comedias destacadas de Woddy Allen; aún más: podría pasar por una de las endebles. Sin embargo, además de sus atrevimientos disparatados, conlleva un rasgo significativo: el protagonista y narrador, ese genio de la mecánica cuántica llamado Boris Yellnikoff, tiene la misma edad de Woody. Y, como el cineasta, nació en Brooklyn. El veterano profesor, en cataratas de monólogos, vomita sus reflexiones sobre casi todo, lo que deja entrever la concepción actual de su autor acerca del funcionamiento del mundo, la sociedad, el amor, la crisis del matrimonio como institución y el sentido de la existencia.
Se filmó en algunos de los espacios de Nueva York que el cineasta ya había mostrado en otras producciones, si bien esta vez prescindió deliberadamente de los rincones glamorosos y románticos, dadas las condiciones un tanto declinantes -aunque ferozmente vitales- del personaje protagónico. A pesar de haber sido rodada en 2009, la trama incurre en ciertas ingenuidades, así como en cierta elementalidad en los personajes, propias del primer período alleniano. Esto -aunque genera un aire de fábula naíf- obedece a que el autor apeló a un libreto escrito a principios de los años 70 para un proyecto que se frustró por la muerte de Zero Mostel, notable actor judío, candidato de rigor para un carácter absorbente y abrumador como el de Boris Yellnikoff. El proyecto dio vueltas y sufrió postergaciones, hasta que apareció Larry David, un comediante que, sin la dimensión de Mostel, aparecía como el más adecuado para sustituirlo.
A través de la mirada de Boris, la comedia (estrenada en España como Si la cosa funciona y todavía no exhibida en la Argentina) revisita con énfasis el filón irónico más ácido del autor; el "genio" judío renegado y gruñón alberga a Melody (Evan Rachel Word), una adolescente que llega desde el sur. La trama se complica con la aparición de los padres divorciados de la chica, que la buscan desde hace tiempo, y si bien el film no escatima situaciones cómicas (como los dos frustrados intentos de suicidio del protagonista y el ménage à trois de la madre de Melody con dos amigos de Boris), el efecto se atenúa por el verborrágico discurso del protagonista, empeñado en destruir mitos.
Con caracteres personalísimos, Allen recrea esa tradición judía que hace del deterioro y de la condición de "inferioridad" un motivo grotesco, sustentador de personajes y situaciones, que en el caso de Boris alcanzan su punto extremo. Además, lo lleva a registrar zonas de su amada Nueva York muy distintas de las que, en tiempos de juventud, introducían al espectador en áreas sofisticadas de la cultura y la moda.
Este procedimiento autodescalificante con sentido irónico fue ejercitado antes, y también simultáneamente, por otros herederos de Groucho Marx, a quien podría señalarse como el maestro. Mel Brooks y Neil Simon, con improntas bien disímiles, son los otros autores-humoristas que, en varios sentidos, forman una tríada neoyorquina con Allen, el talentoso hijo de los inmigrantes Konigsberg, "the short person of Brooklyn" , como definió al cómico el crítico James Monaco. Al interpretar la posible voltereta que guió al cineasta en la elección de un seudónimo, Monaco se transformó en su mejor psicoanalista:
Como Brooks y Simon, Allen se inició escribiendo gags para la televisión. Como Simon, se corrió a Broadway, pero sólo por una breve temporada y luego de haberse lanzado, él mismo, como comediante. Como Brooks, ganó su renombre en los talk shows. Pero mientras que Simon no parece zafar jamás totalmente de su herencia urbana cargada de ansiedad y Brooks combate su sentimiento de culpabilidad con salvaje alegría, Allen ha elegido pactar una tregua con la propia culpa y ponerla a su servicio. Ese sentimiento de inferioridad se convirtió en una herramienta cómica tan valiosa que uno no puede dejar de percibir su empecinamiento por hacer (artificialmente) serios films "suecos" sobre el amor y la muerte. Max von Sydow debe de ser el ídolo favorito de Stewart Allen Konigsberg, el diminuto hombrecito de Brooklyn, quien conscientemente no sólo desestimó el monárquico esplendor de su apellido original [ König = "rey", en alemán; N. del A.] sino que además se asignó un nombre propio que evoca una pirueta de Woody Woodpecker [el Pájaro Loco])." (En American Film Now. New York, 1979)
Freud asignó un lugar de privilegio, en sus estudios, a la tradición del humor judío, un legado que, desde la Viena de 1900, llegaría al conglomerado urbano neoyorquino a través de la inmigración y sería reelaborado por el hombrecito de Brooklyn, el más "psicoanalizado" de los humoristas del siglo XX. "También los chistes de los judíos sobre sí mismos conceden este hecho [el de ver al judío como una figura cómica], pero el mejor conocimiento de ellos de sus verdaderos defectos y de la conexión de éstos con sus virtudes, así como la aceptación de que la propia persona forma parte de lo criticable, crean la condición subjetiva de la elaboración del chiste; muy difícil de elaborar en otro caso", dice Freud en El chiste y su relación con lo inconsciente. (No hay que perder la oportunidad de apuntar que la primera parte de ese agudo estudio de Freud constituye, indirectamente, una excelente antología de cuentos y de chistes judíos.)
Dramas sin angustia
Aun considerando la gravitación de una raíz común, el humor lunático de Mel Brooks (Melvin Kaminsky, 1926), ejercitado en films como El joven Frankenstein , Por un fracaso, millonarios o Silent Movie , apunta a un horizonte bien distinto del de las comedias dramáticas de Allen y Simon. Y dentro de la tradición judeoamericana, Simon es el que maneja con mayor soltura un discurso "burgués", esto es, una tesitura más propia de la clásica comedia boulevardier , aunque sin la frivolidad de ésta, ya que bajo esa superficie palpitan conflictos típicos de la ferocidad urbana neoyorquina.
El aporte de Simon (1927) es abrumador. Dramaturgo, productor y guionista, es uno de los más exitosos autores de comedias de Broadway, con textos que muchas veces saltaron a la pantalla. Como guionista de cine adaptó más de veinte obras propias y ajenas, por ejemplo, Descalzos en el parque ( Barefoot in the Park , 1967), de Gene Saks, y Extraña pareja ( The Odd Couple , 1968), también de Saks, con la dupla simoniana por excelencia: Jack Lemmon y Walter Matthau. Cabría detectar en las caracterizaciones de Matthau bosquejos del obsesivo judío neoyorquino prefreudiano, esto es, antecedentes de las criaturas neuróticas -ya "concientizadas"- de Allen. Otras resonantes comedias dramáticas y musicales de Simon que pasaron al cine son Sweet Charity (1969), de Bob Fosse, y Plaza Suite (1971), de Arthur Hiller.
Si bien las comedias de Allen focalizan en destinos que se perfilan como amargos, su código expresivo genera efectos distintos de los que depara Simon; las situaciones, planteadas a través de la ironía de Allen, no transmiten la angustia por la que, se supone, están atravesando los personajes. En una senda afín a la de algunos autores de la comedia italiana, son dramas narrados en clave cómica. En su caso, la parquización neoyorquina y su seductora arquitectura, así como la música de jazz (principalmente, la de la dorada era del swing ) y la sofisticación de galerías de arte y de grandes tiendas de moda ("Cuidado, estamos en Bloomingdale's, a la vista de todos", dice Diane Keaton a su amante casado, Michael Murphy, en Manhattan ), todo este entorno "armonizador", en fin, parecería que sustentara el texto del cineasta, a veces en off y otras con gags verbales, para plasmar un discurso estimulante -o francamente hilarante-, despojado de angustia.
Al logro de un efecto desdramatizador también contribuyen interpolaciones críticas que desdibujan el transcurrir dramático con observaciones psicoanalíticas en clave irónica acerca de las neurosis o del sexo, como en este diálogo entre Mary-Diane Keaton y Ike-Allen:
Mary: -Oye, tengo que sacar al perro.
Ike: -¿De qué raza es tu perro?
Mary: -De la peor? Es un Dachshund (un salchicha).
Ike: -Oh, ¿de veras?
Mary: -Para mí, es un sustituto del pene.
Ike: -Ah, en tu caso, yo diría que te vendría mejor un Gran Danés?
Otra intelectualización que diluye la carga dramática de algunas situaciones son las invocaciones al cine de autor, europeo o asiático: Ingmar Bergman, Federico Fellini, Aleksander Dovchenko o Hiroshi Inagaki (estos dos últimos, en anuncios de La tierra y Chushingura en la marquesina de un cine-arte, el Cinema Studio, una sala de la calle Broadway asiduamente visitada por los cinéfilos de Nueva York).
Tal vez el título más significativo de ese modus operandi que metaboliza lo dramático y lo transforma en atmósfera de comedia sea Hannah y sus hermanas. En ese film, el registro de la ciudad adquiere una carga especial en algunos sitios puntuales (o, al revés, lugares que se resignifican por la circunstancia emotiva que en ese momento viven allí los personajes) y, además, se incluye como al descuido una suerte de catálogo de construcciones arquitectónicamente claves.
Hannah... se estructura en tres grandes bloques determinados por encuentros familiares en el Día de Acción de Gracias, la ceremonia tradicional de los descendientes de inmigrantes, el 25 de noviembre: tres cenas en otros tantos años sucesivos. Esas reuniones focalizan las conflictivas relaciones de tres hermanas y sus padres, ex actores entre quienes estallan reproches y resentimientos por sus recíprocas infidelidades en sus épocas de esplendor. En ese tironeo hay algo de real y/o biográfico, a manera de guiño de complicidad con el cinéfilo estadounidense. La pareja de padres la integran Margaret O'Sullivan (1911-1998) y Lloyd Nolan (1902-1985), estrellas de Hollywood de los años 40 y 50. O'Sullivan (célebre por su caracterización de Jane en la serie de Tarzán con Johnny Weissmüller) fue, además, la madre en la vida real de Mia Farrow, la Hannah de la ficción, instalada en el centro de este microcosmos en el que los conflictos pasan inevitablemente por ella.
Mickey (Allen), ex marido de Hannah, intenta salir con su ex cuñada Holly (Diane Wiest) y fracasa. Elliot (Michael Caine) seduce a la hermana de su esposa Hannah, Lee (Barbara Hershey), quien a cierta altura abandona a su esposo, un malhumorado artista plástico presumiblemente sueco (Max von Sydow). Mickey atraviesa por la mencionada pesadilla de suponer que tiene un tumor cerebral y, hacia el final, cuenta que intentó dispararse un tiro de escopeta...
Que toda esa red asfixiante pueda ser procesada en términos de comedia constituye uno de los aportes más relevantes de Allen como autor (aun cuando la excesiva proliferación de libretos y de films está volviendo previsible o inocua la resolución de los conflictos que plantea). La gravitación del entorno neoyorquino y las grabaciones de Harry James con las que el realizador combina la puesta en espacio del film y su "aireación" sonora convierten a Hannah y sus hermanas en una de las perlas de culto de sus fans.
Los personajes de Caine y Hershey inician su romance clandestino en una sugerente escena ambientada en una librería clásica de la época, la Pageant Print and Book Store, en la calle 9 Este, en el East Village (un local que hoy alberga al Central Bar), y después proseguirán su relación en citas vespertinas en el St. Regis Sheraton Hotel de la calle 55 Este.
Pero el tramo particularmente imperdible para amantes del esplendor arquitectónico de Nueva York es una secuencia lateral, generada por un personaje episódico. Se trata de David, un encantador arquitecto (Sam Waterston) que ha invitado a Holly y a una amiga de ésta a un paseo por la ciudad, al final de la première de Madame Butterfly en el Met (en realidad, y por cuestiones de producción, los interiores se rodaron en el Teatro Regio de Turín). Lo que se juega, en el sentido de la secuencia, es la disputa de las dos amigas por ver quién se queda con el galán, pero el realizador-autor se vale de este desvío para declarar y exhibir, enmascarándose en la figura del refinado arquitecto, sus rincones amados: "¿Por qué no nos muestras tus edificios favoritos, David?", dice una de ellas.
La cámara, como en un bombardeo de diapositivas, hace foco en íconos arquitectónicos de Nueva York tales como el edificio Dakota, donde vivieron John Lennon y Yoko Ono y en cuyo exterior él fue asesinado; un viejo rascacielos de la calle 42 Oeste con recargada ornamentación en los ventanales; el clásico edificio Chrysler, en Lexington, y, entre otros, el frente de la Pomander Books, en la calle 49 Oeste.
Con un equilibrado guión coescrito con Marshall Brickman y una impecable imagen en blanco y negro del fotógrafo Gordon Willis, Manhattan se erige en el encuentro más paradigmático de Woody Allen con los mitos, las fantasías, las fobias y los más caros espacios de su ciudad. En rigor, de un sector de esa ciudad, que corresponde al que configura su horizonte artístico e intelectual adulto. Aquí habría que recordar que Manhattan concentra la vida artística, comercial, bursátil y académica de la Gran Manzana, un complejo que, además, comprende otros cuatro distritos: el Bronx, Brooklyn, Queens y la Staten Island.
Manhattan arranca con un montaje de imágenes de ese sector de Nueva York, acompañado por el texto en off de un supuesto escritor. Él le dicta a un grabador un también supuesto libro autobiográfico que se inicia, precisamente, con una declaración de amor (analítico-crítica) a su ciudad. El narrador puntualiza que la ve "en blanco y negro y con música de Gershwin", esto es, sumida en la atmósfera que el autor incorporó en su infancia y adolescencia a través del cine. Al cabo de ese bombardeo de tomas, un "documental relámpago" de la ciudad, la Rapsodia en blue estalla en su final brillante. Y allí comienza la historia.
El admirable muestreo de la introducción transcurre en cuatro minutos exactos, pero no rezuma la objetividad expositiva del género documental: es una exultante oda a la ciudad, en la que confluyen la música, la plástica, el teatro y, por supuesto, la arquitectura.
En el entramado de historias sentimentales que desarrolla el film, se cruzan básicamente dos parejas que el espectador descubre, promediando una cena, en una mesa de Elaine's, el legendario restaurante de la Segunda Avenida. Son las que conforman Ike-Allen y su joven novia Tracey (Mariel Hemingway, ¡17 años!) y Yale con Emily (Michael Murphy y Anne Byrne). A ellos se sumará Mary-Diane Keaton, amante primero de Yale y después de Ike.
Un primer encuentro de Ike y Mary desemboca en un vagabundeo por las calles de Manhattan y, ya en la madrugada, concluye en una toma que se convertiría no sólo en afiche del film sino también en un emblema de la atmósfera cultural de la época: Diane Keaton y Woody Allen, de espaldas, sentados en un banco, con el majestuoso fondo del puente de Brooklyn que se diluye en un brumoso cielo de amanecer, una toma realizada desde la Riverside Terrace de la Sutton Square, en el East Side de Manhattan, imagen que contribuyó a cristalizar la leyenda de Woody Allen, hecha de humor, iconoclasia y un toque de romanticismo.
El final del film retoma el dictado inicial de Ike al grabador, en el bosquejo del posible libro que escribirá, acaso como contrapartida del escandaloso volumen autobiográfico de revelaciones matrimoniales íntimas de su ex mujer (Meryl Streep), quien lo ha abandonado por otra mujer. En el apunte final del alicaído Ike aparece el módulo recurrente de las resurrecciones del humorista Allen, al intentar un resumen de las "cosas por las que vale la pena vivir". Es una especie de decálogo que, a juicio del autor de este artículo, podría oficiar de antídoto contra las adversidades o, al menos, acudir como paliativo cuando las circunstancias de la vida no son favorables:
Ike: [Habla al micrófono.] -Idea para un cuento sobre cierta gente de Manhattan que continuamente se crea terribles problemas neuróticos, innecesarios, porque eso les permite evadirse de otros problemas más graves y aterradores del universo. Bueno, tiene que ser optimista. A ver, ¿por qué vale la pena vivir? Es una buena pregunta. (Carraspea. Luego suspira.) Hay varias cosas que, creo, hacen que valga la pena. ¿Cuáles? Bien, para mí? Yo diría? Groucho Marx, por decir una. Ehhh? a ver, el segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter? y Louis Armstrong, el "Potato Head Blues"? [Suspira.] Las películas suecas, naturalmente. La educación sentimental, de Flaubert; Marlon Brando, Frank Sinatra? Las increíbles manzanas y peras de Cézanne? Los cangrejos de Sam Wo [restaurante chino del Chinatown, N. del A.]. Eh? el rostro de Tracey. El rostro de Tracey? [Ike se incorpora, deja el micrófono, se dirige a un armario y extrae la armónica que le ha regalado Tracey. Descuelga el tubo del teléfono y marca un número. Se arrepiente. Cuelga, se levanta y sale con paso apresurado.]
Le formulo una propuesta final, estimado lector. Es un juego que consiste en adaptar el decálogo del incorregible iconoclasta Woody a sus elecciones personales, a las cosas que, según usted, les darían sentido a las penurias del transcurrir cotidiano. Esto es, las diez cosas por las que valdría la pena vivir: reemplace a Sinatra por Goyeneche, por ejemplo, o la Sinfonía Júpiter por las Gymnopédies de Erik Satie y a los cangrejos de Sam Wo por un churrasco de Arturito, o por lo que le guste. Y, especialmente, suplante el rostro de Tracey por el de esa nadadora, esa bailarina, esa profesora (o profesor) o esa simple vendedora de remeras y fantasías que alguna vez le quitó el aliento. Y encuéntrele, usted también, un "vale la pena" al espinoso compromiso de vivir.
SABIO, GRUÑÓN, OBSESIVO Y JUDÍO
En Whatever Works, estrenada en España en 2009 como Si la cosa funciona, el narrador protagonista, el científico retirado Boris Yellnikoff (nacido en Brooklyn, como Allen, y de la misma edad del cineasta), descarga sentenciosas frases frente a cámara. Algunas de sus reflexiones deben de coincidir con los puntos de vista actuales de su álter ego:
· No critico la idea detrás del cristianismo, el judaísmo o cualquier religión, sino a los profesionales que la han convertido en un negocio. Hay mucho dinero alrededor de Dios. Muchísimo dinero.
· Déjenme decirles algo: no soy un sujeto simpático. Agradar a alguien nunca fue lo mío. Y para que lo sepan: ésta no es la mejor película para sentirse bien. Así que si son de esos idiotas que necesitan sentirse bien, vayan por unos masajes de pies.
· Odio las malditas frutas y vegetales. Y el Omega 3, la cinta de correr, el cardiograma, la mamografía, el ultrasonido pélvico y, ¡Dios mío!, la colonoscopía. Y con todo eso, incluso el día llega, cuando te colocan en el cajón y sigue con la próxima generación de idiotas... quienes también te hablan de la vida y te dicen lo que está bien.
· Mi padre se suicidó porque los periódicos lo deprimían. ¿Pueden culparlo?
· Yo intenté suicidarme. Obviamente, no funcionó.
· En Estados Unidos, si bien odian a los negros, odian aún más a los judíos. Odian a los negros por tener un pene muy grande. A los judíos los odian aunque lo tengan pequeño.
· Tengo que decirte algo, Boris: incluso con una mentalidad de derecha... tu suegra tiene unas tetas maravillosas.
(Diálogo con su ex esposa )
-Me casé contigo por todas las razones incorrectas.
-¿Qué quieres decir?
-Eres brillante. Yo buscaba a alguien con quien hablar. ¡Te encanta la música clásica, el arte, la literatura, te encanta el sexo, me amas!
-¡Me parecen muy buenas razones!
-Exacto. Ése es el problema. ¡Era lógico, tenía sentido!
-No sé qué salió mal.
-Si lo analizamos, tenemos mucho en común. En los papeles somos la pareja ideal. Pero la vida no transcurre en papeles.
(La madre de Melody enfrenta a su ex marido.)
-Soy una artista. No horneo pasteles. No voy a la iglesia. Hago collages , escultura, fotografía. Vivo en Manhattan con dos hombres a los que amo en un muy feliz ménage à trois .
-¿Un qué?
-Dormimos los tres juntos. Un ménage à trois .
-¡Sabía que no debíamos confiar en el maldito francés!
-Dios es gay.
-No puede serlo. Creó todo el universo perfecto. Los océanos, los cielos, las flores hermosas, los árboles.
-Es cierto. Es un decorador.
CUANDO EL COMEDIANTE SE PONE SOMBRÍO
A veces Woody se pone serio. Nadie duda, por cierto, de que sabe cómo abordar cuestiones serias y articularlas en un guión. El problema es que su discurso funciona con fluidez a condición de que no renuncie a la ironía, a la ocurrencia, al gag. Cada tanto se decide a probar un registro distinto del que le brota espontáneamente, tentado por modelos de culto: "Prefiero acercarme a Bergman, a Buñuel o a Fellini y fracasar, a contentarme con la aspiración a ser exitoso en el mercado comercial", confesó en Conversaciones con Jean-Michel Frodon . Pero cuando adopta tonos graves, lo asalta esa tensión interna que hace que uno aparezca en las fotos como un palurdo, con expresión rígida y artificial.
Varios dramas de Allen, por esa razón, resultaron olvidables, como su homenaje a Fellini en Recuerdos (1980) o su tributo al expresionismo alemán o escandinavo, Sombras y niebla (1991). Con Bergman como horizonte no le fue mejor: Otra mujer (1988) y el que fue calificado como su peor drama, Septiembre (1987).
De Interiores (1978), el primer film en el que se abstuvo de actuar, se rescata su sensata intención de construir, a través de las vicisitudes de tres hermanas, una trama de comedia dramática chejoviana, así como también las colosales actuaciones de dos veteranas, Geraldine Page y Maureen Stapleton. Crímenes y pecados (1989) plantea con crueldad la desesperación de una mujer (Anjelica Huston) y la posibilidad de que un asesinato calculado y pagado con frialdad permanezca impune. Desoladora conclusión que se retoma en su primer film en Gran Bretaña, Match Point (2005), con la salvedad de que, para construir esta arquetípica "tragedia inglesa" -quizás inspirada en la "tragedia americana" de Un lugar en el sol , de George Stevens-, hay que barruntar que abrevó desaprensivamente en el modelo british de Room at the Top ( Almas en subasta, 1959), de Jack Clayton, sólo que allí la amante sacrificada (Simone Signoret) era una mujer mayor que el "trepador" (Laurence Harvey) y en decadencia. El hallazgo de la pelotita de tenis como brillante alegoría del inextricable azar de la vida, sin embargo (eso de que un ligero desvío te puede salvar o hundir para siempre), compensa su pecado.
Con todo, Match Point se perfila entre lo mejor que acertó a filmar Woody cuando su vena humorística se viste de sombras. No agregan nada a su reputación los otros dramas "ingleses", El sueño de Cassandra (2007, producción estadounidense), un desafío a la integridad ética de dos hermanos que delinquen por dinero, y el flamante You Will Meet a Tall Stranger (de 2010, que se conocerá aquí el mes que viene como Conocerás al hombre de tus sueños ), un híbrido que exhibe dolorosos abandonos sentimentales y conflictivos cruces de parejas en un sector social británico, pero ambientados con el dixieland y el swing de (casi) las mismas viejas grabaciones que habían dado, en sus mejores comedias, el alegre glamour de la atmósfera neoyorquina. Se reitera la receta, pero exenta de magia; las composiciones que acometen los integrantes del valioso cast (Anthony Hopkins, Naomi Watts, Antonio Banderas y la excepcional actriz londinense Gemma Jones) acaban navegando, con personajes poco definidos, por climas anodinos.
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