Scorsese, ese brillante frenesí
Hay secuencias tan brutales que van a dejar huella en la memoria. El arte de Scorsese sigue en deslumbrante forma.
Siempre me acompaña una reconocible excitación ante cada nueva película de Martín Scorsese, un director comparable a Alfred Hitchcock en su sabiduría para que la cámara hable con el lenguaje más deslumbrante, dueño de un universo complejo y vocacionalmente turbio, alguien con ilimitado poder de fascinación. Y lógicamente existen errores y películas fallidas en esa apasionante carrera, pero también existe la sensación en su obra de que ha sido abordada con pasión, de que no hay en ella ningún trabajo desganado o mercenario, de que permanentemente trata de imprimir su sello, de que durante cuarenta y cinco años se las ha ingeniado para contar exclusivamente las historias que le apetecían. Casi siempre febriles por dentro y por fuera (aunque su lenguaje a veces utilice la pausa y la elipsis y llegues a pensar falsamente que su compulsión se ha aplacado, como en la romántica y más que triste La edad de la inocencia), pobladas por gente que vive o sobrevive en el límite, según sus propias leyes, defendiendo su territorio a bocados, inmersa en la violencia y bordeando la locura.
El lobo de Wall Street comienza con un grupo de gente encorbatada, puesta hasta las cejas, vociferante hasta la barbarie, que compite lanzando enanos contra una diana. Y te quedas con la boca abierta. No la vas a cerrar durante tres horas frenéticas que pasan volando, aunque en algún momento le supliques un poco de tregua a la cámara de Scorsese para poder respirar y que no se te contagie el pasote cotidiano de sus personajes.
La estructura de esta historia y el tono narrativo te hacen asociarla con Uno de los nuestros y Casino. En aquellas, la apoteosis de la cocaína, la transmisión del funcionamiento del mundo y de la actitud vital cuando ella inunda cotidianamente el organismo, ocurría en la parte final. Sus protagonistas eran gánsteres buscando el poder y la pasta, familiarizados con el asesinato como algo intrínseco a su trabajo. Pero en esta la sobredosis es la protagonista desde el principio hasta el desenlace. También el sexo en sus múltiples variedades y casi siempre comprado, sin complicaciones sentimentales. La armonía es absoluta entre el disparate del cerebro y de los genitales. Todo ello regido por un único dios llamado dinero. El lobo y sus vociferantes cachorros funcionan igual que los gánsteres. Les diferencia que no llevan armas ni matan. Utilizan sus imparables bocas para el arte de estafar, especular, engañar y robar. Su territorio está legalizado y se llama la Bolsa. Este anfetamínico reinado de los tiburones financieros se centra en los años noventa y cuenta que dinamitaron tantas reglas que algunos de ellos acabaron en el trullo. Deduzco que tuvieron mala suerte, ya que ese latrocinio siguió mayoritariamente impune hasta el estallido de la gran burbuja en 2008, que ha dejado hecho polvo a casi todo el mundo sin que tengamos fiables noticias de que la inmensa mayoría de la gente que perpetró esa infamia en complicidad con el sistema haya tenido que pagar factura por ello.
El retrato de aquellas monstruosidades ha sido concebido con intenciones de comedia, de comedia bárbara, para aclararnos. Los Blues Brothers dirigen Wall Street. Los qualudes, la coca, el crack, en perfecta sintonía con la codicia, han descubierto el gran juego del dinero, como hacerse inmensamente ricos día a día en una partida amañada. Terence Winter, guionista estrella de Los Soprano y creador de la espléndida Boardwalk empire, le ha servido en bandeja de plata a Scorsese un guion brillante que adapta la autobiografía de Jordan Belfort, protagonista real de una historia tan excesiva que parece inventada. Es el material adecuado para que Scorsese haga un apabullante despliegue visual. Te ríes muchas veces con situaciones, diálogos y personajes que solo invitarían al pasmo y al escalofrío. No aparece la sangre, pero hay secuencias tan brutales que van a dejar huella en la memoria. A Leonardo DiCaprio le sobraban razones para empeñarse durante cinco años en protagonizar esta película bajo la dirección de Scorsese. Su trabajo es exuberante, hipnótico, magistral. Secundado formidablemente por Jonah Hill, en un personaje gemelo al espíritu de John Belushi. El arte de Scorsese sigue en deslumbrante forma. Que nos dure mucho tiempo.
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