Tony Soprano se va con los patos
El País, 20 de junio de 2013
“Ha muerto una de las creaciones más memorables
que ha hecho nunca un actor”
Carlos Boyero
Hasta siempre, rey de la jungla
James Gandolfini puede ser feroz pero también pragmático, ladino e incluso tierno
Frases para la historia (de las series)
Fallece Gandolfini: “Sueño con la ley Rico”
La serie 'Los Soprano' revolucionó la historia de la televisión con una historia que delataba la fascinación social por la mafia
Guillermo Altares
Madrid, 20 de junio de 2013
Las dos grandes epopeyas de la mafia estadounidense, El Padrino y Uno de los nuestros, arrancan en los años dorados del crimen organizado, cuando los chicos listos campaban a sus anchas en todos los sectores económicos, podían permitirse el lujo de renunciar al tráfico de drogas y hasta el mismísimo director del FBI, el todopoderoso John Edgar Hoover, negaba su existencia. Sin embargo, todo cambió con la llamada ley RICO (Organizaciones Influidas por Gánsteres y Corruptas)que permitía perseguir a los mafiosos por el sólo hecho de serlo: pertenecer a una organización criminal sin que se hubiesen logrado probar otros crímenes ya era un delito. La condena en 1992 de John Gotti, el Don de Teflón de la mafia neoyorquina (apodo que se ganó por su capacidad para que la justicia le resbalase), el asesino de trajes impecables de mil dólares, marcó un antes y un después. Los Soprano transcurre en ese periodo. “Tengo pesadillas con Rico”, le dice Tony Soprano a la doctora Melfin.
El enorme éxito alcanzado por Los Soprano en 1999 no sólo se debió a que abrió una nueva era en la historia de la televisión, con las series arrebatándole a Hollywood el protagonismo en la vanguardia creativa audiovisual; sino a la propia historia que narraba y al magnetismo de su protagonista, James Gandolfini, el extraordinario actor fallecido esta madrugada en Roma. Los Soprano son gánsters de medio pelo, la mayoría de ellos con problemas para llegar a fin de mes. En una entrevista con este diario con motivo de su estreno en España, David Chase relataba que la serie reflejaba la miserable estructura del crimen organizado: profundamente jerarquizado, de soldados a capitanes. Todo el mundo debe entregar a su jefe y al jefe de su jefe una cantidad al mes. El precio por no conseguir el sobre pasa por un despido en forma de asesinato. Es una estructura que no permite la debilidad, ni la piedad. Con la policía siempre encima, cualquier debilidad puede ser aprovechada para convertir al mafioso en un soplón: por eso no se pueden perdonar.
Con problemas familiares y laborales, obsesionado por el FBI y por las luchas de poder en su organización, Los Soprano arranca con los ataques de pánico de Tony, que finalmente acaba visitando a una psiquiatra, la doctora Melfi, interpretada por Lorraine Bracco, una de las protagonistas de Uno de los nuestros. “A pesar de su violencia, la gente se identifica con el personaje porque no hace las cosas sin razón, no es un psicópata. No quiero decir que le justifique”, explicaba James Gandolfini en aquella entrevista en grupo, celebrada en un hotel de París. “El éxito se debe a los personajes, a que habla de situaciones reales. Todo el mundo tiene una madre que le vuelve loco”.
Los Soprano es una tragedia americana cuyos protagonistas carecen de la grandeza épica de los Corleone. Pero tal vez por eso fascinaron a millones de espectadores durante seis temporadas y media. Y también atrajeron a los propios mafiosos: el FBI contó que sus escuchas detectaron que la Mafia de Nueva Jersey comentaba a la mañana siguiente cada capítulo. Las palabras de Gandolfini también reflejan otro de los grandes motivos del éxito de Los Soprano: nuestra ambivalencia moral hacia sus protagonistas. La serie de David Chase, como las película de Scorsese o Coppola, logran que nos pongamos de parte de los mafiosos (o al menos de casi todos, exceptuando a los personajes que interpreta Joe Pesci, que superan todos los límites, incluso para el espectador más entregado) pese a que nos muestran lo que son: asesinos sin piedad y sin complejos.
Tony llega a matar a un soplón, al que estrangula con un cable, cuando va con su hija a visitar universidades y se lo cruza por casualidad. Hasta el propio Roberto Saviano.,el periodista italiano que vive escondido tras haber sido condenado a muerte por la Camorra napolitana, ha entrado esta mañana en ese debate en Twitter al reconocer la calidad de la serie."No hay películas que ayudan a la mafia, sólo filmes bellos o malos.Los Soprano es una obra maestra y Gandolfini un intérprete genial". Pocos actores serían capaces de componer un personaje tan complejo, tan sutil en su brutalidad sin límites. James Gandolfini nos deja como legado una serie a la altura de los grandes clásicos de la cultura estadounidense pero también un viaje a nuestros rincones más oscuros: la inagotable fascinación por el mal.
Fallece James Gandolfini: el vacío que deja un genio
El actor superó cualquier expectativa en 'Los Soprano' y se adueñó de la serie
El intérprete era una bestia teatral y una presencia constante en la gran pantalla
Cuentan que cuando los jefazos de HBO recibieron el último capítulo de Los Soprano y lo visionaron la cara les cambió de color. Uno de ellos cogió el teléfono y llamo a David Chase para decirle que les habían enviado un DVD defectuoso, que el final estaba cortado. Cuando Chase les replicó que no había ningún problema en el DVD, que el desenlace era ese, ardió Troya. Sea como fuere, Chase se salió con la suya y Tony Soprano acabó como su creador creyó que debía acabar.
Es una leyenda urbana, más o menos confirmada, que plasma la relevancia del show que marcó la era dorada de la televisión, cuando HBO salió del armario y decidió (entre burlas y dudas de sus competidores) dedicar recursos a la ficción.
Los Soprano era a priori una apuesta arriesgada: la historia de un mafioso de Nueva Jersey, su mujer, sus hijos, su psicóloga y sus colegas. Tony Soprano, el protagonista, parecía haber inspirado aquella canción de Queen, Under pressure: un tipo al que su vida le viene grande, dotado de un delirante sentido de la responsabilidad y capaz de cualquier cosa con tal de mantener su reino, uno de esos castillos de cartas al alcance de cualquier estornudo furtivo.
Para dar vida a semejante sujeto Chase se acordó de James Gandolfini (Nueva Jersey, 1961), un hombre inmenso, de silueta hitchcockniana y mirada pálida. La planta la tenía, eso era obvio, faltaba ver si conseguiría unir la imprescindible empatía necesaria para conseguir el cariño del público y la contundencia que se espera de un gánster de Nueva Jersey, un Estado donde bromas las justas.
Gandolfini superó cualquier expectativa: el monstruo que se sacó de la manga, nadando entre un —imprevisto— sentido de la fragilidad, la oscuridad de sus arranques violentos (salpicados con un humor negro mate) y su abigarrada concepción de la lealtad, se adueñó de la serie. La canibalizó de tal manera que si en algún momento había existido la tentación de escribir una epopeya coral esta se desvaneció como una botella de whisky en el Bada Bing, el inolvidable antro donde Tony y sus compinches (hombres que hacían sonreír a Scorsese) resolvían sus líos. Algunos por la vía rápida y otros por cualquier vía.
En algún momento, a lo largo de sus seis impresionantes temporadas, la serie dejó de ser la historia de un delincuente de una ciudad obrera para abrazar a Hamlet, a las tragedias griegas y al cine negro (hasta el Arthur ‘Cody’ Jarret de James Cagney se hubiera emocionado con Tony) y trascender su presunta dimensión televisiva, contribuyendo definitivamente al establecimiento de ese sello de tres letras que hasta ese momento había estado ligada a los deportes y los conciertos: HBO.
El peso de Gandolfini en Los Soprano (tanto el real como el figurado) fue fuente de conflicto: si por un lado la obesidad del actor convertía los rodajes en procesos cada vez más fatigosos, por el otro su figura se agigantaba a medida que su personaje se alambicaba. No había descanso para Tony ni para Gandolfini.
Los periodistas que le entrevistaron pueden recordar su respiración fatigada y esos andares de hombre agotado que compensaba con un discurso impecable, culto, de modales exquisitos. De hecho, su habilidad para la oratoria y sus múltiples referentes culturales recordaban a los plumillas el descomunal talento que atesoraba aquel intérprete, capaz de meterse en la piel de un tipo que era su nemesis. Palmo a palmo, Tony se convirtió en un icono de la cultura pop, algo impensable para un gánster de ficción pero absolutamente lógico en el contexto popular que regía el mundo televisivo hace una década. Recordemos: sin Twitter, con Facebook en pañales, sin la omnipresencia de las redes sociales.
Pero Gandolfini no fue solo Tony. El actor era una bestia teatral (su gran pasión, Broadway debería apagar las luces al menos por un rato) y una presencia constante en la gran pantalla, donde se le puede recordar enAmor a quemarropa, Marea roja, In the loop y más recientemente en la esplendida La noche más oscura. Su muerte, a los 51 años, por una afección cardiaca, le ha encontrado en Roma. No es mal lugar para un actor imperial, cuya carrera se ha fundido a negro antes de tiempo, pero cuya inmortalidad en términos culturales es innegociable. David Chase, su amigo, “su hermano”, decía hace unas horas que el intérprete era “un genio”. Pocos actores pueden presumir de dejar un vacío: Gandolfini —no cabe duda— es uno de ellos.
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