Lydia Davis
Los temores de la señora Orlando
El mundo de la señora Orlando es oscuro. Conoce los peligros de su casa: la estufa de gas, las escaleras empinadas, la bañera resbaladiza y distintos cables eléctricos en mal estado. Fuera de su casa sabe de ciertos peligros, pero no de todos, y su propia ignorancia la asusta, ávida de información sobre crímenes y desastres.
Aunque tome las precauciones posibles, ninguna precaución será suficiente. Procura estar preparada para una hambruna imprevista, para el frío, el aburrimiento y las hemorragias. Jamás le falta un esparadrapo, un imperdible y una navaja. En el coche tiene, entre otras cosas, un trozo de cuerda y un silbato, además de una historia social de Inglaterra para leerla mientras espera a sus hijas, que suelen pasar mucho tiempo de compras.
En general, le gusta que los hombres la acompañen: ofrecen protección tanto por su gran envergadura como por su visión racional del mundo. La señora Orlando admira la prudencia y respeta al hombre que reserva una mesa por adelantado, y también al que duda antes de contestar alguna de sus preguntas. Confía en los abogados y se siente comodísima cuando habla con abogados, puesto que la ley respalda cada una de sus palabras. Pero, antes que ir sola, les pedirá a sus hijas o a alguna amiga que la acompañen al centro, cuando sale de compras.
Un hombre la asaltó en un ascensor, en el centro de la ciudad. Era de noche, el hombre era negro, y la señora Orlando no conocía la zona. Entonces era más joven. La habían molestado varias veces en autobuses llenos. En un restaurante una vez, después de una discusión, un camarero nervioso le derramó café en las manos.
En la ciudad teme subir a algún vagón de metro equivocado y perderse, pero jamás pedirá información a desconocidos de una clase inferior. Se cruza con muchos negros que planean toda clase de crímenes. Cualquiera podría robarle, incluso otra mujer.
En casa, habla con sus hijas por teléfono durante horas y sus palabras son siempre una premonición del desastre. No le gusta expresar satisfacción, porque teme arruinar su buena suerte. Si se ve obligada a decir que algo va bien, baja la voz para decirlo y toca madera, la mesa del teléfono. Las hijas le cuentan muy poco, pues saben que encontrará algo de mal agüero en lo que le cuenten. Y, ante lo poco que le cuentan, a señora Orlando teme que tengan algún problema de salud o matrimonial.
Un día les contó una historia por teléfono. Había ido sola al centro, de compras. Deja el coche y entra en una tienda de tejidos. Ve las telas y no compra nada aunque se lleva un par de muestras en el bolso. En la acera hay bastantes negros rondando y la ponen nerviosa. Se dirige a su coche. Cuando saca las llaves, desde debajo del coche una mano la agarra por el tobillo. Hay un hombre tumbado debajo del coche y ahora agarra con su mano negra el tobillo cubierto por la media y le dice con voz apagada que suelte el bolso y se aleje. Obedece, aunque apenas si se tiene en pie. Espera pegada a la pared del edificio y mira el bolso, pero el bolso no se mueve de donde está, en el bordillo. Alguna gente la observa. Entonces se acerca al coche, se arrodilla en la acera y mira debajo del vehículo. Ve la luz del sol en la calle, al otro lado, y algunos tubos de los bajos del coche: el hombre no está. Recoge el bolso y vuelve a casa.
Sus hijas no se creen la historia. Le preguntan por qué iba a hacer alguien una cosa tan rara, y a plena luz del día. Le hacen ver que es imposible que el hombre desapareciera de pronto, que se desvaneciera en el aire. Su incredulidad la irrita, y no le gusta la manera en que hablan de la luz del día y el aire.
Unos días después del ataque contra el tobillo, un segundo incidente la perturba. Al atardecer, va en el coche a un aparcamiento en la playa, como hace de vez en cuando para ver la puesta de sol a través del parabrisas. Esa tarde, sin embargo, mientras mira el agua más allá del paseo de tablas, no ve la playa desierta y en paz que ve habitualmente, sino un corrillo de gente alrededor de algo que, según parece, yace en la arena.
Inmediatamente siente curiosidad, pero también la tentación de alejarse sin contemplar la puesta de sol ni ir a ver qué hay en la arena. Intenta adivinar qué podría ser. Probablemente sea algún tipo de animal, porque la gente no se para tanto tiempo a mirar algo, a menos que esté vivo o haya estado vivo. Imagina un pez grande. Debe de ser grande porque un pez pequeño no tiene el menor interés, como tampoco lo tiene una medusa, por ejemplo, que también es pequeña. Imagina un delfín e imagina un tiburón. También podría ser una foca. Muy probablemente, muerta ya, aunque podría estar agonizando y el corrillo de gente quizá quiera ver cómo se muere.
Al final la señora Orlando va a descubrirlo por sí misma. Coge el bolso y se apea del coche, lo cierra con llave, salta un pequeño muro de cemento y se hunde en la arena. Mientras camina despacio, hundiendo los tacones altos, abriendo mucho las piernas, coge por la correa el bolso flamante, que se balancea de un modo insensato de acá para allá. La brisa marina le pega el vestido de flores a los muslos y el dobladillo aletea alegremente sobre sus rodillas, pero sus rizos plateados y bien peinados no se mueven, y la señora Orlando arruga la frente mientras prosigue su avance, hundiendo los tacones en la arena.
Se abre paso entre la gente y mira al suelo. Lo que yace en la arena no es un pez ni una foca, sino un muchacho. Yace muy derecho, con los pies juntos y los brazos a lo largo del cuerpo, y está muerto. Alguien lo ha cubierto con periódicos, pero la brisa levanta las hojas, que, una a una, se encrespan y acaban en la arena, enredándose en las piernas de los curiosos. Por fin un hombre de piel oscura, que a la señora Orlando le parece mexicano, alarga el pie y lentamente echa a un lado la última hoja de periódico y ahora todo el mundo puede ver bien al muerto. Es guapo y delgado, de un color gris, y está empezando a ponerse amarillo por algunas zonas.
La señora Orlando lo mira absorta. Lanza una mirada a los demás y ve que también ellos se han olvidado de sí mismos. Un ahogado. Incluso podría tratarse de un suicidio.
Lucha con la arena para volver al coche. Cuando llega a casa, inmediatamente llama a sus hijas y les cuenta lo que ha visto. Empieza diciendo que ha visto a un muerto en la playa, un ahogado, y luego vuelve al principio y añade más detalles. A sus hijas no les gusta que se emocione tanto cada vez que cuenta la historia.
En los días que siguen, se queda en casa. Luego, de improviso, sale y va a casa de una amiga. Le cuenta a la amiga que ha recibido una llamada telefónica obscena, y se queda a pasar la noche. Cuando vuelve a su casa al día siguiente, cree que alguien ha entrado, porque faltan algunas cosas. Más tarde encuentra cada cosa en un sitio inusual, pero no puede quitarse la impresión de que ha entrado alguien.
Sentada en su casa, con miedo a los intrusos, vigila el menor incidente. De noche, sobre todo, oye a menudo ruidos extraños y los atribuye con total seguridad a merodeadores que acechan bajo al alféizar de las ventanas. Entonces tiene que salir y mirar la casa desde fuera. Da una vuelta a la casa, a oscuras, y no ve merodeadores y vuelve a entrar. Pero, después de pasar sentada media hora, tiene que volver a salir e inspeccionar la casa desde fuera.
Entra y sale, y al día siguiente también entra y sale. Luego se queda dentro y sólo habla por teléfono, vigilando sin tregua puertas y ventanas, atenta a las sombras extrañas, y luego, durante cierto tiempo, deja de salir, salvo de madrugada, para examinar el suelo en busca de huellas.
Lydia Davis
Cuentos completos de Lydia Davis
Seix Barral, Barcelona, 2011, pp. 7-11
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