José Emilio Pacheco forma parte de una generación excepcional de escritores mexicanos que crecieron en la segunda mitad del siglo XX hasta convertirse en figuras superiores de la lengua española, como Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, José de la Colina, Eduardo Lizalde, Vicente Leñero, Gabriel Zaid.
Bajo la influencia de Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Augusto Monterroso, Jaime García Terrés, Juan José Arreola, Álvaro Mutis y Salvador Novo, el joven José Emilio Pacheco definió muy pronto su vocación literaria en cuatro senderos, en los que obtendría un prestigio indiscutible, que lo llevarían a ganar el Premio Cervantes en 2009: la poesía; la narrativa; la crónica periodística; y el oficio de traductor.
La personalidad de José Emilio conjuntaba al lector culto y agudo con el conversador cálido, capaz de pasar horas en el teléfono en alguna conversación literaria o de tema histórico. Su idea de la literatura atravesaba por el conocimiento humano más profundo y por los vínculos afectivos. Era un hombre noble, caballeroso y proclive al detalle en sus pláticas.
Fue el primero en lamentar el ocaso de la calidez telefónica que fue reemplazada por la frialdad del correo electrónico, así como antes se dolió de la pérdida de la ciudad de medio siglo atrás, cercana, afín a la caminata y al uso de los tranvías, todo aquello que aniquiló el gigantismo urbano, al grado de que terminó por evitar el contacto con la ciudad desconocida que vio crecer en torno a su propia casa-biblioteca en la orilla de la colonia Condesa.
En su obra se halla la crítica de la deshumanización tanto como del urbicidio, la explotación, las corruptelas políticas y el desastre ecológico. Escritor progresista, estuvo siempre del lado de los desposeídos y buscó llevar el moderno-vanguardismo a su poesía y su prosa.
Como poeta logró una insólita conjunción de sus lecturas de la poesía greco-latina, la medieval, la del Siglo de Oro, el modernismo (del que era un erudito), la generación del 27 y la poesía anglo-americana (T. S. Eliot, W. H. Auden, Dylan Thomas, Sylvia Plath), y la francesa e italiana contemporáneas. Estas influencias están presentes en libros como No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás, Islas a la deriva, Tarde o temprano.
José Emilio resolvía sus temas poéticos desde la exactitud y la delicadeza a partir de un lineamiento constante: la reflexión sobre la fugacidad, la lucidez ante el transcurso temporal. Y sabía añadir la historia inmediata o el rasgo contingente contrastado con la lucidez ajena al paso del tiempo. En tal tarea, sus logros poéticos son asombrosos.
Comprometido con las renovaciones narrativas en el ámbito novelístico, creó una obra donde brilla el logro conceptual al mismo tiempo que el enfoque histórico, que es el caso de Morirás lejos o su celebradísimaLas batallas en el desierto. El mismo impulso aparece en sus notables libros de relatos, como El principio del placer.
Al igual que otros escritores, José Emilio aprendió el oficio de escribir mientras traducía a autores clásicos, por ejemplo, Marcel Schwob, Oscar Wilde y Samuel Beckett. Su traducción de Cuatro cuartetos de Eliot constituye un monumento de admiración y cuidado en el que demoró décadas.
Hacia la mitad de su vida como escritor, José Emilio emprendió la escritura de crónicas periodísticas que, semana tras semana, publicó en la revista Proceso, dirigida por Julio Scherer García, en una prolongación de su tarea difusora en el suplemento México en la Cultura, que dirigió Fernando Benítez, otro de sus maestros.
Como cualquiera puede comprobar, José Emilio nunca estableció una diferencia entre la literatura y el periodismo: la calidad de sus textos periodísticos convirtió lo ocasional en piezas perdurables en torno a la vida de escritores clásicos, de la cultura iberoamericana, de los desastres mexicanos, de las conjeturas y reiteraciones históricas. Sus saberes literarios y su destreza expositiva hacían del tino periodístico una lección magistral.
La sencillez y modestia de José Emilio estaban lejos de ser una actitud postiza: le incomodaba de verdad cualquier signo de presunción en su persona. Este distingo de carácter contrastaba mucho con un medio en el que los desplantes, el afán protagónico, el oportunismo, la cacería de la fama a ultranza, el resentimiento y la mezquindad son cosa de todos los días.
Los homenajes y las presentaciones públicas le costaban un esfuerzo extra, que veía compensado ante el aprecio de sus lectores, a los que consideraba interlocutores excepcionales. De allí la mezcla de admiración, afecto y simpatía que sabía concitar con sus escritos.
Como su admirado Novo, muerto en 1974 a los 70 años edad, José Emilio se levantó de su padecimiento para escribir un artículo final en memoria de Juan Gelman, fallecido días atrás. Su presencia continuará como un don esperado cada día: el prodigio de su intempestiva reaparición en nuestra memoria y en sus libros entrañables. Hasta luego, querido José Emilio.
Sergio González Rodríguez es escritor y ensayista.
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