James Joyce |
James Joyce
16 de Junio: El "Bloomsday"
Por José Luis Díaz-Granados
La noche del 16 de junio de 1904 —seis meses después de haber fracasado en su intento de publicar la novela Retrato del artista adolescente en una revista de Dublín—, James Joyce, entonces de 22 años de edad, salió por primera vez con Nora Barnacle, una sencilla camarera de hotel, inculta y atractiva, a quien había conocido días atrás.
Pasearon por una playa solitaria y de pronto, de manera inesperada, la muchacha comenzó a prodigarle al joven una serie de caricias eróticas, tan audaces y provocadoras, que marcaron para siempre la sensibilidad del dublinés. Aquel encuentro con quien se convertiría en la compañera de su vida llevó al promisorio escritor a escoger esa fecha mágica como la del día en que se desarrolla su novela Ulises, que escribiría a partir de 1914, durante siete años, de manera ininterrumpida, con pasión de poseso y en medio de las mayores dificultades.
Eran tiempos muy difíciles, no solamente por el hecho de que estaban bajo el fuego cruzado de la Primera Guerra Mundial, sino porque el joven narrador sufría la incomprensión y el rechazo sistemático de todas las editoriales y revistas literarias. Además, él y Nora tenían que andar de un lado para otro a causa del conflicto, en tanto que Joyce padecía de un creciente problema en los ojos que amenazaba ceguera, no tenía un centavo en los bolsillos y la familia crecía con la llegada de Giorgio y Ana Lucía, los dos hijos pequeños.
El libro salió publicado, luego de incontables peripecias, el 2 de febrero de 1922, precisamente el día en que Joyce cumplía sus 40 años de vida. El éxito fue inmediato, a pesar de que críticos pudibundos y guardianes del puritanismo acusaron al autor de "obsceno" y "pornográfico". Escritores y poetas de la talla de Ezra Pound lo apostaron todo por Ulises hasta el punto de conseguirle editor y crítica favorable y T. S. Eliot lo comparó con La guerra y la paz. En cambio Virginia Woolf —que había tenido acceso al manuscrito inédito—, lo rechazó de plano desde el primer momento.
En su diario, la celebrada autora de Mrs. Dalloway, calificaba el Ulises de "vulgar" y de "baja clase", algo así como "el entretenimiento de un jovencillo que se rasca con grima sus sarpullidos". Y cuando terminó su lectura anotó: "Acabé de leer Ulises y me parece un fracaso... Es un libro difuso, salobre, pretensioso y vulgar, no sólo en el sentido común, sino en el literario. Quiero decir que un escritor de primera línea respeta demasiado el acto de escribir para permitirse hacer trampas". Y la propia Nora, la compañera del escritor, comentaría que el libro seguramente "era una gran cochinada".
Ulises representa el día más largo y célebre de la historia de la literatura universal. En 18 capítulos se va desenvolviendo, a través de voces y de veces, la travesía urbana de un publicista llamado Leopoldo Bloom y las acciones imprecisas de un joven maestro de escuela de nombre Stephen Dedalus.
La inusitada novela, cuya redacción inició Joyce en Trieste, Italia, en 1914, continuó en Zurich y terminó en París en 1921, ha sido presentada desde su publicación en 1922, como una genial parodia de La odisea de Homero, desarrollada en espacios citadinos, con protagonistas nada heroicos y con una Penélope muy distante de su legendaria fidelidad.
Desde horas muy tempranas, Bloom sale de su casa luego de consentir a su bella esposa Marion (o Molly), con quien no tiene relación sexual alguna; asiste a un entierro, almuerza, vagabundea por calles y avenidas de Dublín a sabiendas de que Molly está recibiendo en ese momento a un amante; come, escucha música, pone atención a una arenga de un orador nacionalista; contempla a una bañista en la playa, visita a una amiga en el hospital y allí conoce a Dedalus, a quien acompaña hasta el sector de tolerancia; luego de un incidente con un soldado se dirigen a la casa del publicista, donde toman chocolate. Cuando Dedalus se va, Bloom, borracho, se duerme sobre el pecho de su esposa. Ella, regocijada con su romance vespertino, reinventa su trayectoria vital. Esas 60 páginas finales sin una coma, ni un sólo punto aparte y que culmina con un "Sí" por la vida, constituyen el prodigioso monólogo interior con el que, además de otras técnicas que introduce en su libro, Joyce revoluciona para siempre las estructuras del género narrativo.
Además, algunos críticos han señalado que cada episodio corresponde a un color determinado y a alguna parte del cuerpo. También se ha afirmado que la llegada de Bloom para reposar en el seno de su esposa, representa la muerte del ser humano cuando retorna al seno de la tierra.
Con la confirmación de Ulises como una de las obras fundamentales del siglo XX, escritores e intelectuales, lectores y admiradores regados por el mundo, celebran cada 16 de junio el "Día de Bloom" o el "Bloomsday". Entonces en los festejos se rememoran episodios de este insólito planeta literario, se recrea la vida y peripecias de su autor y se realizan en voz alta lecturas colectivas sin fin desde horas muy tempranas hasta poco antes de la medianoche.
José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).
El día crucial del ‘Ulises’ de James Joyce
16 de junio de 1904
Fue un día de verano común y corriente, que a la postre cambió la historia de la literatura.
Por Anita de Hoyos
El Espectador, 13 de junio de 2013
James Joyce, uno de los más importantes escritores de la historia. / Archivo
En una torre al lado del mar, el joven Stephen Dedalus discute con un amigo y le devuelve la llave quedándose sin alojamiento. Después, Stephen se entrevista con el viejo rector de un colegio para gomelos donde da clases de literatura. El viejo le paga su sueldo y le entrega un artículo sobre el peligro de la fiebre aftosa. Stephen sale a vagabundear a la playa, contempla a lo lejos la torre a la que no volverá nunca, deja que su imaginación vague sin concluir nada y regresa a la ciudad, Dublín, abandonando sobre una roca un pañuelo lleno de mocos y seguido por un bergantín de tres palos que entra al puerto.
Esa misma mañana, el señor Leopold Bloom, de profesión vendedor de anuncios, despierta en el lecho que comparte con su esposa Mary, de profesión cantante. Mr. Bloom prepara el desayuno para su mujer, se lo lleva a la cama donde le explica mal el significado de la palabra “metempsicosis” y habla con ella de libros levemente pornográficos. Después, come un jugoso riñón de cerdo, caga puntualmente, mientras lee mediocre periodismo irlandés, y sale a la calle, olvidando la llave de su casa en un bolsillo de la ropa que se puso el día anterior.
La odisea de este par de mediocres sin llave sigue su curso durante este 16 de junio cuando pasa de todo y no pasa nada. Bloom visita las oficinas del periódico donde trabaja, vaga por las calles soñando con los anuncios que piensa vender, almuerza, va a un entierro, es engañado por su mujer, se masturba mirando a una coja y asiste al nacimiento de un niño. Por su parte, Stephen da una conferencia en la biblioteca de Dublín, donde demuestra que Shakespeare es el fantasma del padre de Hamlet, habla con su hermana Dilly y se prepara para una noche de alcohol. Finalmente, Bloom y Stephen se encuentran y van a un burdel donde se emborrachan. Bloom invita a Stephen a su casa, a la que tiene que entrar por la puerta del servicio, y le da un chocolate caliente. Los dos hombres conversan y Stephen se despide de Bloom y sale a la calle, donde sospechamos que seguirá hacia el destierro. Por su parte, Bloom vuelve al sobre conyugal con su mujer adúltera y descansa. Ha viajado. El día se cierra con un mar de palabras sin signos de puntuación que ocupa 60 páginas y empieza y termina con la palabra yes.
Mal contado, esto es Ulises, la obra mayor de James Joyce, un genio que logró reunir en un libro el más profundo simbolismo y el realismo más crudo. Irónico y con la insolencia necesaria para creerse Shakespeare y pensar que tenía la capacidad de abolir el tiempo, Joyce nos dejó esta joya para ver si entendíamos que sólo asumiendo la vida con toda su mugre era posible llegar al cielo.
Durante más de un siglo, académicos, psicoanalistas y críticos de salón han destripado el Ulises y hurgado en sus entrañas buscando mensajes ocultos. Joyce se divertía estimulando esta lectura carnicera. Muerto de risa, se preocupó por difundir el atemorizante rumor de que en su novela había “algo más que lo evidente”, logrando que sus críticos se sintieran brutos y vacilaran a la hora de cuestionarlo. Esto, desde luego, no evitó que Ulises fuera censurado y que miles de ejemplares de esta novela magnífica ardieran en una hoguera atizada por funcionarios mediocres todavía más brutos que los críticos académicos. Pero esa es otra historia. En 1950 Occidente decide perdonar los pecados de su artista más grande y lo entroniza en el panteón de los inmortales. Desde entonces, ya todos tienen clara la excelsa calidad literaria de una obra que pocos han leído y nadie está seguro de entender.
Para evitar osos, cuando Valery Larbaud presentó en sociedad el Ulises lo hizo siguiendo un manual de lectura confeccionado por el mismo Joyce, donde se delataban las referencias homéricas y las partes del cuerpo humano a las que correspondían cada uno de sus capítulos. Con el tiempo, esta lectura prejuiciosa perduró y sucesivas generaciones de críticos descubrieron referencias al Talmud, al tarot, a la alquimia, al cine, al lenguaje periodístico, a Swift y a Swinburne, a anónimos poetas isabelinos. Lo aterrador es que todos estos hallazgos son reales. Joyce los puso en el texto de manera intencional logrando que el Ulises, con su avasallante dotación de treinta mil palabras distintas, no sólo sea el inventario de un idioma, sino el de una cultura.
Ulises es una novela monstruo con varios corazones, como el Kraken, y miles de ojos, como Argos. Un espanto mitológico, pero también un espanto de comedia. Joyce multiplicó con rigor de erudito los símbolos y las recurrencias con una obvia intención de burla. Le debían parecer muy graciosos los esfuerzos que haría después un ejército de incompetentes por penetrar en un texto que cifró de manera muy astuta.
A estas alturas, ya habrá más de uno que piense que me estoy tomando a Joyce a la ligera, que al acusarlo de payaso y negarme a hablar de su discurso oculto le estoy quitando méritos. Error. Joyce fue una mente superior, con todo lo que eso comporta. Para ponerlo en sus palabras: “un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son puertas al conocimiento”. Así que el tono irónico que atraviesa Ulises como un relámpago es deliberado. La primera vez (me refiero a Shakespeare, of course) fue tragedia; la segunda debía ser farsa.
En Ulises nada es serio. O mejor dicho: todo es trascendente, pero es tratado de una manera que atenta contra la formalidad. No en vano Joyce era un simbolista, alguien que sabía que detrás de los actos más cotidianos se agazapa un signo capaz de abrir las puertas del más allá. Pero también era un realista, alguien que tenía claro que ese más allá arranca en este más acá que nos constituye, donde el más elevado de los pensamientos y la más atroz de las pasiones son meras reacciones químicas. Como decía Paul Eluard: hay otro mundo, pero está en éste.
Por eso, las discusiones sobre el “monólogo interior”, el laberinto, las llaves perdidas, Ícaro y su mujer pájaro, los cuernos de Shakespeare, la influencia de la escolástica o la canción de las sirenas, no sólo son inútiles, sino aburridas. Joyce se burló de todo eso al hacer su pregunta definitiva: “¿Qué nombre usó Ulises cuando vivió entre las mujeres?”. No lo sabremos nunca. Todo es tan incierto que dan ganas de vomitar, pero vayámonos acostumbrando porque el tiempo de las respuestas fáciles pasó. Estamos condenados a la penumbra.
Entonces, es mejor leer Ulises sin pretensiones hermenéuticas. Dejarnos ir y ya, sin pensar tanto. Así entenderemos de una que esta novela espléndida nos propone un desafío elemental: disfrutar con la prosa de alguien que está colocado en el umbral de los sueños, un mediador entre este mundo y el otro que sabe que no estamos condenados a la ceguera, sino apenas a la penumbra, y que es posible conocer la luz y ser iluminados por su recuerdo. Porque, ya entrados en gastos, hay que admitirlo: existe un momento de excepción deslumbrante en que las contradicciones de nuestra vida miserable desaparecen. Se llama epifanía y Joyce tuvo la suya y todos merecemos la nuestra.
Entre otras cosas, porque el 16 de junio de 1904 tal vez sí sucedió algo especial. Joyce conoció a Nora una semana antes, el 10 de junio de 1904. Nora Barnacle, la mujer pájaro que lo llevaría volando lejos del laberinto de Dublín y sería su musa durante 35 años. Su esposa, su única patria, que le dio una familia, garantizó la existencia del Ulises, que yo escriba estas páginas y que ustedes las lean en este momento. Todo esto porque tal vez, sólo tal vez, James y Nora hicieron el amor bajo los rododendros ese día de verano que parecía tan común y corriente.
El Espectador
El Espectador
16 DE JUNIO:
TODOS DUBLINESES
Un “Bloomsday” en las calles de Joyce
Desde hace cosa de 57 años, cada 16 de junio Dublín se llena de “canotiers”, pajaritas y gafas de montura circular para rendir homenaje a la ópera magna de James Joyce, un “Ulises” que a la sazón transcurre a lo largo de esa jornada y a lo ancho de esas calles en recuerdo de la primera cita que el genio irlandés mantuvo con su futura mujer, Nora Barnacle. Riñones cocidos, caminatas, lecturas y “pubs”, muchos “pubs”, constituyen el menú de una jornada que este 2011 vivimos sobre el terreno.
Por MILO J. KRMPOTIC
Me encanta el sabor a riñones por la mañana. Pero no es exactamente así, claro. Pese a la delicadeza con que están cocidos, pese a la ausencia de sabores extremos, me cuesta concebir su ácida blandura a tan temprana hora y el trago de zumo de naranja con que los bajo tampoco acaba de ayudar. Sucede que la perspectiva de conquistar un Bloomsday sobre el terreno, en las mismas calles de Dublín que el 16 de junio de 1904 ampararon el tan ficticio como homérico deambular de Leopold Bloom, sí justifica la épica con que afronto el comienzo de la jornada. Pasan pocos minutos de las ocho y el primero de los tres turnos con que The Gresham Hotel homenajea (a 23 euros el cubierto) el desayuno del Ulises de Joyce luce una media entrada. Los otros dos sí han colgado el cartelito de sold out, pero éste es quizá, por coincidencia de horarios entre literatura y realidad, el que congrega a los más puristas seguidores de la ópera magna del siglo XX. En pleno siglo XXI: las gafas de montura redonda que lucen los treintañeros en la mesa a mi derecha invitan a pensar en una convención de seguidores de cierto alumno de Hogwarts. Luego uno vuelve a reparar en las pajaritas y chaquetas de tweed y canotiers, en la avanzada edad de no pocos comensales, en los platos rebosantes de riñones, salchichas, huevos revueltos, beicon y morcilla (aquí rebozada en cereal) y se pone de nuevo en situación: Joyce.
Durante los siguientes cuarenta minutos, un elenco de ocho actores (en algún momento pienso que son más, pero a la postre se trata de público disfrazado que avanza entre ellos camino del self-service) pone en escena diversos episodios de la obra más comentada a la par que menos leída del mundo mundial. Dos ideas acuden a mi mente. A la primera se le suman los animadores del pub crawl de la tarde-noche anterior, una pareja que declamaba a Oscar Wilde lo mismo que interpretaba el Godot de Beckett, y me lleva a preguntarme cuántos dublineses, dueños de una vocación artística o no, pondrán un plato de patatas rellenas en la mesa familiar gracias al extraordinario legado literario de su ciudad. La otra tiene que ver con el capítulo de El desguace de la tradición (Cátedra) donde Javier Aparicio Maydeu explica el Ulises en clave de broma infinita desde la forma y parodia en el fondo, pues eso es lo que trasluce la troupe del Gresham: comedia prácticamente bufa puntuada por instancias de gran musicalidad y una endiablada técnica vocal a la hora de lidiar con aliteraciones y neologismos. El monólogo final de Nora Bloom, a tres voces, nos recuerda que Joyce escogió el 16 de junio de 1904 como escenario de la novela por tratarse de la fecha en que por vez primera mantuvo una cita con su futura mujer, Nora Barnacle. De paso, nos invita a dejar atrás los restos de desayuno irlandés para salir a la calle O’Connell, presidida desde hace ocho años por una monumental aguja metálica de 121 metros de altura, y emprender la marcha hacia el James Joyce Centre.
Con la política hemos topado
El ministro de Cultura ha decidido madrugar y, por aquello de la seguridad en tiempos del 15M, no podemos acceder aún al interior del Centro. Así, durante los siguientes veinte minutos realizamos un completo inventario de su tienda de regalos: seis ediciones del Ulises (entre los 6 y los 28 euros de precio), DVDs de las adaptaciones cinematográficas de la obra joyciana (debemos recordar las restricciones de equipaje en cabina de RyanAir para no hacernos con las versiones de Joseph Strick del Retrato… y el mismo Ulises, quizá incluso con la doblemente crepuscular Los muertos de John Huston), tazas y camisetas atravesadas por la leyenda “Stately” (que es a la verde Irlanda lo que “En un lugar de la Mancha” a la piel de toro; esto es, el punto de partida de un trayecto sin par pero también una cita al alcance de cualquiera)…
La constante afluencia de grupos nos devuelve a la calle y allí, sin comerlo ni beberlo, nos plantamos como figurantes de lujo en la filmación del discurso bloomsdayano del senador David Norris, quien además de haber impartido clases sobre la obra de Joyce en el Trinity College logró en 1988 acabar con la ley antihomosexual que provocó la caída en desgracia de Wilde y, por cierto, es candidato a la presidencia de Irlanda en las elecciones del próximo mes de octubre. “Todos pertenecemos a la familia Joyce”, clama el político. Y, cuando acto seguido pide un aplauso para Robert Joyce, sobrino nieto del escritor con quien nos cruzaremos en otras dos ocasiones a lo largo del día, decidimos que quizá lleva razón, pero que sin duda algunos miembros de la familia Joyce son más sanguíneos que otros. Y la duda planea sobre nuestras cabezas: ¿nos aguarda la experiencia de topar con Vila-Matas o alguno de sus secuaces de la Orden del Finnegans? Les avanzo la respuesta por si no les apetece llegar hasta el final del artículo para averiguarlo: sí, pero sólo en las páginas de El País del día siguiente, artículo de Juan Cruz mediante.
A la voz de “estos son los periodistas españoles” (la guía nos cuida cual polluelos y se encarga de que el padrinazgo de la Oficina de Turismo de Irlanda dé siempre sus frutos), pasamos por delante del público que guarda ordenada cola y nos franquean por fin la entrada al Centro. No hay tiempo para plantarse ante cada uno de sus paneles audiovisuales, por lo que realizamos la visita en menos de un cuarto de hora. Comenzamos refocilándonos por lo bajo al descubrir el segundo nombre de Joyce: Augustine. Continuamos, bajo un retrato de Mary Murray, decidiendo que el escritor salió a su madre. Y, por no extralimitarnos en el apartado de trivialidades de esta crónica, terminamos identificando tres elementos, uno por planta, como hallazgos más reseñables: en orden creciente de importancia, la exposición fotográfica de Motoko Fujita (imágenes para las que podría haberse inspirado lo mismo en Bohumil Hrabal que en Joyce, pero que ciertamente se nos antojan atractivas); la reproducción de una de las habitaciones, con su cama incluida, en las que el dublinés escribió a lo largo de siete años y a lo ancho de tres países el Ulises, y la puerta original del número 7 de la calle Eccles, domicilio en la ficción del bueno de Leopold Bloom. Un rato después, ya en pleno tour guiado por los escenarios del libro, descubriremos que donde Dublín decía 7 hoy dice 78 y que la llamada Bloom House, de llamativa entrada amarilla, acoge actualmente una clínica especializada en cirugía láser.
La hora del gorgonzola
Tras la independencia y la partida de la población británica, Irlanda se descubrió poseedora de un montón de iglesias protestantes prácticamente vacías. La de St. Andrew vuelve a recibir, desde 1995, centenares de miles de visitantes al año, con el truco de que se ha reconvertido en sede de la Oficina de Turismo. Igualmente frecuentada se ve la de St. Mary, que en 1761 amparó el matrimonio de Arthur Guinness, patrón laico de la ciudad, y cuya nave y sacristía están ocupadas ahora por el popular restaurante The Church (la cripta, previa retirada de diversos restos humanos, hace las veces de almacén). Y la de St. George, en uno de los extremos de Eccles, dueña por tanto del campanario que le indicaba la hora a Bloom, exhibe en cambio, atravesando la columnata frontal, un inmenso cartel que reza: “Se alquila”. Inevitable que su majestuosa y melancólica presencia nos distraiga de las explicaciones del guía del tour a pie, quien se dirige ya hacia Hardwicke Street para mostrarnos la carnicería donde el héroe de Joyce compraba sus riñones, la farmacia a la que acudía a que le curaran una herida y, girando ya por O’Connell, el pub Mooney’s Wine and Spirits donde remojaba el gaznate.
La hora de la comida nos encuentra a las puertas de otro pub, el Davy Byrnes de Duke Street, escenario donde Leopold Bloom almuerza un bocadillo de gorgonzola. Atenuado el sentido épico tras tanta caminata, nos preguntamos si debemos sumar algo de queso verde al tempranero desencuentro con los dichosos riñones cocidos cuando la guía acude en nuestra ayuda con una interesante maniobra de distracción: ha dado con un enviado especial de la radio nacional irlandesa, la RTE, y le ha hecho ver el interés de pulsar la opinión de la prensa española sobre el Bloomsday.
No hay exceso de humildad en la constatación de que el diálogo que sigue resulta tirando a intrascendente. ¿Hemos leído el Ulises? Pues a trozos, tal y como recomienda Javier Aparicio Maydeu, aunque cabe admitir que esos trozos no han sido ni muy numerosos ni especialmente contundentes. ¿Y consideramos importante la interrelación entre el libro y Dublín? Para Dublín, desde luego que sí: no en vano venimos de recorrer su zona noble (los pubs del Temple Bar quedan para la noche) como parte de un ritual urbano-literario que, 57 ediciones después, provoca la devoción de no pocos nativos y la alborozada visita de otros tantos extranjeros.
Inevitable remitirse, llegado ese punto de nuestro discurso, a dos de los personajes que media hora antes habíamos encontrado protagonizando la sesión de lectura non-stop que suele tener lugar bajo la pérgola del parque de St. Stephen’s Green. El primero fue Joe Duffy, presentador de la propia RTE, quien celebró que su fenomenal acento irlandés resultara por una vez adecuado a las circunstancias y acto seguido se lanzó a recitar, contemporáneo él, con un iPad como guía. Y el segundo fue el embajador finlandés en Irlanda, señor Pertti Majanen, quien nos deleitó con la primera página del Ulises tal y como suena traducida a su idioma natal. No resulta descartable que las 150 personas que componíamos su audiencia en ese momento experimentáramos un escalofrío mientras pensábamos al alimón: “¿Que el Ulises te parece difícil? Pues toma dos cucharadas…”.
“Sí quiero Sí…”
Dos fueron, entre los siglos XVIII y XIX, las grandes hambrunas irlandesas. Sus responsables: el frío extremo de la temporada 1740-41 y el mildiu de la patata. Sus víctimas, el citado tubérculo y, por extensión gastronómica, una población que entre 1845 y 1852 perdió a dos millones de habitantes, la mitad fallecidos y la otra mitad emigrados. A día de hoy se considera que en Estados Unidos hay cerca de 37 millones de personas con sangre irlandesa. La isla, en cambio, se mantiene en los 6.200.000, contando con el millón y medio del aún británico Ulster. Cuatro gatos, sí, como cuatro son también sus literatos galardonados con el Premio Nobel: Yeats, Bernard Shaw, Beckett y Seamus Heaney. Joyce no figura entre ellos, ni falta que le hace para proyectar su sombra sobre un país orgulloso de su herencia artística y dueño, muy posiblemente, del mayor número de instrumentos musicales por metro cuadrado de suelo europeo.
Tras una escapada a las tiendas de la peatonal Grafton Street (escenario hace tres décadas de los pinitos callejeros de U2), tras visitar también la maravillosa exposición del Book of Kells en el Trinity College, nos dirigimos a Gallagher’s, en pleno Temple Bar, para degustar los tradicionales boxties, o panqueques de patata. Hace varias horas que los canotiers, por recurrentes, han dejado de ser noticia. Y la lluvia que persistentemente ha caído durante la tarde ha hecho que nuestra posible caminata hasta la torre Martello, allí donde el majestuoso y orondo Buck Mulligan ejerce el noble arte del afeitado en clave de misa católica para dar inicio al Ulises, se haya quedado en un paseo por los Docklands amenizado por ese Centro de convenciones con forma de jarra de pinta.
No ha anochecido del todo, caprichos del estío septentrional, cuando dejamos la casa de Oscar Wilde a un lado para alcanzar el hotel que nos hospeda. Desde la vecina Merrion Square nos llega el aroma de las rosaledas y los jazmines y los geranios y las chumberas, fragancia literaria que nos desarma definitivamente y, retomando el espíritu satírico de la obra, nos lleva, ya en la habitación, sí, a extraer de la maleta nuestro volumen del Ulises, sí, a estrecharlo entre nuestros brazos y apretarlo contra el pecho, a sentir sí su corazón desbocado y a susurrarle te leeré, en todos los fragmentos del mundo te leeré, sí quiero Sí…
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