El naufragio de la memoria
La figura de Boris Vian comienza a ser conocida del público lector en nuestro país gracias a las traducciones de varias de sus obras que, aunque pausadamente, se vienen realizando. Ahora, con La hierba roja,una de las novelas más significativas de su autor y acaso la de mayor aliciente por el marcado carácter autobiográfico de la misma, se da un importante paso en el conocimiento de un escritor que ha desarrollado una de las más sugestivas aventuras novelísticas de nuestro siglo.Aparecida en 1950, y aunque construida según la forma clásica de novelar, La hierba roja participa ya de muchos de los atractivos que distinguirán a la «nueva novela» surgida en Francia por aquellas mismas fechas, lo que la coloca en una posición de vanguardia. Escrita en presente, nos muestra un mundo cerrado donde reinan la soledad y el hastío, donde la comunicación es poco menos que imposible y donde todo parece girar en torno de una extraña «máquina del tiempo», que servirá al ingeniero Wolf -el protagonista (?) de la novela, retrato del propio Vian- para retornar a sus orígenes.
Importante músico de jazz en su tiempo, cantante, actor, periodista, pintor, etcétera, el polifacético Boris Vian buscó distintas maneras de alcanzar el cauce adecuado a su personalidad inquieta y compleja. Como escritor, chocó con la sociedad en la que le tocó vivir y conoció censuras y procesos que, pese a rodearlo de una rara aureola de triunfo, lo relegaron a un reconocimiento tardío de su obra.
En la novela que nos ocupa, Vian trató de buscar en Wolf respuesta a sus obsesiones, a las interrogantes que lo atormentaban, y, para ello, se sumergirá en la propia memoria para intentar un rescate que parece abocado al fracaso desde el principio. La obra aparece enmarcada en un paisaje sombrío, desolado, que, sin embargo, no podemos tachar de falso. La hierba roja no es una novela desprovista de autenticidad pese al carácter irreal -subyace un cierto surrealismo de fondo- que impregna muchos pasajes, sino todo lo contrario. Como Wolf, Vian se ha construido un mundo a su medida: el mundo en que aquél se debate. Así, el personaje toma entidad propia y se independiza del autor, que asiste como mero espectador al aniquilamiento de aquello que ha creado y, en proceso irreversible, contempla su propia destrucción. Lo mismo que el mecánico Lazuli se siente observado, también Wolf tiene un observador, y éste no es otro que el propio autor -el único actor-, quien, irremediablemente, lo empuja a un final en el que perecerá, ahogado en las aguas de la memoria. Ni aun así, desdoblándose en otro, podría salir a flote el que está detrás, y Vian lo sabía. Por eso hace el cerco cada vez mayor, en un deseo apremiante de huir o hundirse para siempre en la ciénaga oscura de sus recuerdos.
Destino individual
El amor es aquí la sombra de un raro sentimiento, mezcla de inseguridad y de impotencia ante un destino que se sabe individual. Al contrario que en otras obras, en ésta Vian apenas recurre a lo erótico, o cuando lo hace aparece descargado de la extrema sensualidad de otras veces; es un erotismo del hastío que a nada conduce, desprovisto de realidad física. Wolf y Lazuli parecen abrazar fantasmas cuando visitan a las «amorosas», y con sus parejas respectivas o ya no existen las relaciones en el caso de Wolf, o se levanta un infranqueable murallón -el incansable observador- en el de Lazuli. El deseo existe como una sed a fuerza de no satisfacerse, casi se ha llegado a olvidar. Lazuli, en el loco intento de evadirse de sus fantasmas personales, acabará matándose. Wolf, en cambio, sometido en su máquina del tiempo a todos los interrogatorios de un pasado que quiere desentrañar, encuentra la muerte, víctima, como hemos dicho, de su tenaz voluntad inquisitiva. No de otra forma conseguiría olvidar después el fraude que había sido para él la vida, máxime cuando se ha comprendido que «el tiempo es un engaño (que) se lleva dentro».Novela saturada de símbolos desde su mismo título, alcanza cotas de irónico carácter esperpéntico, como en el acto de inauguración de la «máquina» o en casa de la adivina a quien va a visitar la mujer de Wolf, y, sobre todo, en ese curioso personaje a quien llaman «el conde». Las dos mujeres -la esposa de Wolf y la amante de Lazuli- pasan por la novela sin pena ni gloria, y por eso sobreviven al final, cuando incluso «el conde» ha sucumbido tras obtener lo que siempre había deseado. Sólo Wolf -Vian- ha cometido «el mismo error de todos los profetas: tener razón».
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